viernes, 1 de febrero de 2008

Medieval Times

No, dejame explicarte. No porque me haya ido a los Estados Unidos quiere decir que ande derecho. Quiero aclarártelo bien porque vos bien sabés que yo nunca cagué a nadie. Ahora, si vos me das quince minutos te explico bien qué fue lo que me pasó por­que te juro que si alguien te lo cuenta no se lo podés creer. Solamente a mí me pasan este tipo de cosas, será porque soy un pelotudo o por que soy de esa clase de tipos que no se la bancan ¿me entendés? Hay otra gente que se queda más en el molde y se aguanta lo que le tiren pero yo en ese aspecto, no sé si para bien o para mal, siempre fui medio retobado ¿me explico? Pero lo que quiero es dejar la cosa bien clarito con vos como para que entiendas cómo viene la mano y que no estoy tratando, de ninguna mane­ra, de pasarte. Es verdad que yo me fui a los Estados Unidos, es verdad. Yo te admito que habíamos quedado en vernos el 14 de febrero y yo me piré y no te avisé absolutamente nada. Pero no te avisé por­que no tuve tiempo y vos sabés cómo es el Pancho. Dijo "vamos, vamos" y a mí me pareció interesante la mano y agarré viaje. En parte también para ver si se enderezaba la cosa y empezaba a verle las patas a la sota de una buena vez por todas. Porque yo fui a laburar a los Estados Unidos, Horacio, fui a poner la giba, no me fui de joda como es posible que te hayan batido por ahí. El Pancho y Rulo —porque el Rulo también fue— hace como cuatro años que hacen este tipo de viajes a Miami a comprar pilchas para las vaquerías y han hecho su buena diferencia. Y vos lo sabés bien, Horacio, a mí se me estaba cayendo el negocio, especialmente después del quilombo con la Negra. Entonces agarré, junté los pocos pesos que tenía y me fui con Pancho y el Rulo, no solo para ver el asunto de los vaqueros —porque el mercado del jean ya está un poco emputecido— sino también lo de los muñecos de peluche, que allá están a un pre­cio que es joda, verdadera joda, y son unos muñecos con una confección de la puta madre y que acá los fabricantes no pueden competir en precios ni que se caguen. Porque allá los yankis, vos viste cómo son estos hijos de puta, ahora han encontrado el yeite de hacer laburar a los amarillos. Vos agarrás las pil­chas, los artefactos, los juguetes y son todos de Taiwán, Corea, Singapur, de todos esos lugares donde al obrero lo tienen bajo un régimen de explotación esclavista y los hacen laburar día y noche por una taza de arroz. Porque los hacen laburar por una taza de arroz a esos tipos. Eso, cuando no hacen laburar a los que están en la cárcel, te juro, para mantener­los ocupados, y no les pagan un carajo. ¡Los famosos Tigres del Pacífico! Se los han recogido bien cogidos a los famosos tigres del Pacífico. Estos yankis si no te cagan militarmente te cagan con el comercio. La cuestión es que me interesaban también los ositos de peluche porque si la cosa sigue así con la vaque­ría yo no me hago mucho drama y largo a la mierda. A otra cosa. Pongo un salón de ventas, lo lleno de pelotudeces y a otra cosa mariposa. Traje de esos bichos de felpa, una belleza te juro ¿Qué edad tiene tu pibe? No, tu pibe ya está grande pero te digo que a los pendejos les vuelan el bocho esos muñecos. Has­ta pescados de peluche te hacen los hijos de puta. Vos nunca te hubieras imaginado un pescado peludo pero los guachos lo hacen y no quedan nada mal, mi­rá lo que te digo. Me fui Horacio, entonces ¿qué iba a hacer? Vos no sabés el quilombo que yo tenía aquí, pero me fui. Bah, vos sí lo sabías. Así que no tenía otra. No tenía otra. Muy bien, llegamos a Miami y ahí empezamos a entrevistarnos con distintos tipos. Bien los tipos, bien. Cubanos casi todos. Una suerte, te digo, porque el Pancho y el Rulo no hablan un sorete de inglés. Que yo antes me preguntaba ¿cómo hacen estos monos para entenderse en una charla de negocios si no saben un joraca de inglés? Pero, bue­no, allá son todos cubanos y la cosa se hace más fá­cil. Más fácil es un decir. Rápidos los cubanos. El más boludo se coge una avestruz al trote. No te creas que han hecho la guita por infelices. Me de­cían que el poderío actual de todo Miami es gracias a estos cubanos, cosa que yo no podía creer, gusanos de mierda, que se rajaron todos huyendo de la Revo­lución y llegaron con el culo a cuatro manos hasta Miami, sin un puto mango. Porque yo pregunté si habían llegado con guita y me dijeron que no. Que Fidel no les dio tiempo ni para llevarse un calzonci­llo, mirá lo que te digo. Y sin embargo los ñatos, los que habían sido multimillonarios en Cuba a los veinte años, veinte años después ya habían recupe­rado esa fortuna en Miami. Mirá vos los tipos. Unas luces los cubanos. Charlamos un poco con ellos a pe­sar del asco que me daban esos gusanos y se nos quedó colgada una entrevista con un pesado de las pilcherías, un tal Ajubel, me acuerdo, para tres días después. Teníamos tres días al pedo entonces. Y va el Pancho, que tiene un petardo en el culo, vos lo co­nocés: no hay Dios que lo haga quedar más de dos minutos en un mismo lugar y se le ocurre ir a Disneylandia. ¡A Disneylandia, fijate vos! Que no había ido nunca, que para qué mierda nos íbamos a quedar en Miami y todo eso, empezó a romper las pelotas. Y el Rulo se anotó. También con lo mismo. Yo no que­ría ir ni en pedo. Y te lo digo porque sin duda ya ha­brá habido alguno que te haya venido con el cuento de que yo me piré a Disneylandia en onda bacán y todo ese verso. Yo fui porque aquellos dos se encaje­taron con eso y si no yo me iba a tener que quedar como un pelotudo en Miami, solito mi alma, miran­do los canales para latinos ¡Yo me quería ir para Las Vegas, querido! De haber tenido guita y tiempo, yo me hubiera ido para Las Vegas ¡Qué te parece! Nin­guna duda. Me dijeron que estaba en pedo, que Las Vegas estaba en la loma del orto, que el avión, que el tiempo, que las pelotas de Mahoma, en fin... Nos fui­mos a Orlando. El Pancho alquiló un auto, porque le encanta manejar, y nos fuimos para Disneylandia. Te juro, no sé si no era más lejos que Las Vegas. Es lejísimos eso. Yo escuchaba siempre hablar de Disneylandia, de Miami, de la Península de Florida y me creía que estaba ahí nomás. Como si vos cazás el auto acá en Rosario y te vas hasta Roldán, o a San Lorenzo, una cosa así. Santa Fe, por decirte mucho. Los otros dos boludos encantados. Que la ruta, que el coche, que la señalización, que las hamburgue­sas... Te la hago corta. Llegamos a Orlando, nos me­timos en un hotel cerca de los parques (porque son como parques eso), y nos fuimos el primer día a Dis­neylandia... A las cuatro horas de caminar, te juro, yo ya tenía las pelotas por el suelo. Lo llegaba a en­contrar a Mickey y lo cagaba a trompadas, te lo juro. Gente grande, jugando a esas cosas, haciendo colas para ver la Cueva de los Piratas. Pelotudos grandotes en pantaloncito corto, tomando helados. Árabes, iraníes con una cara de turcos que asustaba, musul­manes, mi viejo, fundamentalistas que vos pensabas que estarían ahí para ponerle una bomba a la Man­sión de los Fantasmas, comiendo pororó y esperando como corderos para meterse en esas lanchitas donde te ataca el tiburón. Una cosa de locos, demencial, te juro. Una cagada. Tenía razón el mexicano que manejaba la combi que nos llevó hasta Magic Kingdom, —ellos le llaman Magic Kingdom a Disneylandia—y te llevan desde el hotel en una combi. El mexicano, Luis se llamaba, un facho hijo de mil putas, nos decía, "Son retardados los yankis, retrasados menta­les. Les gustan todas estas cosas, se enloquecen con estos juegos. Retardados mentales, señor" nos decía. Aunque él, te digo, yo no sé si se las quería tirar del reivindicador de Latinoamérica, del gran revolucio­nario, de Emiliano Zapata o qué. Por ahí como nos veía argentinos y sabía que nosotros siempre hemos pensado que a los mexicanos los yankis se los han vi­vido recogiendo —como cuando les chorearon Te­xas— se las quería tirar de vengador de los pobres, de algo así. "Yo tuve como cuarenta de estos yankis a mi cargo, señor" nos decía, porque había laburado en una empresa de transporte. "Y los trataba mal, mal los trataba. No; son retardados. Imbéciles, drogadictos". Pero bien que el hijo de puta no solo vivía en los Estados Unidos, sino que se había comprado una casa para cuando se jubilara —"el retiro" le de­cía él— y se la había comprado ahí, en la costa de Florida, nos contaba. Mexicano piojoso. Los otros le mataban el hambre y éste se la tiraba de revolucionario. Y en esa combi que viajamos a Disney fue con nosotros también una venezolana, que justo se sien­ta al lado mío. Te digo que la venezolana era un cuatro, a lo sumo un cinco. Del uno al diez era un cinco, digamos, siendo generosos. Te juro que acá esa mina no me tocaba el culo ni con un palo, pero allá, ¿vis­te? la soledad te lleva a hacerte un poco el pelotudo. La venezolana, Leonor creo que se llamaba, andaba sola y como nosotros, también le habían quedado un par de días sandwich por negocios. Justo vuelve en la misma combi con nosotros y ahí retomamos el chamuyo. Y al día siguiente, a la mañana la volve­mos a encontrar para el desayuno. Una casualidad de aquellas, porque son unos hoteles de la gran pu­ta que están siempre llenos de gente. Pero la en­cuentro. Pancho y el Rulo de nuevo para Magic Kingdom, mejor dicho para Epcot, que me decían que era más interesante, más para intelectuales, me cargaban. Yo los mandé a la concha de su madre, les dije que se fueran solos, que a mí no me agarraban más. Aparte tenía los pies que eran dos albóndigas de tanto patear el día anterior en Disneylandia. Me quedé en el telo pero arreglé con la venezolana de salir juntos a cenar esa noche. Te repito que la vene­zolana no me movía un pelo pero, en parte, también quería un poco refregársela por la jeta a los otros dos boludos que andaban babosos con "Regreso al Futuro", "La Montaña Espacial" y me venían a ha­blar maravillas de la tecnología y del Primer Mun­do. Que si eso es el Primer Mundo mejor que nos cor­temos las bolas y se las tiremos a los chanchos. Un poco decirles, "Loco, ustedes sigan sacándose fotos con Minnie y el Perro Pluto que yo me voy de conga con una mina. En una de ésas hasta me echo un fie­rro y que después me la vengan a contar de la Mon­taña Rusa". Porque vos sabés bien, Horacio —y en eso somos todos parecidos— que yo puedo decirte que la venezolana no me movía un pelo, pero que si la mina me daba bola —y me daba bola— a eso de las doce de la noche (porque allá es todo más tem­prano) con un par de cervezas de más yo soy capaz de voltearme a esa venezolana y si me quedo más de tres días hasta en una de ésas me lo pincho al mexi­cano hijo de mil putas y todo, vos lo sabés. La en­cuentro a la venezolana a la noche y me dice, muy animada, que incluso ya me había preparado un programa. Que íbamos a ir a Medieval Times, que ya había reservado mesa, contratado el transporte y que ella me invitaba. Ahí me di cuenta de que me quería bajar la caña, pero me hice bien el boludo. Un duro ¿viste? Tipo Clint Eastwood. Le pregunté, como te preguntarías vos, como se preguntaría cual­quiera, qué era eso de Medieval Times. Me dijo que era un restaurante que, mientras vos morfás, hay un espectáculo medieval, de esos con caballeros, que hacen duelos con lanzas ¿Te acordás Horacio de aquella película "Ivanhoe", que hacían esas justas medievales, a caballo, con escudos y lanzas, que el que lo tiraba al otro a la mierda del caballo ganaba? Bueno, de eso, me dice. "Cagamos", pensé. Yo que imaginaba, no te digo en un Mc Donald, pero una co­sita modesta, algún boliche italiano que los hay, donde comer alguna pasta. Incluso una pizza, un va­so de vino. Yo hacía cuatro días que estaba en Miami y ya extrañaba la comida. Mirá qué boludo. Pare­ce mentira pero es así. Y esta mina me salía con eso. Comer mientras se ve un espectáculo de caballeros con armadura, que se cagan a espadazos. Te juro que estuve a punto de decirle que no, que no iba, que se metiera en el orto las invitaciones y las reser­vas. Pero estaba al pedo, tenía hambre y ya me ha­bía quedado desenganchado de los muchachos. Ellos no iban a llegar al hotel hasta tarde y además iban a venir destrozados, como yo volví el día anterior, después de caminar más de ocho horas como unos pelotudos por todo Epcot. Ir solo a comer no me con­venía porque con un solo año de inglés en la Cultu­ral —cuando yo tenía siete— no me alcanzaba ni pa­ra pedir la sal en un boliche. Y allí en Orlando no es como en Miami que todo el mundo la parla en caste­llano. Allá la cagaste, hermano. Algo de inglés tenés que manejar y esta venezolana me había dicho que ella lo hablaba perfectamente porque había trabaja­do en Maracaibo en una compañía petrolera de los yankis. Sabés que los yankis también se los han co­gido bien recogidos a los venezolanos, entre otros muchos, con el verso de la privatización del petróleo y todo eso. Así que me fui con la mina. Por supues­to, de nuevo el chofer de la combi era el gordo Luis. Y otra vez con lo mismo. Ya no conmigo, sino con una pareja de españoles que iba con nosotros. "Re­trasados mentales, señor, idiotas, ladrones también" y decía, refiriéndose a eso del Medieval Times: ''Es­tá bien, sí, muy bonito" con un tono ¿cómo te diría? despectivo, "Como para venir una sola vez, por su­puesto. Usted lo ve una vez y ya está bien, señor". Medio medio ya como tratándonos como infradotados por ir a ver ese espectáculo. Como diciendo: "¡Gente grande viniendo a ver estas pelotudeces!". Te juro que me dio bronca, ya me hinchó las bolas el mexicano. Tanto, te juro, que me predispuso bien con el espectáculo ¿Viste? De contrera nomás. Yo soy así, por eso me pasan las cosas que me pasan. Dije: "Es­te mexicano está hablando al pedo. No hay verga que le venga bien". Y entré contento al boliche, entré bien, de buen ánimo... ¡Para qué! Dios querido... ¡Para qué! Tenía razón el hombre. Primero te cuen­to que es un lugar inmenso, que quiere imitar a un castillo, por la parte de afuera. Entrás por arriba de un puente levadizo y te metés a una especie de sala de espera, enorme, muy grande. Adentro, para mí que quería una cena íntima, ya había como mil per­sonas. Pero no te lo digo en sentido figurado. Había como mil personas, no menos. Pero antes, antes de entrar —cuando te piden la reserva, las entradas y esas cosas— ahí una minita vestida de la Edad Me­dia, te entrega una corona. Una corona berreta de esas de cartón que se usan para los cumpleaños de los pendejos ¿viste? De algún color. Verde, o azul, o rojo. A nosotros nos tocó una a cuadritos blanca y negra. Y nos indicaron que nos las pusiéramos. Ahí yo ya agarré para la mierda ¿Viste cuando uno em­pieza a sentir como una calentura que le sube desde el estómago hacia la cabeza? Una cosa así empecé a sentir yo. La venezolana se puso la corona lo más campante y me pidió que yo hiciera lo mismo. Y yo no le di ni cinco de pelota. Hasta ese momento trata­ba de ser más o menos cordial, trataba de no darme máquina porque yo me conozco. Además, no quería dejarla para la mierda a esta pobre mina —que era buenita te cuento— porque ella me había invitado y hacía todo con la mejor buena voluntad. Lo que pasa es que los venezolanos son unos colonizados y yo no sé por qué, pero les caben todas esas payasadas que hacen los yankis. Porque te juro que eso era una reverenda payasada. Eso de que te reciban en un boli­che y te den una coronita de cartón pintado para que te la pongas. Y no era la Cantina del Lolo, que uno va con globos a bailar la tarantela. No. Eso preten­día ser un lugar bacán, un boliche de primera. Aga­rré la corona y me la metí debajo del brazo, por no desentonar y tirarla ahí mismo al carajo. Después la máxima: antes de pasar a la sala te recibe un tipo vestido de rey ¡de rey, mi viejo! Con capa, corona do­rada, barba, espada, y tenés que sacarte una foto con él. Bah, te ofrecen sacarte una foto con él, casi que te obligan, porque si no no pasás. Segunda payasada de la noche. No solo te tenés que poner una corona como un pelotudo sino que tenés que sacarte una foto con esa corona y con un tipo disfrazado de monarca, cosa de que quede un testimonio gráfico para las generaciones futuras y que después los mu­chachos del barrio se caguen de risa del pelotudo que viajó a Miami. Para colmo, yo no tuve reacción para mandarlo al monarca a la concha de su madre. Me quedé como un pelotudo al lado de él y me escracharon en la foto. Porque es todo rápido, chas, chas y a la lona. Y eso, el no haber podido reaccionar, me dio más bronca todavía. Por suerte, no salí con la coronita puesta —al menos defendí ese pedacito de mi honor— salí con la corona debajo del brazo, como co­rresponde a alguien que no le da pelota a esas cosas. Arriba la venezolana, después, ya en el salón, me cargaba. Me decía que había salido muy lindo y que le podría llevar esa foto a mis chicos. Me quería sa­car información la minita, muy bicha, sobre si yo es­taba casado y esas cosas, pero yo tenía tal moto en­cima que ni siquiera le prestaba atención a la mina.
En la sala de espera Horacio, te juro, toda la gente, las casi mil personas, con la coronita puesta. A los yankis les decís que se pongan un sorete en la cabeza y se lo ponen. Tipos grandes, viejos, gordos pelados, viejas chotas de lo más elegantes, con la co­ronita puesta. Y entonces, vino lo máximo. Lo que ya me sacó definitivamente de mis casillas y me dio bien por el forro de las pelotas. La minita que nos había recibido en la puerta del castillo le habla a la venezolana y le indica una cosa, que después la ve­nezolana me transmite. A nosotros nos había tocado la corona blanca y negra y entonces teníamos que hinchar por el caballero Blanco y Negro. ¡Pero mirá vos si serán pelotudos estos yankis! ¡Mirá si se caga­rán en la libre determinación de los pueblos! ¡No solo te obligaban a ponerte una coronita ridícula sino que, además, te indicaban para quién tenías que hinchar en la pelea a espadazos! ¡Es algo inconcebi­ble! ¡Tenías coronita blanca y negra y tenías que alentar al caballero Blanco y Negro! Es como si acá vos, por ejemplo, vas a un cuadrangular de fútbol-sala y no sos hincha de ninguno de los cuatro equi­pos. Bueno, muy bien, a los cinco minutos de verlos jugar, si se te cantan las pelotas, ya podes elegir a alguno de los equipos. Porque te gusta cómo la pi­san, porque juega un tipo que es amigo tuyo, por el color de la camiseta, porque van perdiendo y te re­sultan simpáticos o por lo que puta fuere, querido, por lo que puta fuere. Pero decidís vos, elegís vos, vos solito. Te juro que yo, a esa altura, ya tenía un veneno, pero un veneno, que no le daba ni cinco de bola a la venezolana que creo ya se estaba dando cuenta de que esa noche no me cogía. Aunque te cuento que yo, hasta ese momento, tragaba y traga­ba. No te digo que me sonreía pero trataba de no agarrar para la mierda y empezar a putearlos a to­dos en voz alta. Para colmo aparece el payaso del rey ese, el barbudo, y anuncia que nos preparáramos para pasar al lugar del espectáculo. En inglés, por supuesto, pero la venezolana me iba traduciendo. Que primero iban a pasar los de corona verde, des­pués los de corona roja, y así hasta pasar todos. Y yo pensaba "¿Pero qué es esto? ¿El colegio? ¿Por qué no nos hacen formar fila y agarrarnos de la mano tam­bién?" ¡Y los yankis lo más contentos! ¡Todos iban pasando de acuerdo al color de las coronitas, saltan­do, cagándose de risa! ¡Cómo corderos, mi viejo! ¡Después te vienen con la exaltación del individua­lismo y todos esos versos! ¡Con John Wayne salu­dando solo desde el horizonte o Bruce Willis hacien­do la suya a pesar de que el jefe de policía le ordena lo contrario! ¡Te juro que Bruce Willis va a Medieval Times y se pone la coronita colorada y grita para el caballero Colorado como cualquiera de esos otros pe­lotudos! ¡Si así los han llevado a Vietnam, a Corea, a la Segunda Guerra, querido! ¡Cómo corderos! Les di­cen te damos una gorra y una escopeta y ellos feli­ces, dale que va... ¡Uy cómo estaba yo, mi viejo! Envenenado estaba, te juro, envenenado. Entramos —cuando nos tocó el turno— al salón del show, del espectáculo y donde presumiblemente teníamos que morfar. Mirá, es una especie de tinglado, largo, rectangular, enorme —no sé cuánto tendrá de largo— como si te dijera una cuadra por cuarenta metros de ancho. A lo largo, a los dos costados, las tribunas pa­ra la gente, que está dividida por sectores. Acá los rojos, acá los verdes, acá los azules, cosa de que no se mezclen las parcialidades. Porque si llegan a ha­cer lo mismo en la Argentina, al primer vino que nos tomamos ya estamos todos cagándonos a trompadas. Y son como graderías, donde vos estás sentado en una tribuna y adelante tenés una especie de mostradorcito, también todo a lo largo, como un pupitre continuo te diría, adonde te podés apoyar y adonde además te ponen las cosas para comer. Y todo bas­tante apretadito, pegado al lado tuyo nomás tenés la otra persona, el ñato que sigue. En una de las cabe­ceras, alto, hay una especie de palco, que es donde va el tipo disfrazado de rey, el barbudo que, además, es el que dirige la batuta y no para de hablar en to­da la noche. Y por la otra cabecera entran los caba­lleros. Entre tribuna y tribuna, por supuesto, el pi­so, la pista, no sé cómo decirle, para los caballos. Que tiene una especie de arena, como en los circos. Y las luces, las banderas, esas trompetas que anun­cian cuando llega el rey, o la reina. O cuando salen los tipos que se van a cagar a lanzazos, todo eso. Yo me dije "Bueno Carlitos, pará la mano, relajate y disfrutá. Tratá de pasarla lo mejor posible y bajate de la moto". Porque por ahí, en una de esas, hasta me garchaba a la venezolana y todo. Ya se había puesto medio cariñosona ¿viste? y se aprovechaba de que había que estar bastante apretaditos para franelearme un poco. Me daba en la boca unos pedazos de apio, de pepino, no sé qué mierda era lo que nos habían puesto en unos platitos, como entrada fría. Todo medio rústico —porque se come con la mano ahí— como en las películas, eso no te lo había conta­do. Una copa grisácea de plástico o no sé de qué carajo era, que pretendía ser de bronce. Un copón, co­mo para el Príncipe Valiente. Aparte, un vaso de vi­drio y el platito con los pepinos. Para mejor, en mi intento por aflojarme y ser feliz, cuando empiezan a servir —pasaba un flaco disfrazado de paje o cosa así— me llenan el vaso de sangría ¡Sangría, loco! ¡Cómo en Sportivo Constitución! Yo no sé si estará de moda o en la Corte del Rey Arturo se tomaría, lo cierto es que nos llenan los vasos con sangría. Y ahí le empecé a dar parejo a la sangría. Meta sangría. Cada vez que me pasaba por adelante el paje ese, yo lo cazaba de esa especie de bombachudito que ellos usan y le pedía otro vaso. Al final ya medio me mira­ba fulero pero me daba, me daba. Porque si hay algo envidiable en esos tipos es la buena onda con que trabajan. Al parecer siempre contentos, siempre cagándose de risa. Yo pensaba "Claro... ¡cómo no van a progresar estos quías con semejante contracción para el laburo y semejante estado de ánimo! No son co­mo los japoneses que laburan porque son enfermos del bocho y si paran de laburar se agarran una depre terrible y se tiran debajo de un Tren Bala. A és­tos les gusta". Hasta que la venezolana me lo aclaró. Los pibes laburan por la propina. Por eso tienen tan buena onda, o fingen tener tan buena onda. Y allá el patrón te quiere rajar y te dice te tomás el piro y minga de preaviso de despido, o de indemnización o cualquiera de esas cosas. Te pegan una patada en el medio del orto y andá a reclamarle una mensualidad al Seguro de Desempleo. Para colmo, te cuento, para colmo, al poco rato de dejar las sangrías, pasa de nuevo el rubio, esta vez con cerveza, y me la sirve en una jarrita grande, también símil peltre o cosa así. Y ya mezclé la bebida, ya mezclé la bebida. Yo, que sé que me hace mal. Porque si yo largo con champú, puedo seguirla con champú toda la noche que vos ni lo notás. Pero si por ahí lo mezclo con algún whisky o algún gin-tonic, ahí viene la cagada, eso me ha pa­sado.
Y te cuento que estos ñatos no te servían san­gría y además cerveza de generosos nomás ¡Te lo sirven así porque no saben chupar, hermano! Ellos mezclan, mezclan cualquier cosa ¿O acaso no toman cerveza con tequila? ¡Toman cerveza con tequila! A mí me contaron que hacen así. Y creen que tomando vino son más refinados. Vos viste que en las pelícu­las los que aparecen tomando vino son los intelec­tuales y resulta que tienen unos vinos de mierda que no se pueden ni probar. Se la pasan hablando de los vinos californianos y me decía Pancho que te to­más un vaso y andás con cagadera como cuatro días con ese vino. La cosa es que te cuento que la cerveza y la sangría me cayeron para la mierda y no me re­lajaron un sorete. Para colmo de arranque los tipos largan con una sopa. De arranque ¿viste? ¡Una sopa, podés creer? Mirame a mi, muchacho grande, to­mando una sopa en la Corte del Rey Arturo. Se la ofrecí a la venezolana que, te aseguro, chupaba y morfaba lo que le ponían adelante. Han sido países muy hambreados ¿viste? Y aunque se notaba que la venezolana andaba bien de guita también era claro que la gente de esas nacionalidades sojuzgadas cuando les dan de comer, aprovechan, no tiran nada, porque no saben si el día de mañana van a tener pa­ra lastrar. Aunque la venezolana ya estaba en otra. Habían entrado los caballeros, digamos, había empezado el espectáculo y la gente se había vuelto completamente loca ¡Pero completamente loca, te ju­ro Horacio! A los que les habían dicho que gritaran para el Caballero Verde, gritaban para el Caballero Verde. A los que les habían dicho que gritaran para el Caballero Rojo, gritaban para el Caballero Rojo ¡Y todo así! ¡Cómo corderos, hermano! ¡Te llevaban co­mo ciego a mear estos imperialistas guachos! Y la venezolana estaba como desorbitada. Gritaba y aplaudía al Caballero Blanco y Negro que se había parado delante nuestro a saludar a su hinchada, porque cada uno se paraba delante de su hinchada para saludarla. Me acuerdo que yo le digo —yo esta­ba muy mal, te juro— le digo: "¡Pero vos sos una re­ventada hija de mil putas!". Decí que la mina no me escuchó con el griterío y todo eso, no me escuchó. Pe­ro entonces yo decidí gritar por el Amarillo. A la mierda. De contrera, nomás. Por el Amarillo. Parado en medio de la tribuna de los del Blanco y Negro, empecé a los gritos: "¡Vamos, Amarillo, todavía! ¡Va­mos Amarillo, carajo!". Los que estaban alrededor mío medio que me miraban raro. Incluso los de las otras hinchadas. Si hasta te digo que atrás nuestro había un grupo de pendejas brasileñas de no más de catorce, quince años, que hacían un quilombo de no­vela, que me empezaron a abuchear ¡Cómo a un traidor me abucheaban! ¡Si hasta el Amarillo se dio cuenta del despelote y miró para mi lado y yo lo sa­ludé con un puño en alto! ¡Tenía una pinta de grone del Saladillo el pobre santo que más ganas me dieron de hinchar para él! Debía ser algún chicano, al­guno de esos portorriqueños o algún mexicanito de esos que se cuelan en los Estados Unidos escondidos adentro de un mionca o cruzando un río. Vendría de alguna hacienda por ahí en Guadalajara y por eso sabría andar a caballo y el pobre cristo había ido a parar a esa payasada y tenía que seguir con el circo para ganarse un mango. Me imagino la vergüenza de escribir una carta a tu vieja diciendo "Conseguí laburo en los Estados Unidos" y mandarle una foto en donde estás vos disfrazado de dama antigua con esa lanza, el escudo, la espadita de juguete. Porque están empilchados perfectamente de época los des­graciados. Así como vos los ves en las películas esas de los castillos. Y los caballos también, te aseguro. Te juro que cuando las brasucas ésas, las pendejas brasileñas me empezaron a abuchear, me paré, me di vuelta y las mande a la concha de su madre. Me hervía la sangre, te juro, y para colmo la mezcla de bebidas ya me había puesto muy alterado. Se ve que ahora están de moda esos viajes de pendejas de quince años, que en lugar de festejar el cumpleaños con una fiesta las mandan a Disneylandia. Y salta­ban, gritaban, cantaban esas cosas de Xuxa, y esta­ban todas recalientes con el Caballero Blanco y Ne­gro que había venido a saludar a su parcialidad y que tenía una pinta de trolo el hijo de puta, vos no sabés la pinta de trolo que tenía ese muchacho. Pero claro, con esas pilchas, con el pelito largo, el caballo, todo eso, las pendejas estaban recalientes y chilla­ban como si lo vieran a Michael Jackson. Si a esas brasucas las mandan los viejos a los Estados Unidos a ver si algún negro se las recoge de una buena vez por todas y las desvirgan, para eso las mandan. Y yo me ponía más loco. Dejame de joder, un pueblo crea­tivo como el brasileño, con ese condimento africano, alentando a un vago nada más porque a la entrada les dijeron que tenían que alentarlo ¿Pero por qué no se van a la reputa madre que los reparió? Por al­go les va como les va, por algo son casi todos analfa­betos esos guampudos, que no saben ni leer.Decí que en eso trajeron pollo para comer y yo me puse a comer pollo. Pero la joda es que no te traían un pedazo de pollo, un cuarto de pollo, no era que el paje ese, el rubio de bombachudo, te pregun­taba "¿La pata o la pechuga" No. El rubio venía con una bandeja así de grande y le iba dejando un pollo a cada uno. Un pollito no muy grande, así sería, enterito, al horno y con una de esas salsas que ellos le ponen a todo, medio dulzona. Porque te aseguro que ellos se creen que comen muy bien y no saben comer un carajo. A todo le meten el ketchup y esas porque­rías. La savora, la salsa de tomate. Y con la mano, mi viejo, como los reyes. Yo le entré a dar al pollo por dos razones. Primero, que estaba buenísimo, hay que reconocerlo; y segundo, que me di cuenta de que tenía que comer algo porque había venido chupando groso y con el estomago vacío. Y eso es mortal. Me había levantado una curda en cinco minutos porque no había comido nada hasta ese momento. Y esa es otra maniobra de estos yankis hijos de puta. Te po­nen en pedo para quebrarte la voluntad. Uno, borra­cho, hace lo que el otro quiere. Y estos yankis lo aprendieron de los españoles, esos otros hijos de pu­ta. ¿O no lo aprendieron de los españoles? ¿O los es­pañoles no los cagaron a los indios con el alcohol? Los cagaron con el alcohol, mi querido. ¿O acaso la península de Florida no estuvo llena de españoles? Y te garanto que, conmigo, lo consiguieron. Porque yo me comí el pollo, que estaba buenísimo, y tam­bién un par de costillitas de cerdo que también te traían, y una papa al horno y no se me pasó la mamúa. Te aseguro que hay partes que no te cuento porque no me acuerdo un carajo. Es toda una nebu­losa que no me acuerdo y eso fue uno de los argumentos —después te voy a completar bien el asun­to— de donde se agarró la abogada, aunque eso es algo que te voy a ir ampliando al final. Lo que sí te juro es que quedé con grasa hasta las pelotas con ene fato de comer con la mano. Porque además, ya habían empezado las peleas eliminatorias entre los caballeros. Te explico: primero los tipos estos hacen una especie de ejercitación de destreza, digamos. Sa­can con la lanza una argolla parecida a la sortija, clavan unas lanzas más cortitas en unos blancos de paja. En fin... te diría que esa es la parte más ho­nesta de la cosa porque ahí no hay arreglo, ahí es simplemente una demostración de habilidad ecues­tre. Pero en las peleas es un completo circo, un arre­glo donde deben decir '"Bueno, hoy ganás vos y ma­ñana gana este otro". Así de simple, como en "Titanes en el Ring". Cosa de que no gane siempre el mismo y el tipo se sienta Gardel y ya pretenda el día de mañana irse a las Olimpíadas de las Justas Medie­vales. O se les descuelgue a los tipos con que quiere más guita porque él es el Rey de la Milonga. La cosa es que habían empezado a eliminarse entre ellos y la gente deliraba. Hacían duelos de uno contra uno, de aquellos de Ivanhoe. Con las lanzas largas, uno a cada lado de una especie de valla bajita, se venían y se pegaban en los escudos. El que caía quedaba eli­minado ¡Y el mío venía prendido, che! Y yo que ha­bía seguido con la sangría, estaba cada vez más da­do vuelta, te reconozco. Me limpiaba las manos con grasa en la espalda de la venezolana, por ejemplo. No por hijo de puta. De los nervios, nomás ¿Viste cuando vos ves que estás perdiendo el control, que hay algo que te sube y te sube desde el estómago por la garganta y no lo podés contener? Para colmo las brasileñas me gritaban de todo porque el Blanco y Negro también venía clasificándose para la final ¡Cómo estaría yo de acelerado, de desorbitado, fuera de mí mismo, que el Caballero Amarillo cuando ganó la penúltima pelea, primero saludó a su público y después se vino enfrente mío y me saludó con una inclinación de la lanza! Hasta el rey, el pelotudo ese que no paraba de hablar, me miró desde su palco co­mo cabrero ¡Y para qué te cuento que la final fue en­tre el Caballero Amarillo y el Blanco y Negro! Ahí me volví loco. Me paré en mi asiento, me di vuelta hacia las brasucas, saqué guita que tenía en el bolsi­llo y la estrellé contra el respaldo de nuestra fila. "¡Hay guita a mano del Amarillo!" grité "¡Hay guita a mano del Amarillo, la concha de su madre!". Y arrugaron, las brasileñas arrugaron —vos bien sa­bes que los brasucas arrugan de visitantes— pero empezaron a cantar no sé qué cosa. Me miraban y me señalaban, se reían las pendejas, muy ladillas, saltaban en sus asientos. Empezó el duelo final y yo, te lo digo con una mano en el corazón, estaba más nervioso que con Central. Para colmo, tenía la intui­ción de que al Caballero Amarillo no le tocaba ganar esa noche, pero que se había agrandado fundamen­talmente por el apoyo mío. Había encontrado un pe­lotudo que lo alentaba contra viento y marea, meti­do entre medio de la hinchada de los contrarios, pa­teándole el tablero a todos esos yankis mariconazos y había dicho "Yo a este tipo no puedo fallarle". El morocho se había envalentonado, cansado de que lo basurearan los otros por ser hispanoparlante y ha­bía dicho "Esta noche gano yo y se van todos a la pu­ta madre que los reparió" ¡Y se vienen che, y el Amarillo lo sienta al otro de culo de un lanzazo! ¡A la mierda con el rubiecito trolo, el Blanco y Negro! No sé, no me acuerdo muy bien qué fue lo que hice. Me paré en el asiento, creo que le grité algo al rey y me agarraba las bolas, le hice así con los dedos como que me los cogía a todos. Después me di vuelta hacia las brasileñas y también me agarraba los huevos y se los mostraba. Ni sé dónde carajo había ido a pa­rar la venezolana, por ejemplo. Creo que le pegué un empujón cuando el Blanco y Negro rodó por el piso y la tiré como cuatro escalones más abajo. Estaba loco, loco. Tan loco estaba puteándolas a las brasuquitas que no me di cuenta de que el Blanco y Negro se ha­bía parado, había sacado su espada y se le venía al humo al Amarillo ¡La pelea no había terminado! Me apiolé recién cuando vi que las brasuquitas ya no me puteaban sino que saltaban y alentaban de nue­vo mirando la pista de las peleas. Y el Blanco y Ne­gro lo cagó al Amarillo. Simularon pelearse a espa­das y con esas bolas de pinchos —porque fue una si­mulación asquerosa— y el negro puto ese del mexica­no se tiró al piso como quien se tira a la pileta, se dejó ganar el hijo de puta. La dignidad azteca en la que yo había confiado no le alcanzó para tanto. Ha­brá pensado, el piojoso, que era mejor asegurarse un plato de frijoles que ganar esa noche para darle el gusto a un argentino totalmente en pedo. Entonces el Caballero Blanco y Negro se vino hacia nosotros, hacia nuestro sector, caminando nomás, y saludó con la espada hacia su tribuna, especialmente hacia el grupito de brasileñas que chillaban histéricas. Ahí fue donde yo cacé el vaso, yo cacé el vaso de vi­drio, el alto, el de la sangría Horacio, yo cacé el vaso y, mirá —el Caballero Blanco y Negro estaría como de acá a allá— y le zumbé con el vaso. Acá se lo pu­se, exactamente acá, en medio de la trucha, en el en­trecejo. Cayó redondo el hijo de puta. No dijo ni "Ay". Le salía sangre hasta de las orejas. Acá se la puse. Lo que vino después, bueno, vos te lo imagi­nás. Vos sabés como son estos yankis con la cuestión de los juicios. Hay una industria del juicio allá. Vos venís a mi casa a comer una noche, te atragantás con una miga de pan y me metés un juicio, así no más, derecho viejo. No sabés el tiempo que estuve detenido. Después pude salir por eso que te decía de la abogada que adujo "Descontrol psíquico bajo esta­do de emoción violenta". Pero la cosa continúa, Ho­racio. A través de la embajada. Si tengo que poner­me son arriba de 27.000 dólares, hermano, no es mo­co de pavo ¿me entendés? Por eso te digo que me aguantes un poco, yo no tengo ninguna intención de cagarte, eso de más está decirlo. Vos sabés bien có­mo son los norteamericanos. Y ésta es otra de las formas que los tipos tienen para sacarle la guita a los tercermundistas. Especialmente a todos aquellos que se oponen al sistema. Por eso te digo, aguanta­me un cacho hasta que salga la sentencia. Aguánta­me un cacho, Horacio, que yo creo que todo se va a solucionar.

De "La mesa de los galanes y otros cuentos"

1 comentario:

El Conde de Dinamarca dijo...

Encontré el blog por el foro de la página del Negro. La verdad me parece muy piola la idea de subir cuentos, especialmente de un grande como él.

Seguiré entrando con frecuencia, un saludo y felicitaciones por el blog.