domingo, 30 de diciembre de 2007

Una interesante observación sobre las narigonas

Viste que todas las narigonas son tetonas? –preguntó el Pitufo cuando el Flaco Damián ya había encarado con el tema del tejido social.
—No me jodás –dudó Pedro.
—Fijate, fijate y vas a ver que tengo razón. Todas las narigonas son tetonas.
—Andá a cagar –se rió el Chelo, pegando con la palma de la mano sobre la mesa–. Che –alertó a los demás–, mirá con la pelotudez que sale éste. Que todas las narigonas son tetonas.
—Mi prima Antonia es narigona y es tetona –corroboró el Peruano que, sin embargo, era uno de los pocos que le había prestado atención al Flaco Damián.
Porque un poco antes el Flaco había sido presentado a la mesa por el Negro, y le habían dado una bola relativa, como era habitual, salvo Pedro, que le extendió la mano, y el Peruano que le dijo que se acercara una silla. El Flaco, ruliento, de lentes, algo narigón, de saco y corbata pero con jeans, se ubicó en un ángulo. Era viernes y en la mesa de “La Sede” estaban casi todos.
—¿Cuál es el tema? –preguntó el Negro tras la presentación, acomodándose y procurando integrarse.
—Chiquito pregunta si se puede mezclar el Viagra con el mate cocido.
Chiquito asintió con la cabeza.
—Me hace el efecto inverso –admitió.
—¿No es un poco temprano para Viagra? –trató el Flaco de meterse en la conversación.
—No, son las ocho –dijo Ricardo–, yo en un rato me tengo que poner en funcionamiento.
—No, digo si no es demasiado temprano, por la edad de todos.
—Vos tenés que conseguir cuerno de rinoceronte, Chiquito, para que se te pare –Pedro se restregó las manos.
—Dicen que es afrodisíaco, ¿no?
—Sí –apuntó el Chelo–. Te lo metés en el orto y te vuelve loco.
—No, pelotudo. Lo rallan y parece que el polvo es afrodisíaco; por eso los cazan tanto a los rinocerontes.
—Un polvo siempre es afrodisíaco.
—Lo rallan y lo usan para cubrir las milanesas como te las hace tu jermu –ejemplificó Ricardo mostrando la mano para arriba y para abajo–. Para que engordés, gordo.
—Le da resultado, te cuento –dijo Belmondo.
—Mierda, qué éxito tuvo ese plato.
—Lo vi el otro día en Discovery Channel, Chiquito –insistió Pedro–. Buscate a alguien que tenga un rinoceronte y...
—A éste ya no hay nada que le dé resultado. Está usando el Gimonte como bronceador.
—Otro que mira el Discovery Channel –rezongó Ricardo, señalando a Pedro–. ¿Por qué no mirás, mejor, la guerra entre las vedettes, boludo, que se dicen de todo en Mar del Plata? Se cagan a cachetazos, se tiran de los pelos...
—Eso es lo que mirás vos, pelotudo, que tenés una teta en el cerebro.
—Mirando siempre esas pelotudeces de los animalitos, los rinocerontes y todas esas chiquilinadas... No sé por qué no les dejan de romper las bolas a esos bichos, que los filman mientras están comiendo, están cagando, están cogiendo... Esas cosas mirás vos...
—Chupame la pija, nabo –dijo Pedro. El Negro lo chistó, riéndose. Con la cabeza le señaló la mesa de al lado, llena de señoras grandes.
—Más despacio, Pedro –se unió el Chelo.
—A ver si alguna me oye y se viene para la mesa –Pedro también se reía.
—Y te hace un pete.
—¿Cuánto le puedo cobrar una tirada de goma?
—Che... –pidió atención el Negro. Lo miraron. Hubo que esperar que Belmondo, en la otra punta, terminara de cuchichear con el Turco–. Che... –repitió el Negro, conseguido el silencio–... acá el Flaco quería comentarles algo. Por eso vino a la mesa.
—¿Sabés cuáles minas están siempre buenas? –Belmondo señaló al Pitufo–. Perdoname un momento, Flaco... Las que van cruzadas de brazos, así...
—Buenísimas –brincó el Pitufo–. Interesante observación.
Como si tuvieran frío, como si caminaran con frío.
—Pero no van así por el frío –aclaró Belmondo–. Van así para sostenerse las tetas. Las que caminan así son tetonas. Fijate y vas a ver...
—Che... che... –repitió el Negro–. ¿Podrá hablar este muchacho?
—Perdoná, Flaco –se echó hacia atrás Belmondo, dando por terminada su intervención–. Perdoná, quería hacer ese aporte nada más.
—La inseguridad. La inseguridad ha hecho también otra contribución notable –intervino el Colorado, que recién llegaba de una mesa vecina–. Las minas que se cruzan la correa de la cartera desde el hombro derecho, por ejemplo, a la cadera izquierda, para que no se la afanen, y la correa les pasa por acá, por entre las gomas, y eso les remarca bien el volumen. Las hace más...
—¿Podrá ser? ¿Podrá ser? –rogó el Negro–. Dale, Flaco. Largá.
—Bueno... –carraspeó el Flaco–... la cosa es así.
El Chelo tomó por el borde una de las mesas –eran dos juntas– interrumpiendo.
—Ricardo –pidió–, ¿la podés terminar con la Singer?
—Sí, terminala –dijo el Peru–. Se mueve todo.
—Este boludo se la pasa moviendo la pierna debajo de la mesa. Y como seguro está apoyado en una de las patas, tiembla todo –le explicó el Pitu al Flaco.
—Parece que estuviera cosiendo a máquina.
—Es el Parkinson, Pitu –dijo Belmondo.
—Tiemblan todos los pocillos, pelotudo –reprochó el Chelo–, parece una de esas películas donde se acerca Godzilla.
—¿Y cuando vos te acercás –contraatacó Ricardo– que ya desde enfrente, antes de cruzar, se sacuden los vidrios?
—Chupame un huevo.
—Este gordo me dice a mí...
—Seguí, Flaco. Y perdoná, pero... –intercedió el Turco.
El Flaco Damián sonrió, restándole importancia a la cosa.
—Yo estoy en un grupo de Estudios Sociales –arrancó– relacionado con Humanidades. Es un grupo independiente, de reflexión más que nada. Lo conduce Marcela Adorno. Y estamos estudiando todo este asunto de la ruptura del tejido social que se ha dado por la crisis económica, el quiebre de la comunicación a nivel medio...
—No de comunicación mediática...
—No. No. Lo nuestro es más modesto, o más inmediato. Nos interesa estudiar el fenómeno de la comunicación humana, urbana, a través de lo que ocurre en las oficinas, en los talleres, en las fábricas. Digamos que estamos estudiando la recomposición del diálogo, incluso entre grupos e individuos aparentemente de diferentes niveles...
—Como acá –señaló Ricardo.
—Eso. Como acá –aseveró, contento, el Flaco.
—Que yo no sé cómo les doy bola a estos fracasados.
—Como acá, como acá –procuró no perder la manija el Flaco–. Por eso vengo, porque, según me contaba el Negro, esta mesa es...
—O al peruca este –siguió Ricardo–. Indocumentado, que vino de Lima a matarse el hambre y ahora critica a San Martín...
—Te sale con que al dulce de leche lo inventaron los incas.
—Esta mesa –reafirmó el Flaco– es un buen ejemplo de individuos que provienen de diversos estratos, de diversas ocupaciones.
—Postiglione, por ejemplo –se irguió el Pitufo–, es pecho frío y, sin embargo...
—Lo respetamos como se respeta a las minorías silenciosas.
—Yo he nacido de una familia patricia de Salta, descendientes de Güemes –dijo Chiquito–. Y no me explico cómo me junto con estos canallones verduleros, peronistas, cabecitas negras. El aluvión zoológico.
—A eso iba, a eso iba... –el Flaco advirtió que perdía consenso–. Entonces, creo que sería muy piola un acercamiento, una intervención de ustedes en los talleres, por ejemplo, de Marcela Adorno...
—¿Está buena? –preguntó Belmondo.
—¿Cuál es Marcela Adorno? ¿La profesora?
—Profesora de Letras –dijo el Flaco.
—¿La narigona, esposa de David Verasio?
—Sí.
Fue entonces que el Pitufo salió con lo de que todas las narigonas son tetonas.
—Es una teoría científica –se exaltó el Pitufo–. Se ve que hay alguna ley física que lo marca así. Del mismo modo que en las costas marinas, a grandes elevaciones, grandes profundidades. Donde hay montañas sobre la playa la profundidad del mar es más grande.
—Porque cae así... –el Turco trazó una línea descendente con el filo de la mano– como acá, en la barranca de Granadero Baigorria.
—¡Mirá con lo que sale éste! –se paró el Pitufo–. Con la barranca de Granadero Baigorria.
—¿No está el remanso Valerio ahí, pelotudo?
—Yo le hablo de Río, de la Costa Azul, de los fiordos noruegos, de Cadaqués...
—Sabés cuántos se cagaron muriendo ahí...
—... y éste me sale con eso, con Granadero Baigorria. Es de cuarta.
—Puede ser que haya un orden anatómico –dudó Pedro–, ergonómico, que indica que la mujer con nariz grande es tetona.
—¡Y éste le cree! –se sacudió el Chelo–. ¡Qué boludo, se prende en cualquier barrabasada!
¿En el hombre no se da?
—No. En ese caso son pijudos.
—Bueno... Se ve que no es tu caso. En tu barrio te decían el Ñato, ¿no?
—Yo me operé, nabo.
—¿Te hiciste la cirugía de nariz?
—No, me corté ocho centímetros de poronga. Los doné a los Estados Unidos para que estudiaran cómo es el macho argentino.
—Lo tienen en formol en la Nasa.
—Pero... –reflexionó el Turco– hay una cuestión de equilibrio, boludo. Una mujer de nariz grande y tetas grandes se cae de jeta.
—Se cae para adelante.
—Debe ser –se metió Belmondo– que la naturaleza, en su sabiduría, le da a la narigona mucha teta para que los machos no le miren el naso y ella no se avergüence.
—Ojo que aquí, el quía... –Ricardo se echó hacia atrás en su silla, para que no lo viera el Flaco, y deslizó los dedos sobre la nariz, hacia la punta, como estirándola– también tiene lo suyo, vayan respirando por turno porque...
—Yo conozco una mina que es narigona y no tiene nada de tetas.
—Se habrá operado.
—¿Qué? ¿Se agregó nariz?
—No. Se sacó tetas, pelotudo.
—¿Se hacen eso las minas?
—Yo conozco una que se sacó como dos kilos.
—Algunas, para no andar sacándose un poco de cada lado, se sacan una sola, entera.
—Como las amazonas.
—O se las cambian de lugar, la derecha pasa a la izquierda y la izquierda a la derecha.
—Como la rotación de las ruedas de los autos.
—Uy, boludo –se tocó la frente el Turco–, me hiciste acordar de que tengo que hacer eso...
—Algunas porque tienen un bebé y les chupa siempre del mismo wing...
—Acá, el Chelo tomó la teta hasta el año pasado.
—A las de adelante ya se les borró el dibujo. Las de atrás todavía aguantan.
—Flaco –de repente Ricardo volvió a Damián, que había optado por mirar fijamente su carpeta, mordiendo la birome–. ¿Y hay algún mango en ese asunto, en el del grupo de reflexión, por participar?
El Flaco se rió.
—¿Si hay que pagar, preguntás vos? –siguió la broma. Se lo notaba un tanto resignado.
—Un cachet digo, una moneda, alguna colaboración... Algo acá, para los muchachos...
—De veras que éste es un caso interesante –arremetió Damián, jugando su última carta–, porque según me cuenta el Negro, se trata de una mesa aluvional, donde ustedes se han ido juntando un poco al azar, de pedo, porque uno es amigo de un amigo, otro...
—Otro era el novio del Pitufo.
—¿Podés creer? –resopló el Peruano–. El novio de mi hija le regaló un perro.
—No digás.
—Cachorro. Pero después se ponen enormes esos bichos. Un labrador, para colmo.
—¿Y para qué querés un labrador? No tenés campo. Ni jardín tenés. Te hubiera traído un electricista.
—Y después el novio de tu hija se pira y te queda el perro rompiendo las bolas.
—Eso pasa siempre. A la mía una vez le regalaron un hamster. El noviecito duró una semana y el hamster tres años, bicho hijo de puta...
—A mí se me escapó el perro, ¿podés creer? –el Turco miraba al infinito.
—Y bueno... Si no le das de comer...
—Estás en pedo. ¿Sabés cómo comía? Mi pibe más chico está desconsolado...
—Che, Flaco, perdoná –elevó la voz Pedro–, terminá con este asunto, redondiemos la idea porque, como nuestro nivel de atención es reducido... ¿Cómo sería el asunto? ¿Hay que ir a algún lado? ¿Hay que...?
El Flaco Damián tomó aire, se pegó con la base de la birome en los dientes y se aprestó a intentar de nuevo.
—Y hasta el perrito compañero... –canturreó Ricardo, riéndose.
—... que por tu ausencia no comía... –se unió el Chelo, también a las carcajadas.
—... al verme solo el otro día, también se fue –terminaron los dos al unísono.
—Ojo, ojo, ojo –casi se puso de pie el Pitufo–, que ese tango replantea muy seriamente la verosimilitud de lo que se dice de que los perros son tan fieles, el mejor amigo del hombre y todo eso.
—Perro hijo de mil putas, apenas lo vio solo a ese muchacho se fue a la mierda...
—Ah sí, viejo –se enojó el Chelo– si vos no le das de comer o lo cuidás, cómo querés que se quede con vos.
—¡Porque es tu amigo, querido –saltó Ricardo–, y te debe lealtad!
—Lealtad, las pelotas –dijo Belmondo–. Seguro que ahí la que le daba de comer era la mina. Cuando se piró la mina el tipo ya se tiró al abandono y no le daba ni cinco de bola al perro ese.
—Porque ese tango es engañoso –agitó el dedo índice el Pitu–. Narra ese acontecimiento como al pasar, sin darle importancia, pero no es un dato menor que un perro argentino se raje de la casa porque el tipo se quedó solo.
—Era un dogo argentino que no reconoce al dueño.
—¡El perro –Ricardo golpeó con el puño contra la mesa– se tiene que quedar ahí con el dueño aunque el dueño sea un pelotudo al que lo cagó la mina, porque para eso es un perro de tango! ¡Si quiere comer bombones o canapés que labure en un bolero!
—Vos porque sos un negro esclavista que todavía creés en la servidumbre... ¡Hizo bien el perro en pirarse! ¡Mirá si lo va a tener que aguantar al amargo del dueño llorando por los rincones porque lo cagó la mina, que para amargo ya lo tenemos al pecho frío de Chiquito que no me deja mentir!
—Se tiene que quedar con el dueño –terció el Peruano– que le dio de comer durante años cuando estaba en la buena. Resulta que ahora que el tipo está en la mala el perro se raja.
Ricardo le dio la mano.
—Y te lo dice –señaló al Peruano– un hermano latinoamericano sojuzgado, que les ha besado las bolas a los españoles durante años y sabe lo que es obedecer y...
—Bien que a los faraones los enterraban con sus perros.
—Sí, pero hubo faraones que cuando se les murió el perro no se quisieron enterrar con él ni en pedo.
—Es el eterno tema del poder.
—Como Tutankamón, por ejemplo. Tutankamón, cuando le dijeron que se tenía que enterrar con su perro, los mandó a todos a la concha de su madre.
—Un chihuahua, para colmo.
—Claro, había chihuahuas en Egipto.
—Lógico, boludo. Aparecen en los dibujos que ellos hacían en las pirámides. De perfil aparecen. Lo que pasa es que aparecen chiquitos. Son chiquitos y aparecen más chiquitos todavía.
—Pensá que esos dibujos son reducidos.
—Son fotocopias. A esos dibujos arqueológicos, tan valiosos, no los van a poner en las paredes para que los turistas los escriban todos.
—“Pepe y María”.
—“Chelo y Norberto”. Eran egipcios pero no boludos. ¿Por qué pensás que Tutankamón duró hasta ahora embalsamado? Ni fecha de vencimiento tiene el cajón.
Ya afuera, en la esquina, el Negro la hizo corta, algo incómodo tal vez.
—Chau, Flaco... –saludó a su amigo, al que había acercado infructuosamente a la mesa–, después te hablo –y se fue para calle Urquiza.
El Flaco amagó irse hacia Corrientes pero volvió, dubitativo.
—¿Adónde vas, Flaco? –le preguntó Pedro, que salía, las llaves del auto en la mano.
Ya en el auto, el Flaco se quedó en silencio, tironeando algunos pelos de su barba rala, mientras Pedro maniobraba con el volante para salir por San Lorenzo hacia Mitre.
—Es un grupo... algo... –dijo el Flaco.
—Disperso –se rió Pedro–. Muy disperso. Difícil que se pueda mantener un tema de conversación por mucho tiempo.
—Sí... pero... A veces uno supone que... no sé... podrían tocar temas un poco más...
—Profundos –rió Pedro.
—Profundos. O al menos, serios. Será por esa imagen popular de los tipos que intentan arreglar el mundo en una mesa de café, la filosofía de café.
—¿Vos conocés algún tipo que haya arreglado el mundo desde una mesa de café?
—No.
—Porque lo de Hitler fue desde una cervecería...
—No sé –insistió el Flaco–, al menos intentar responder a los interrogantes del ser humano.
—La vida, la muerte –enumeró Pedro–, la razón del Ser, la eternidad...
—Sin llegar a eso. Pero...
—¿Sabés qué pasa, Flaco? –Pedro se puso serio–. Nosotros ya pasamos por eso...
—¿Cómo... ya pasaron? –lo miró el Flaco.
—Claro. Ya pasamos por eso. Son temas que tenemos superados. Aunque te parezca una boludez, cuando uno alcanza un nivel de charla como el que vos oíste hoy, por ejemplo, es porque ya se ha superado un montón de incógnitas, de problemas, de contradicciones, de dudas. Y puede acceder entonces a lo trivial, a lo doméstico, a lo inmediato. Ya con tranquilidad, sin culpas. Es cuando uno ya está de vuelta, o sin expresarlo tan taxativamente, cuando se ha alcanzado cierta armonía.
El Flaco miraba ahora hacia adelante, aferrado a su carpeta.
—Tenés que andar muy bien, pero muy bien del bocho –siguió Pedro–, para poder acceder, para poder darte el lujo de hablar de todas estas cosas.
—En la esquina. Dejame ahí nomás –señaló el Flaco.
—Y algo más –Pedro no quiso dejar las cosas así–. Algo fundamental que nos convenció de alejarnos de los temas medulares... –paró el auto–. Vos habrás leído los aportes de Platón, Aristóteles, Sócrates, Demóstenes, los grandes pensadores...
—Sí.
—Mirá el mundo de mierda que nos dejaron. Mirá el mundo de mierda que nos dejaron. Mirá de qué carajo sirvió todo eso que se les ocurrió.
El Flaco se quedó mirando hacia afuera a través del parabrisas, tomado de la manija interna de la puerta.
—Chau –dijo. Se bajó en Maipú y San Lorenzo y encaró hacia Santa Fe, tras alguna vacilación.
El auto de Pedro se alejó con un
bocinazo. El Flaco saludó, como al descuido.


De "El Rey de la Milonga y otros cuentos"

jueves, 27 de diciembre de 2007

Te digo más

¿Te conté la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel? Es mundial la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel. Casi se convierte en otra víctima del imperialismo salvaje el pobre Gordo. Del colonialismo por decirlo de otra manera.
Porque, decime vos, qué carajo tiene que ver con nosotros y con nuestras costumbres el Papá Noel. ¿Quién le dio chapa al Papá Noel? Un tipo vestido para la nieve, abrigado como para ir a la Antártida, en un trineo tirado por renos. ¡Renos, mi querido! ¿Cuándo mierda hemos visto un reno nosotros? ¿Alguna vez vos fuiste al campo y viste un reno? ¿Alguna vez te fuiste a Buenos Aires en auto y viste al costado del camino un reno morfando pasto debajo de un árbol?
Ni siquiera en el sur, donde hace frío y a veces nieva encontrás un reno ni que te cagues. Un reno o un ciervo, un alce o como carajo se llamen esos bichos que tiran el trineo de Papá Noel. De pedo si los ves alguna vez en alguno de esos documentales que pasan en la televisión.
Te digo más, cuando yo era chico, Papá Noel ni figuraba, no existía Papá Noel. Era el Niño Dios el de los regalos. Siempre de chicos en casa hacíamos el pesebre con el Niñito Dios, los Reyes Magos y esa especie de algodón que tenía como partículas de vidrio para representar la nieve y que te dejaba las yemas de los dedos hechas mierda porque te pinchaba la mierda esa.
Claro, vos me dirás, también... ¿Qué sorete tienen que ver con nosotros los Reyes Magos y los camellos y toda esa historia? Está bien, de acuerdo, lo reconozco...
Pero ese viene de mucho antes, viene de siempre. Si es por eso nosotros, es verdad, no inventamos nada, todo lo trajeron los españoles.
Si fuéramos coherentes tendríamos que celebrar alguna fiesta indígena, reverenciar al Dios de la Lluvia, bailar en pelotas bajo la luna y esas cosas, pero...
Pero el apellido tuyo es turco y el mío italiano o sea que mucho que ver con los mapuches tampoco tenemos y entonces admitamos que hay muchas cosas, casi todas, que nos han impuesto.
Pero te digo que esto de Papá Noel es algo reciente, viejo, que trajeron una vez más los yankis para vendernos sus cosas.
Como Halloween ¿vos podés creer? ¿Vos podés creer que estén tratando de imponer Halloween y nosotros compremos ese paquete como unos pelotudos? ¡Somos unos forros, querido! Porque, llegado el caso, que ellos traten de vendernos sus costumbres, está bien, es el negocio de ellos, defienden su guita después de todo.
Te digo más, si algún mercachifle de acá, que tiene un salón de ventas como tiene la santa de mi hermana, el día de mañana empieza a vender esa calabaza para que los pendejos celebren Halloween y así hacerse un mango y poder parar la olla a fin de mes, bueno, está bien, lo comprendo, qué le vamos a hacer, hay que morfar.
Pero si el día de mañana aparece el más chico de mis pendejos con un zapallo en el balero para festejar Halloween, te juro que le pego tal voleo en el orto que lo mando a la vereda de enfrente del voleo que le pego. Eso tenelo por seguro.
Pero, te cuento, no quiero caer en la misma de siempre, en lo que siempre decimos todos y ya parecemos boludos de tanto repetirlo, eso de que todas las comidas de Navidad y Año Nuevo son comidas para los climas árticos, llenas de frutas secas, pavos rellenos, comidas mas pesadas que la mierda, lógicas para esos países donde se cagan de frío.
Siempre repetimos lo mismo y es al pedo, eso ya está dado así y está impuesto. Tampoco pretendo que para Navidad aparezca un tío o un abuelo disfrazado de Patoruzú a repartir los regalos porque quedaría ridículo.
Pero el pobre Gordo Luis casi la palma con esa historia...
¿No te conté la del Gordo Luis? Porque se la cuento a todos. Fue hace como quince años. El Gordo estaba en la lona total.
Pero en la lona lona, no tenía un mango partido por la mitad, lo habían despedido de la proveeduría donde laburaba y lo ponías boca abajo y no le caía una moneda.
Para colmo, se venían las fiestas y algo había que comprar para poner arriba de la mesa el 24 a la noche. El Gordo tiene dos pibes que eran muy chiquitos en ese entonces y a esa edad a los pendejos no les vas a andar explicando el fato del Fondo Monetario Internacional, la tecnología que reemplaza a los trabajadores y todas esas pelotudeces.
La cuestión es que empezó a buscar laburo, alguna changa, cualquier cosa, trabajar de lo que fuera. Primero empezó por su barrio, con los amigos y conocidos, ahí por Mendoza al fondo. Ya después entró a andar por cualquier lado para conseguir algo.
Y resulta que en barrio Echesortu, una vieja que tenía una casa bastante grande de electrodomésticos le ofrece disfrazarse de Papá Noel y repartir caramelos a los chicos en la puerta para promocionar el negocio. Lo de siempre. Le tiraba unos mangos, por supuesto, que al Gordo le venían bastante bien. Y ahí fue el Luis, che.
Ahora, imaginate la escena, porque estamos hablando de Rosario, Capital de los Cereales, ubicada a orillas del anchuroso Río Paraná.
El Gordo Luis, tenés que pensar en un tipo arriba de los cien kilos, fácil fácil debe andar por los 120 porque es alto, grandote, Luis.
Y te digo que resultaba perfecto para Papá Noel porque el Luis es más bueno que Lassie, nunca lo he visto enojado al Gordo, es un pan de Dios.
Pero tenés que tener en cuenta una cosa, ineludible.
Rosario... pleno pleno verano verano... mediodía, un sol de la puta madre que lo re parió, algo así como 83 grados a la sombra, y ese gordo metido adentro de un traje de Papá Noel con una tela tipo felpa así de gruesa, así de gruesa no te miento, gorro, barba de algodón, bigotes, botas y guantes.
¡Guantes! Porque la vieja era una vieja hinchapelotas, conservadora, que quería que el Gordo se pareciera exactamente a Papá Noel y que se vistiera todo como correspondía, el pobre Gordo.
¿Viste que hay veces en que tipos hacen de Papá Noel pero sin guantes y hasta sin barba, o pendejas jovencitas vestidas de colorado pero con polleritas cortonas, tipo minifaldas, y las gambas al aire así están más frescas?
Pero claro, el Gordo Luis era perfecto para hacer de Papá Noel y por eso se le ocurrió eso a esa vieja hija de puta. Porque lo vio al Gordo gordo y con esos cachetitos medios coloradones que tiene el tipo, el personaje, Santa Claus.
Hasta voz media ronca tiene Luis... ¿Viste que Papá Noel se ríe con esa risa ronca? Jo, jo, jo... Hasta eso tiene Luis, la voz ronca. Jo, jo, jo...
Pero vuelvo al tema.
Doce del mediodía, pleno diciembre, un sol que rajaba la tierra, un calor infernal, los pajaritos que se caían muertos al piso por la canícula, se venían en baranda y se desnucaban contra la vereda... Y el Gordo ahí, che, con el traje de lana gruesa, barba y bigote, sacudiendo una campana de papel maché o algo así y dándoles caramelos a los chicos que se juntaban para verlo.
A los quince minutos, a los quince minutos, te juro, el traje del Gordo ya no era colorado... ¿viste que esos trajes son colorados medio clarito? Bueno, era violeta, violeta era por la transpiración a chorros que largaba el Gordo.
Pero no un pedazo, alguna zona del traje, no. Ni tampoco era solamente debajo de los brazos o arriba de la zapán que es donde uno transpira más, no.
Era todo, completo, íntegro. Al Gordo le corrían ríos de sudor sobre la piel, ríos, torrentes que le empapaban acá, acá, acá, las ingles, las pelotas, las pantorrillas, ríos que le inundaban las botas, por ejemplo.
Me contaba después –porque todo esto me lo contó el mismo- que sentía las botas llenas de agua, como si las hubiera metido en un balde lleno de agua caliente, le chapoteaban. Todo alrededor, no te miento, todo alrededor, en el piso, en un diámetro de ocho metros más o menos en torno al Gordo, parecía que habían baldeado. Toda la vereda mojada, querido, de lo que chivaba el Gordo, se le saltaban los goterones de la cabeza, parecía las Aguas Danzantes el Gordo, imaginate.
Te digo que ya era un espectáculo grotesco, lamentable, pero Luis le seguía metiendo voluntad, le ponía ganas, caminaba de un lado para otro, se reía, llamaba a los chicos, hablaba en voz alta, hasta creo que disfrutaba , incluso, de ser un centro de atención para la zona.
En eso, una vecina, una vieja de ésas que nunca faltan, que están al reverendo pedo como bocina de avión, que vivía a unas dos puertas del negocio de electrodomésticos, sale a la puerta y lo ve al Gordo.
O escuchó el griterío de los chicos y salió a ver qué pasaba.
Lo ve al Gordo y se apiada de él... ¿Viste? Esas viejas comedidas, bienintencionadas, chuecas, que caminan medio encorvadas, que les cuesta moverse pero que rompen las pelotas permanentemente, un cuete la vieja, una ladilla.
Se manda para adentro de nuevo la vieja, flaquita ¿viste? Bajita, canosa con un rodete y aparece al rato con una jarra así de grande, pero así de grande, con un líquido amarillento que parecía limonada, lleno de hielo. Transpiraba de fría la jarra. Y se la ofrece al gordo, che.
El gordo medio le dice que no, que no se hubiera molestado, que no puede desatender su trabajo pero, en definitiva, la acepta, lógicamente.
Además, los hijos de mil putas del negocio de electrodomésticos no le habían alcanzado ni un vaso de agua al Gordo. ¡Ni un vaso de agua siquiera! Después hablan de los norteamericanos.
Nosotros somos tan hijos de puta como ellos para explotar a la gente. Si acá hubiera negros los tendríamos laburando en el Chaco con el algodón. ¡Al pobre Luis que se estaba deshidratando como un chancho y que le picaba todo y que andaba como un mono con tricota el desgraciado, no le habían dado ni agua! Lo que pasa también es que a esa hora había quedado un solo encargado en el negocio.
La vieja que contrató a Luis no había venido. El dueño del boliche, esposo de la vieja que contrató a Luis, tenía como cinco negocios por otras partes de la ciudad y andaba de recorrida; y el otro empleado que laburaba ahí se había quedado en el fondo del local, rascándose las bolas debajo del único ventilador de techo que tenían esos miserables.
La cuestión es que la vecina saca un banquito chiquito a la calle, lo deja al lado de la puerta de su casa, medio sobre el umbral para que no le diera el sol directo, le dice a Luis “Aquí se lo dejo”, y ahí se lo deja.
Cuando el Gordo pudo zafar un poco del pendejerío, te imaginás que con ese calor llegó un momento en que había mucha menos gente en la calle, se prendió a la limonada y se bajó media jarra de un saque, jadeando como un perro al que lo han corrido a palos...
Pero resulta que no era limonada, boludo, no era limonada.
Era vino blanco. Vino blanco era. La vieja le había zampado en la jarra un par de botellas de vino blanco, le había metido hielo a rolete y se lo había dejado ahí, con la mejor de las intenciones. De esas viejas que van a la iglesia, te cuento, que son las que hacen las peores cagadas, las que te incendian la casa con las velas a la Virgen.
El Gordo, con la desesperación, con el calor que tenía en el cuerpo, recién se dio cuenta cuando ya se había mandado más de catorce litros sin respirar, de un saque.
Y, aparte, seamos sinceros, cuando ya se dio cuenta, no pudo parar, no pudo parar, no pudo parar. Te estoy hablando de un muchacho de 120 kilos después de estar moviéndose casi tres horas a pleno sol con 4000 grados de temperatura. No pudo parar. Se mandó todo el vino blanco de una, fondo blanco. Fondo blanco.
Bueno... te imaginarás... te imaginarás el pedo tísico que se levantó ese muchacho. Una curda inmediata y espantosa, demencial, una curda como para trescientas personas.
Casi no había desayunado, estaba sin almorzar, no había morfado ni tan siquiera un pancho con una coca y se manda casi dos litros de vino blanco bien helado.
Para colmo el Gordo no era un tipo que tomara mucho alcohol, al menos que yo recuerde. Un poco de vino, con la cena, nada más. Alguna copita de sidra. O a veces, en los bailes, alguno de esos tragos maricones como el gin-tonic pero con mucha más agua tónica que otra cosa.
¡El pedo que se agarró ese muchacho, Dios querido, el pedo que se agarró!
No te digo que empezó a cantar boludeces, ni a caminar torcido, ni a vomitar contra las paredes ni nada de eso.
Pero entró a regalar todo lo que tenía a su alcance, se le dio por la beneficencia, le dio un ataque de comunismo acelerado. Primero terminó en cinco minutos con la existencia de caramelos y chocolatines que tenía para toda la tarde...
¡Y después empezó a regalar los electrodomésticos!
Empezó a regalándole una tostadora eléctrica a un pendejo. Después le regaló un ventilador a la madre de otro de los pibes, después siguió con multiprocesadoras, veladores, hornos a microondas, etcétera...
Llamaba a la gente a los gritos, entraba al negocio y les daba algo, repartía, entregaba todo.
Y el empleado que se rascaba las bolas adentro del negocio ni se dio cuenta, debía estar en el fondo, en una oficinita que estaba detrás, arreglando papeles, o apoliyando una siesta mientras esperaba que se hiciera la hora en que el patrón llegaba.
Lo cierto es que, te imaginás, a los quince minutos, en la puerta del negocio había un mundo de gente, que venía de todas partes –es una zona muy transitada-, alertada por los otros que ya habían ligado algo de arribeño, por la mamúa del Gordo.
La gente pensaba que era una promoción del negocio o, en todo caso, se hacía la turra, cazaba los artefactos, se los llevaba y a otra cosa mariposa, si te he visto no me acuerdo, andá a cantarle a Gardel.
Tremendo quilombo frente a la puerta del negocio, una multitud amontonada allí, ya no sólo chicos te cuento. Chicos, grandes, medianos, jovatos, familias enteras tratando de aprovechar la generosidad de Luis.
En eso aparece el dueño del boliche, un pelado con cara de amargo que llegó en su auto, un coche nuevo.
Y cuando el tipo se dio cuenta de lo que estaba pasando se puso loco, lógicamente se puso loco. Entró a gritar, a arrebatarle las cosas a la gente, a recuperar licuadoras, televisores portátiles, radios que la gente se llevaba.
A los gritos ese hombre, desesperado, tironeando con los beneficiarios.
Ante el despelote se despertó el empleado de adentro y salió cagando aceite a ayudarlo al pelado. Había tironeos, forcejeos, agarrones, hasta voló algún puñete. Y en eso llegó la cana, un patrullero que andaba de ronda.
En el despelote, cuando medio se enteró de cómo había venido la mano por lo que le contaban los que se piraban con las licuadoras y todo eso, que gritaban que Papá Noel se las regalaba, el pelado les indicó a los policías que lo metieran en cana al Gordo, responsable de todo ese quilombo.
Y bien dice Martín Fierro, que no hay nada como el peligro para refrescar a un mamado. Ahí el Gordo se despejó, se dio cuenta, volvió a la realidad, se esclareció el Gordo.
Además, ya había vuelto a transpirar como un litro del vino blanco me imagino, se había aliviado un poco de la tranca y comprendió la cagada que se había mandado.
Pero te conté que es un tipo manso, un tipo tranquilo, no se iba a poner a resistirse o a echarle la culpa a nadie.
Supo que tenía la culpa y, entonces, todavía medio tambaleante, bajo la sabiola, se fue para adentro del negocio para cambiarse la ropa en el baño y meterse, derecho viejo, solito, sin que nadie le dijera nada, adentro del patrullero.
Afuera seguía el desbole entre el pelado, su empleado, la gente y los canas que ahora también se habían unido a la tarea de recuperar todo lo que había regalado el Gordo.
El Gordo fue al baño, se mojó la cara, cosa que terminó de despejarlo, se sacó esas pilchas de mierda de Papá Noel, se puso la ropa que había llevado él en un bolsito y salió de nuevo para la calle.
Cuando salía para la calle –el negocio es bastante largo- lo ve venir al dueño con uno de los canas, desencajado el pelado, a las puteadas, buscándolo.
Claro, lo ve al Gordo sin el traje colorado, de camisita celeste y pantalones vaqueros, un bolso en la mano, pelo negro achatado por el agua de la canilla, y no lo reconoce.
No lo reconoce porque tampoco era él quien lo había contratado sino la conchuda de su esposa. “¿Adónde está? ¿Adónde está?”, me contaba el Gordo que preguntaba el pelado, que venía a los pedos con el policía. Y el Gordo pensó que se refería al traje de Papá Noel que él se había sacado.
Yo no sé si el Gordo lo entendió así, seguía en curda o se hizo bien el boludo, la cosa es que señaló hacía el baño y el pelado y el policía se mandaron para allí. Cuando el Gordo salió a la calle todavía había un amontonamiento de gente y el otro empleado discutía con medio mundo reclamando facturas o recibos de compra.
Nadie lo reconoció entonces al Gordo, sin el disfraz. Incluso, de última, el otro policía del patrullero, que se había quedado afuera, lo encara al Gordo cuando el Gordo ya se piraba y el Gordo piensa “Cagamos”.
Y el cana le pregunta: “¿Ese bolso es tuyo?”. El Gordo me contó que él le iba a decir la verdad, que sí, que era suyo.
Pero tuvo miedo de que el cana le hiciera más preguntas, o que se lo hiciera abrir y le dijo: “No, lo vengo a devolver”. Y se lo entregó, un bolso de mierda que después de todo a él no le servía para un carajo. El gordo se piró haciéndose el pelotudo, temeroso, todavía de que alguien lo reconociese y lo mandara en cana cuando ya estaba a una cuadra.
Casi termina preso el Gordo, mirá vos. Zafó porque la vieja que lo contrató tampoco sabía ni cómo se llamaba, ni adónde vivía. Era un contrato basura pero realmente basura el del pobre Gordo. Pero casi termina engayolado. Por tener que disfrazarse de Papá Noel con esos vestidos de invierno, podés creer. Que los argentinos nos tengamos que vestir con ropa de abrigo en pleno verano porque a los yankis se les ocurrió que Santa Claus vende más que el Niñito Dios.
Eso le decía yo al Gordo, después, en el club. “El año que viene ofrecete para algún pesebre viviente, Gordo. Por lo menos de Niñito Dios te ponen en bolas en una cunita y te cagás de risa porque estás fresco. Les pedís que te pongan un espiral al lado de la catrera y dormís como un sapo al lado de la oveja”.
Eso le decía yo, para joderlo.
“De lo único que puedo hacer yo en un pesebre viviente es de vaca, Zurdo –me decía el Gordo-. De vaca”.
Pero por lo menos es un animal conocido, ¿no es cierto? Un bicho familiar al paisaje, el rumiante emblemático de la pampa húmeda, base de la riqueza de nuestro país. Algo nuestro... ¡Qué me vienen con que a los chicos les gusta Papá Noel, el trineo y los alces esos! Si mis pibes me vienen a pedir un alce de ésos les pongo tal voleo en el orto que aterrizan más allá de la Circunvalación del voleo que les pego, tenelo por seguro.
Ya bastante que el otro día les compré un conejo, un conejo de verdad, que es terriblemente pelotudo y lo único que hace es comer lechuga y cagarnos todo el patio. Y si me insisten con esas pelotudeces inventadas por los yankis, que se vayan a vivir a Cincinnati, pendejos colonizados de mierda.
Que a mí no me dicen el Zurdo al pedo, querido, me lo dicen por tener una formación doctrinaria... ¡Pobre Gordo! Estuvo a punto de convertirse en una nueva víctima del capitalismo salvaje.


De "Te digo más y otros cuentos"

martes, 25 de diciembre de 2007

Una lección de vida

—A las mujeres les pudrió el bocho el “Para Ti”, Borzone —dijo Reiner, fumando, la vista perdida en un punto indefinido. Borzone enarcó las cejas, interrogante.
—Claro... —completó Reiner, alargando la “a” y acomodándose de nuevo en la silla, el cigarrillo prolijamente sostenido entre los dedos índice y mayor de la mano derecha—. Esas revistas como el “Para Ti”, el “Maribel”, el “Claudia”...
Le gustaba recurrir a esos ejemplos arcaicos, dando nombre de productos de cuarenta años atrás, empleando palabras totalmente fuera de uso como si se complaciera en demostrar su edad (estaba arriba de los sesenta), como si su vejez le brindara un sello de distinción o conocimiento.
—El “Maribel” —Borzone no pudo menos que sonreír.
—Con esa falacia de la seducción permanente... ¿me entiende? —continuó Reiner—. Con esa mentira de la conquista cotidiana. “Sorprenda día a día a su marido”...”Sepa seducirlo como al comienzo”...”Aprenda a combatir la amenaza de la rutina”…
Borzone volvió a sonreír, un tanto incómodo, tímidamente, temeroso tal vez de incomodar al Profesor. Éste, sin embargo, salvo a su llegada, no había vuelto a dirigirle la vista. Reiner hablaba mirando hacia el frente, hacia la calle, quizás hacia un imaginario público compuesto por los estudiantes que concurrían siempre a sus clases de Filosofía.
—Se imagina usted, Borzone, que si el hombre, luego de ocho horas de trabajo en una oficina, por no decirle un taller, Borzone; con todos los quilombos que tiene en la cabeza con la cuestión de su economía, de su trabajo, de los impuestos, de la caída de los mercados financieros en Tokio, Borzone, no lo olvide; con el problema del coche al que le cagó por enésima vez la bomba de nafta, si el hombre, reitero, debe acordarse, antes de volver al anochecer para su casa, de pasar por el puesto del florista a comprar un ramito de petunias; petunias le digo, Borzone; para deslumbrar a su adorable esposa que lo espera cocinando y darle así una sorpresa que los remita a sus años de noviazgo, entonces, entonces estamos cagados, Borzone. La raza humana está recagada...
Reiner siguió mirando a través de sus lentes hacia a calle San Lorenzo, acodado en la mesa de café, las manos cruzadas, ahora, frente a su endeble mentón oscurecido apenas por una leve sombra de barba mal afeitada. Borzone aprovechó para observarlo un poco más largamente, como nunca lo hacía en la tertulia de los atardeceres en La Sede, sofrenado por su propia timidez y por el extraño respeto, casi reverencial, que sentía por Reiner. Descubrió entonces que, a esa hora, casi a las once de una fría noche invernal, el Profesor lucía desgastado. No sólo por la barba incipiente, sino también por los puños de la camisa algo raídos y el brillo menesteroso de un saco que ni siquiera había sabido de antiguos esplendores. No podía hablarse de desaliño pero Reiner tenía esa rara particularidad de ciertos tipos que se ven desprolijos aun prolijos. Una falda de la camisa levemente salida del pantalón, el cinto demasiado flojo, el nudo de la corbata laxo y asimétrico. Tampoco podía esperarse mucho de un sueldo de docente, reflexionó el muchacho, instantes antes de que el Profesor volviera hablar.
—Para la mujer misma es un incordio, Borzone —exhaló, doctoral y comprensivo—. Lo digo para que usted no confunda esto con una proclama machista. Para la mujer misma, que ya no es aquella de treinta años atrás. Si la mujer tiene que pegarse un baño cuando regresa del trabajo, calentar la comida que le dejó a medio cocinar la morochita que hace las veces de sierva, lidiar con el pendejo chiquito que ha alcanzado niveles de violencia demencial tras ocho horas de televisión viendo al pelotudo de Chuck Norris, y luego de eso, en los exiguos cinco minutos que le quedan libre antes de que llegue su marido con el bendito ramo de petunias debe vestirse como una diosa del Olimpo o engalanar la casa con guirnaldas de muérdago o bien aromatizar el hogar con incienso de Benarés... entonces estamos cagados, Borzone. Estamos total, definitiva y absolutamente cagados, Borzone.
—Es verdad, es verdad —se atrevió a menear la cabeza Borzone, como para decir algo, incluso como para recordarle al profesor Reiner que él estaba allí, sentado en la silla de al lado y que no se encontraba en el aula de Humanidades junto a los pensadores del mañana.
—Es como el asunto del diálogo —embistió, pausado, Reiner—. Otra bandera permanentemente levantada por el feminismo y también exacerbado por aquellas revistas de las cuales le hablaba...
—El “Claudia”, el “Maribel”...
—El “Chabela”... Publicaciones de índole indudablemente subversiva, Borzone. “Reactive el diálogo en su pareja”...”Resguardemos un espacio para el diálogo”... —Ante cada ejemplo, Reiner trazaba en el aire y frente a sus ojos una franja de supuestos titulares periodísticos, entre sus dedos índice y pulgar, bien separados— ”Enriquezca su vocabulario”...
—Eso era del “Selecciones” —apuntó el Profesor, concediéndole un vistazo con los ojos entrecerrados—. Yo también leía literatura del imperio, no se confunda usted, mi estimado amigo. Un carajo el diálogo, Borzone, otra falacia. Usted habla con su mujer, amante o compañera, los primeros años del conocimiento mutuo. Allí usted le cuenta su vida, sus sueños, sus fracasos, sus desvelos. Le cuenta que tenía una tía que era hemipléjica, que su abuela se cayó en el patio y se quebró la cadera, que un día usted quemó el toldo con una cañita voladora, que tuvo paperas de niño y que eso es bueno porque el día de mañana ese extraño mal no va a regresar a ponerle los huevos en la garganta. Y ella, pobre santa, lo mismo. Ella le contará que escribía poemas, que bordaba al crochet, que guardaba fotografías de Sandro de América. Y ya está Borzone, ya está. Después la cosa, como es lógico, se reduce a comentar los sucesos cotidianos: el nene hoy comió más puré de manzanas, vino el cobrador de Remeros, se quemó la lamparita del pasillo, dijo la radio que hubo incidentes en Urquiza y Ovidio Lagos. Tal vez, ocasionalmente, usted recuerde que esa abuela que se cayó en el patio y se quebró la cadera tenía un escapulario donde guardaba cabellos del general Mitre y agregue eso al informe familiar para contarle a su esposa. Pero lo demás del comentario del día, mi amigo, el comentario del día.¿Ella quiere más diálogo?¿Ella desea e insiste en prolongar los encuentros para charlar? Muy bien, muy fácil. Que se vaya, Borzone, que se vaya por un par de semanas. O váyase usted Borzone, váyase por un par de semanas que cuando vuelva seguramente ella le dirá: “¡Vos no sabés todas las cosas que tengo para contarte!. Y será así, seguramente, Borzone. ¿O no ha venido muchas veces su novia y le ha dicho: “Hoy me encontré con Rosita y estuvimos charlando como tres horas porque hacía casi dos años que no nos veíamos”. Pero si usted se ve mañana tarde y noche, Borzone, que no esperen, que no esperen un lúcida composición sobre la obra poética de José Pedroni ni una esclarecedora teoría sobre las constelaciones boreales —Reiner había elevado la voz y, por primera vez, su tono dejaba de tener un atisbo de displicencia amarga para dejar paso a una cierta furia contenida—. El eterno mito de la conquista permanente. La guerra popular prolongada, muchos Vietnam, la frase que proclamaba el general Mao y que algunos trasnochados solían escribir a escondidas de la policía en las paredes del barrio Refinería, Borzone. Que así le fue a Mao, al muro de Berlín y a la pared del barrio Refinería. EL bíblico castigo de la conquista permanente. Mi mujer solía pedirme eso, Borzone. “De vez en cuando —decía pobrecita— podrías tratarme como una novia. Sacarme a pasear, regalarme flores.” “Muy bien —le decía yo—. Si querés un tratamiento de novia, vivamos cada uno en su casa, hablemos un par de veces a la semana por teléfono y salgamos los sábados a la noche”. ¡Pero ella quería el tratamiento de novia con las prerrogativas de la esposa! Flores y paseo, pero también convivencia y manutención. Ésa es la ambición femenina, mi estimado. Ésa es.
Borzone se quedó un tanto callado, frunciendo la boca, mordisqueándose la carne interna de las mejillas, pensativamente y un poco herido. Aún permanecía sentado algo alejado de la mesa, como sin decidirse a integrarse definitivamente a ella, los brazos caídos con las manos entrelazadas entre las piernas. Igual como cuando había llegado—entusiasmado por la decisión flamante—a contarle al profesor Reiner que iba a casarse con Stella. Había pasado tarde por La Sede, rumbo a su casa, y lo había visto sentado, solo, en una de las tres únicas mesas ocupadas. No sabía que el Profesor era un parroquiano también nocturno de ese local. Solían encontrarse a menudo en la Mesa de los galanes, pero a la tardecita, y en grupo. Allí el profesor hablaba apenas (cuando no decidía aislarse en alguna otra mesa, huraño), tomaba café y lucía menos marchito y verdoso que ahora, algo deteriorado y con un vaso de whisky barato frente suyo.
—¿A usted qué le parece? —murmuró Borzone.
—Así es la cosa, mi estimado.
Borzone se tocó la barbilla. Y volvió a enarcar las cejas escéptico.
—Es que.. —dijo— cuando uno está enamorado...
—El enamoramiento, Borzone... —Reiner había recobrado su tono neutro y doctoral, de mirada vaga—, es un noventa y cinco por ciento de calentura. Tenga en cuenta esos porcentajes. Y a toda esa calentura le sigue un enfriamiento. Eso es histórico. Al mismo planeta Tierra le ocurrió eso, es un proceso físico.
—Pero, en este caso, Profesor... —se animó Borzone—, se imaginará que tanto mi novia como yo no llegamos vírgenes al matrimonio.
—Los dinosaurios desaparecieron con dicho enfriamiento.
—Ni tampoco llegamos sin saber cómo pueden resultar las relaciones sexuales entre nosotros. Aquellos tiempos de llegar vírgenes al matrimonio, creo, han quedado en el olvido.
—Grandes animales los dinosaurios.
—Por lo tanto, no pienso que sea sólo una cosa de calentura como usted dice.
Reiner aspiró una pitada larga de su cigarrillo.
—La calentura, Borzone —pontificó—, es un recurso natural no renovable, como el petróleo. Anótelo en algún cuaderno: Recurso Natural No Renovable… ¿Cuánto hace que conoce usted a esta señorita?
—¿Mi novia? Más de un año.
—Más de un año. Una nimiedad en el permanente devenir del cosmos, Borzone... —alertó el Profesor—. ¿Usted recuerda cuándo fue por primera vez a la cancha?
—Sí... —vaciló Borzone, confuso y sorprendido por el cambio de tema—. Jugaban Central y Gimnasia, creo. No soy muy fanático del fútbol.
—Muy bien. Pero se acuerda. ¿Usted recuerda cuándo fue por primera vez al Hollywood Park?
—¿A dónde?
—Perdón, a un parque de diversiones...
—Sí...Yo tendría cinco años, me llevó mi viejo a un parque muy rasca de Pellegrini y...y..
—Y Vera Mujica.
—Y Vera Mujica.
—Siempre paran ahí. Muy bien. ¿Usted se acuerda, Borzone, de la segunda vez que fue a la cancha?
—N... no... Pero, le dije, no soy muy fanático.
—No importa, no importa. Con seguridad no recuerda cuándo fue por segunda vez a la cancha, ni por tercera ni por quinta. Como tampoco recordará cuándo fue por octava vez al parque de diversiones. ¿Por qué? Porque hay una primera vez que se recuerda porque fue la primera. Después vienen la segunda, la tercera, la octava, la trigésima novena, la mil, el infinito, la nada. Para eso inventaron los números los chinos, Borzone. Para saber cuántas veces se acostaban con sus mujeres. Chinas, por cierto. Después, uno deja de contar, amigo mío. Se cansa, se olvida. A menos que usted se tome el trabajo de ir haciendo marcas en la pared, como los presos. No hablemos de un año y pico, como usted me dice. Hablemos de ocho años, de quince años, de veinticinco años, Borzone. Hasta el momento en que usted descubre que, antes de acostarse con su mujer entrañablemente querida, prefiere acostarse con esa módica y mediocre señorita que está pasando por allí enfrente, obsérvela, por la vidriera de la sandwichería.
—Si usted conociera a mi novia... —casi se sonrojó Borzone, acomodándose el pelo—, tal vez opinaría de otra forma.
Por segunda vez, quizás, Reiner lo miró, curioso.
—Es muy linda... —se animó el muchacho—. Bah, al menos a mí me parece muy linda... —corrigió después, como avergonzado de su presunción.
—Con ese criterio, Borzone —volvió a mirar hacia el infinito Reiner—, nadie se separaría de las mujeres espectaculares, de las divas del espectáculo. Y la historia del biógrafo, por ejemplo —reiteraba su predilección por recurrir a palabras perimidas—, está llena de casos donde virtuales sacerdotisas del sexo, codiciadas por media humanidad, tanto más bellas que su enternecedora novia, perdone mi crudeza Borzone, han sido abandonadas por sus parejas. ¿O no es así?
Borzone asintió con la cabeza.
—Ocurre que tal vez a usted le gusten, le enloquezcan, las milanesas a la napolitana, mi estimado amigo —planteó Reiner, como quien expone los fundamentos de un nuevo teorema matemático frente a una clase—. No hay comida en el mundo que pueda apetecerle más que una buena milanesa a la napolitana. Correcto. Pues bien. La sociedad, entonces, le impone comer, de aquí en más, todos los días, cada tres, o con la periodicidad que a usted le plazca, Borzone, sola, única y exclusivamente milanesas a la napolitana. Por los siglos de los siglos. Muy bien...con el paso del tiempo, de los años, de los lustros, Borzone, usted va sintiendo nacer en su ser un extraño e irreprimible deseo de comer tallarines. Acude entonces a un psicoanalista, que le recomienda variar el menú, sin abandonar la milanesa. Enriquecerlo, le dirá. “Cómo mantener ardiendo la llama de la pasión física”, arengará la revista “Chabela”. Le recomendarán, de esta forma, comer la milanesa con más orégano, con menos orégano, con ajo, con puré, con mermelada de durazno, con pimienta negra, sin la pimienta... Pero usted, Borzone, sentirá que quiere comer tallarines. Tallarines, mi amigo, tallarines.
—Sin embargo —Borzone, golpeteando muy quedadamente con su dedo mayor sobre el filo de la mesa se animó a plantear un frente de discordia—, un tío mío hace como cuarenta años que está casado con la misma mujer y afirma que tiene muy buen sexo.
Reiner se ajustó los lentes sobre el puente de la nariz.
—Había un personaje en un libro de Huxley —dijo, entrecerrando los ojos—, no sé si era en Contrapunto o en Un mundo feliz —y mi falta de memoria no es para asombrar a nadie porque yo ya no me acuerdo si el Viejo Vizcacha está en el Martín Fierro de José Hernández o en Bases de Juan Bautista Alberdi—, había, le decía, un personaje en un libro de Huxley, que sostenía que San Francisco de Asís no lamía las llagas de los ulcerosos porque fuera un hombre piadoso o caritativo, Borzone, nada de eso. Lo hacía porque era un pervertido. Un pervertido. Eso decía ese personaje de Aldous Huxley sobre San Francisco de Asís. Y esto explica lo de su tío. Hay perversiones, Borzone. Hay perversiones... Véame a mí, sin ir más lejos, Estudie este rostro —Reiner se señaló la cara—. Observe esta calvicie tapizada de lunares oscuros, esta piel macilenta, estas ojeras, esta papada que me cuelga bajo el mentón, estos pelos que pugnan por escaparse de mis orejas...Y le estoy mostrando, apenas, la punta del iceberg, Borzone. Usted, Dios sea loado, no me ha visto en bolas. Una piel pálida, unos pechos caídos y fláccidos, un vientre prominente, unas piernas escuálidas y averrugosas con atisbos de várices... —fue bajando el tono de su voz como si la sola enumeración de sus atributos físicos lo llenara de desagrado—. Por no hacer mención de zonas más íntimas y recónditas, mi querido amigo. Muy bien, muy bien, muy bien... Si el día de mañana viene mi mujer y me dice: “Me inspira realmente repulsión el solo hecho de tocarte”, yo habré de entenderla perfectamente. Si me dice: “Te quiero mucho pero me da cierta repugnancia acostarme contigo”, puedo llegar a aplaudirla incluso a comprenderla. Yo tengo espejo, Borzone, no lo olvide.
Reiner abrió un paréntesis, que no duró mucho.
—Y si ella viene un día y me informa —continuó—: “El muchacho morocho y hercúleo que atiende en la granja de la esquina me invitó a pasar una noche con él”..¿Qué puedo yo decirle, amigo mío?... ¿Qué no vaya?... ¿Que no se dé ese gusto? Si yo la quiero realmente, si la aprecio, si la estimo, si la amo. ¿Voy a privarla de esa satisfacción? Al contrario, debo ir hasta la granja de la esquina y dejarle una propina a ese muchacho que hace feliz a mi señora. Si la quiero realmente, si la quiero...
Cortó allí, bruscamente. Borzone torció la boca.
—Usted, Profesor —dijo—, parece tener poco sentido de la posesión. Ser un hombre poco posesivo.
Reiner agitó una mano frente a su cara.
—No se confunda —desdeñó—. Lo que pasa es que procuro ser un hombre razonablemente posesivo. Oponerse a la propiedad es estar en contra de la condición humana. ¿Le ha dado usted un sonajero a un bebé y luego ha tratado de quitárselo? Ya verá usted cómo llora, patalea y se desgañita para conservarlo. Y le estoy hablando de un bebé al que todavía no hemos tenido tiempo de contagiarle nuestra codicia ni nuestra mezquindad. ¡Conozco hombres mayores de cuarenta años que todavía andan por la calle con el sonajero aferrado a la mano para que no se lo quiten! Por eso siempre me hizo reír mucho la estúpida pretensión del comunismo de terminar con la propiedad privada. Déle usted a un perro una pelotita de goma y luego intente sacársela. Y son perros que han leído a Marx, créamelo.
Borzone dejó escapar un silbido casi inaudible.
—Pero... —probó de nuevo, estoico—. ¿A usted le parece tan probable que su mujer, su esposa hipotéticamente hablando, una persona mayor digamos, consiga tan fácilmente que el joven musculoso de la granja de la esquina la invite a pasar una noche con él? ¿O usted mismo, Profesor considera probable que alguna jovencita le brinde lo que ya no le brindaría, por ejemplo, una mujer... por decirlo de alguna manera...antiestética?
—El profesorado argentino —Reiner miró a los ojos a su interlocutor—, el magisterio, el Ministerio de Educación, Borzone, me ha recompensado durante años con una importantísima porción de su presupuesto, con sueldos generosos, verdaderas fortunas, para que yo, el día de mañana, jueves para ser más preciso, le pueda pagar a una profesional del amor lo que corresponde, mi estimado.
Los dos hombres quedaron un instante en silencio. Se escuchaba, apenas, desde detrás de la barra, algún entrechocar de pocillos y algo de la música funcional.
—¿Qué hago entonces, Profesor? —Borzone optó por un matiz casi humorístico.
Reiner, esta vez sí torció la cabeza semicalva para mirarlo fijamente, estudiándolo, como sopesando si el joven era merecedor de recibir un mandamiento. Volvió luego de acomodarse escrutando al frente y dejando escapar el aire largamente contenido en sus pulmones.
—Escúcheme, Borzone, escúcheme con atención —solicitó—. Y mañana, cuando mi cuerpo sea vapuleado, apedreado, lapidado en la plaza Pinasco, recuerde esta enseñanza que hoy le dicto y que está en medio siglo adelantada a nuestra cultura y a nuestra comprensión...
Borzone frunció el ceño, curioso.
—La base del matrimonio, Borzone... —recitó lentamente el profesor—, la base del matrimonio, es la infidelidad.
Borzone se quedó callado, acompañando el silencio de Reiner quien daba tiempo con esa pausa, a que el impacto conceptual de sus palabras drenara perfectamente a través de la corteza cerebral de su interlocutor.
—Sin la infidelidad, Borzone —prosiguió Reiner—, el noventa y nueve por ciento de los matrimonios volaría en pedazos a los pocos años de convivencia. Sin esos escapes de presión, sin esos paseos, minúsculos tal vez, por las regiones de la variedad y el cambio, ningún hombre, al menos, soportaría la rutina y el aburrimiento. Sin esos atisbos de libertad, sin esos engaños, esos remedos de independencia, nadie podría aguantar la repetición, los días calcados, la cadena de montaje. Porque, además, Borzone... —el Profesor juntó los dedos de su mano izquierda frente a sus labios como buscando una palabra, o fuerzas para decirla— ¿quién carajo dijo...? —golpeó con la palma de la mano sobre la mesa en un estallido iracundo que sobresaltó a los presentes— ¿Quién carajo estableció que un hombre tiene que tener sexo con una sola mujer? ¿Quién lo dijo, Borzone?
El muchacho pestañeó repetidas veces. No sabía muy bien si se trataba de una pregunta o si era sólo una pausa efectista del Profesor en su discurso.
—Bueno... —se animó a silabear—, uno de los diez mandamientos dice: “No desearás a la mujer del prójimo”...
Reiner lo miró con infinita condescendencia.
—Borzone...Borzone..—suspiró—, yo pensaba que estaba entre gente inteligente. Francamente. Que Dios le conserve esa ingenuidad de niño. Esto es como si a mí, a mí, me notificaran que el Club Atlético Provincial ha dispuesto que los socios no tengan acceso al natatorio...
Borzone lo miró, inquisitivo.
—Y yo soy socio del Club Atlético Provincial, Borzone —sonrió forzadamente el Profesor—. Yo no soy socio del Club Atlético Provincial, ni nunca lo he sido.
Reiner se quedó callado, observando la calle semivacía a esa hora de la noche. Borzone se mordisqueaba los labios, lastimados por el tratamiento recibido. Admiraba al Profesor pero, sin duda, Reiner, quizás debido al whisky consumido, había caído en la desubicación de enumerar temas muy poco oportunos para ser desarrollados ante un joven que se le había acercado, jubiloso, a contarle, una tanto intempestivamente, su decisión de contraer matrimonio. Juzgó cobarde, casi una deslealtad hacia Stella, no ofrecer resistencia.
—Es que... —buscó el argumento—no me parece muy lógico, digamos, estar junto a una mujer, mujer que uno, además ha elegido, para estar permanentemente pensando, o corriendo, detrás de otras.
—No tiene por qué ser permanentemente —chasqueó los labios Reiner—. No tiene por qué ser permanente.
La actitud conciliadora del profesor envalentonó a Borzone.
—Casi le diría... —arremetió—, me parece una postura de enorme cinismo.
—Borzone... Borzone... —el Profesor miraba la calle y por eso, a veces, costaba escucharlo—, Borzone...eso es como si estuviéramos jugando al truco y usted me acusara de mentir...¡Cuando el juego del truco se basa en la mentira, mi estimado! —otra vez la palmada sobre la mesa y un nuevo respingo general—. Usted pretende meter un hipopótamo en una caja de zapatos y no quiere que el animal se queje, Borzone. Tome usted a un gato, métalo en una pescadería y hágale jurar que sólo comerá pejerrey de río. Luego comience a pasarle frente a las narices, bogas, salmones, dorados y truchas arco iris, Borzone. Entonces, cuando sorprenda al pobre gato hincándole el diente al sábalo, acúselo de cínico y de no cumplir su palabra, acúselo de eso.
Otra vez el silencio. Por un momento Borzone percibió de nuevo la música ambiental, alguna risa lejana, el ruido de los autos en la calle.
—Siempre queda el recurso de no casarse, Profesor... —arriesgó, tenaz—. Nadie nos obliga.
—En eso tiene razón... —Reiner se apretó los ojos hacia adentro, con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda—. Pero usted cásese, Borzone. Es lindo. Eso sí, no se olvide de mis indicaciones...
—También puede mantenerse la independencia, como en su caso.
Reiner soltó una risita que lo sacudió mínimamente en el asiento.
—¿Mi caso?
—¿Por qué?
—Pero...Separado... ¿O sigue casado?
—Sigo casado. ¿Qué le hace pensar que no?
Borzone se encogió de hombros.
—No sé, tal vez la hora. Verlo acá, solo. Se me ocurrió que por ahí estaba haciendo tiempo para ir al cine... —mintió. No quiso mencionar el sutil desaliño en el vestir, el poco cuidado del cuello de la camisa
—Mi mujer es enfermera —dijo Reiner—. Vuelve bastante tarde. Yo, es verdad, hago tiempo...
—Por otra parte... —buscó un tono cordial, el muchacho—, sus teorías sobre la pareja me hacían pensar que...
—A mí me derrotó el confort, Borzone... —la voz de Reiner era casi inaudible—. Como en el viejo chiste, a mí no me venció la CIA, a mí me derrotó el General Electric. Yo, ahora, vuelvo a mi casa, abro la puerta y huelo a pollo a la cacerola. Y adentro está cálido, porque mi mujer ya prendió el calefactor y la cocina. Y se escuchan ruidos, hay luz, está prendido el televisor: a veces, la radio. Y eso es importante, mi estimado, créame que es importante...
Esa imagen, algo desteñida del Profesor, alentó a Borzone.
—No me habla de sentimientos, Profesor. Me habla de confort.
—De vivir mejor le hablo, Borzone. Abrir la puerta y que haya olor a pollo a la cacerola es vivir mejor. Millones de seres humanos han ido a la guerra con la simple intención de vivir mejor. No es un tema menos, Borzone. Y...por otra parte, la independencia y la soledad son caras de una misma moneda. Vienen en un mismo paquete.
Borzone meneó la cabeza y se puso de pie, no muy convencido.
—Usted cásese, Borzone —recomendó el Profesor, siempre sin mirarlo—. Y aguante el primer topetazo contra la rutina. Ése es el peor momento. Es como atravesar la primera rompiente del oleaje. Después viene el mar calmo. Y después, la rutina se hace rutina, mi estimado amigo.
Es así de simple.
Borzone salió a la calle. Hacía frío. Clavó las manos dentro de los bolsillos del pantalón. No sabía muy bien si había sido una decisión oportuna entrar a conversar con Reiner. Pero ya estaba hecho.


De "Una lección de vida y otros cuentos"

sábado, 22 de diciembre de 2007

Una playa desierta

¡La cara! ¡La cara que puso el imbécil de Contreras! Creo que viví toda mi vida sólo para ver la cara que puso ese hijo de mil putas.
Para ser sincero, no fue que se transfiguró o que se le saltaron los ojos de las órbitas, pero yo noté, noté como si de repente se le hubiese agolpado toda la sangre debajo de los mofletes, alrededor de los ojos, como si lo hubiesen inflado desde adentro. Observé, sí, dentro del cuidado que puse para no mirarlo demasiado, que le latía una venita en el cuello, azul la venita, casi verde, como una luz intermitente de alarma. Se puso morado, es cierto. Y se la comió, no dijo nada.
Es que él estaba muerto con ella, con Adriana –ya puedo llamarla Adriana-, aunque se hacía el fruncido, el contenido, y nunca comentó nada.
Pero se le notaba. Las veces que íbamos a almorzar al “Freddy” no le sacaba la vista de encima. Se sentaba incluso de frente a ella para poder mirarla.
Me di cuenta un día en que, al llegar ella con la petisita esa que siempre la acompaña, Contreras se cambió de asiento con el pretexto de que había un reflejo que lo molestaba. Contreras no es Goñi, por supuesto, Goñi, en cambio, no dejaba de hablar de Adriana.
-Mirá, mirá cómo se vino hoy –me anunciaba a veces entredientes, agitado, tapándose la cara como para disimular cuando su actitud era obvia para todos-. Mirá como se vino la guacha ...
Y yo optaba por una posición intermedia. Tiraba un comentario al pasar, como para no dejar pagando a Goñi, pero no me excedía en adjetivos, algunos de los cuales le caían bastante mal al amargo de Contreras. Goñi es un exagerado, es cierto, pero la verdad es que a veces Adriana aparecía por el boliche y parecía una diosa. Siempre elegante, nunca de sport, pero invariablemente provocativa, ya sea por las polleras bien cortas, o por el cuello del saco sastre bastante escotado. Un día Contreras no aguantó más y la calificó con una palabra rebuscada.
-Inquietante –murmuró, acompañado, esa vez sí, alguna de las opiniones más frescas y contundentes de Goñi.
-Rebuena la guacha –había dicho Goñi, casi desplomándose sobre la mesa.
Y no sé si decir que Adriana es linda. Es rara. Es interesante. De esas narigonas tetonas de piernas largas que, como dijera Contreras, inquietan. Siempre había un pequeño revuelo en el “Freddy” cuando llegaba ella con la petisa. Un murmullo entre las mesas de hombres, un cabeceo, un girar de cabezas al unísono.
Lo disfruté desde el primer momento, cuando la cosa se dio bien. Tenía de alguna manera que transmitírselo a Contreras en forma no explícita, sino como algo artero, tangencial, oblicuo. Pensé durante todos esos días previos cómo pegarle la puñalada de la forma en que más le doliese. Quería ver si mantenía, después de saberlo, esa misma cara de satisfacción reprimida e hija de puta que puso la vez aquella, hará dos años, en que me negó los tres días de vacaciones. Durante los 20 minutos que duró esa reunión intentó mantener una expresión neutra y profesional de empleado jerárquico que simplemente conversa con uno de sus subalternos, pero yo le advertía adentro, muy adentro, el goce propio del malparido que goza con su poder.
No podía ir, entonces, y contárselo de buenas a primeras, sin mediar un tema que justificara la información, porque después de todo lo nuestro no era una amistad sino una simple relación de trabajo.
Venía con nosotros de tanto en tanto a almorzar, porque éramos pocos y, de no ser así, tenía que comer solo como un perro. Sin embargo, cuando Wulfsohn se quedaba en la oficina (y no tenía ningún almuerzo de trabajo) bien que Contreras prefería irse con él a comer un bife con ensalada al Riviera o al Mercurio.
Supe, entonces, que podía sacar el tema con el apoyo involuntario de Goñi. Aparte, Goñi lo detesta a Contreras y sin duda le iba a complacer hacerlo mierda. Goñi no soporta la formalidad de Contreras, su pulcritud, esa permanente corrección, el hecho de que no diga malas palabras ni hable de fútbol.
Cuando Contreras bajó, entonces, y se quedó abajo controlando lo de Bisleri Hnos. me di cuenta de que había llegado el momento. Lo llamé a Goñi y le pedí todo lo pendiente sobre la cuenta de Isurrieta.
-¿Para qué lo querés todo? –me preguntó Goñi-. Es muchísimo. ¿Tenés que adelantar?
-Sí –le dije. Hasta ese momento Contreras ni nos miraba, sentado en el escritorio de Resquín.
-¿Te vas de vacaciones? –siguió Goñi.
-Sí.
-Ah, que pícaro... Ahora te lo traigo... –pero antes de irse se volvió para preguntarme, invasor-. ¿Te vas solo?
Goñi sabía que soy soltero. Y que me había peleado con Ana hacía ya más de cuatro meses. Aguanté un poco la respuesta, como para crear la duda, y de paso observé de reojo a Contreras, que había parado la oreja.
-Sí... Sí... –ése era el momento crucial. Si Goñi se daba vuelta y se iba, tendría que buscar otro recurso. Pero lo conozco demasiado a Goñi.
-¿O te vas con alguna minita, Albertito, decime la verdad? –me pinchó Goñi. Amplié una sonrisa muda y meneé la cabeza, sin contestar. Intuí que Contreras me estaba mirando.
-Te vas con una minita, hijo de puta –se rió Goñi, señalándome como a un delincuente. Como los grandes escualos, Goñi había olfateado la sangre y yo sabía que no soltaría la presa-. Te vas con una minita. Decime, contame... ¿Con quién te vas? –se me había acercado hasta casi tocar mi nariz con la suya. Me retiré un poco, como molesto, lo suficiente como para que se justificara hablar en voz alta.
-No la conocés –mentí.
-No la conozco.
-Bah, sí... la conoces...
-¿La conozco? –se exaltó Goñi. Pensó un instante-.
¡Lucrecia! –aventuró. Lucrecia era una compañera de trabajo mas fea que un culo. El “Pacu” le decían los muchachos de empaque. Mire a Goñi con cara de ofendido.
-No...No...
Goñi se quedó callado, expectante. Y Contreras también, ya ni siquiera fingía estar trabajando y me miraba.
-Adriana –dije.
-Adriana... ¿Quién es Adriana? –balbuceó Goñi, y con el costado del ojo advertí que Contreras palidecía.
-La flaca, la narigona que va al “Freddy”. Que almuerza siempre con la petiza –agregué, como si fuera necesario.


La verdad es que ni yo lo podía creer. Lo cierto es que me costó mucho decidirme a encararla. Nunca he sido muy suelto para atracar minas.
Pero ese día apareció sola en el boliche. Sin la petisa. Y se sentó a una mesa en compañía de un libro, La inteligencia emocional.
Supongo que, como a casi todas las mujeres, le jodía comer sola pese a que era clienta del boliche y los dos mozos la conocían. Era, indudablemente, el momento. Y yo, el hombre indicado para aprovecharlo. Goñi me lo hizo saber, aumentando la presión, argumentando que él se marginaba de la competencia ya que era casado y que, además, no estaba a ese nivel. Contreras no había ido ese día y, por otra parte, también era casado y notablemente temeroso de lo que pudiera decirse de él.
Había mas candidatos, sin duda, en las otras mesas, pero muchos almorzaban con compañeras de trabajo que sabían que ellos tenían esposas e hijos, situación que los paralizaba. Y algún otro aspirante, quizás, desconocido, al cual habría que adelantarse. No tomé el café, incluso, por el apuro y los nervios y, cuando ya salíamos con Goñi, me paré junto a la mesa de ella y le hice la más imbécil de las preguntas.
-Perdoname –dije-. ¿Estás leyendo ese libro?
-Lo estoy terminando –contestó ella, con una sonrisa.
-Ahh... ¿Y qué te parece?... Porque lo estaba por comprar y...
-Mirá... –frunció ella la boca, pensativa, adoptando un gesto de crítico literario. Al tiempo, señaló vagamente la silla desocupada de su mesa.
Dije “permiso”. Y me senté. Lo demás fue fácil.

Todo, todo demasiado fácil. No estaba casada, ni de novia, ni nada. Accedió inmediatamente a tomar un café ese fin de semana. Hablaba, se reía y me trataba con una soltura como si me hubiese conocido de años. Comentamos algo sobre nuestras ocupaciones, sobre el cansancio que genera el trabajo. Sobre lo lindo que sería tomarse un descanso. Y se prendió de inmediato en la fantasía de pasar unos días en una playa desierta.
Le dije que eso podía ser realidad. Que a mi se me habían acumulado días de vacaciones, que tenía un buen auto y que podíamos irnos los dos juntos a algún hotelito tranquilo más al sur de Monte Hermoso. Ella incluso propuso Trelew, pero ya me pareció un poco extremo.
Nos poníamos de acuerdo inmediatamente, era como si estuviésemos compartiendo un carrito de una montaña rusa y nos dejáramos llevar por el vértigo desenfrenado.
No hubo sexo, sin embargo. Fue un poco como si diéramos ya por sentado que sucedería, pero no en la ciudad rugiente y cubierta de smog, sino en la abrigada habitación del hotel costero, arrullados por el restallar empecinado del oleaje. Perdonen lo barroco del lenguaje, pero tengo una cierta tendencia al romanticismo.
-Me fascina la piel –le comenté a Contreras, cara a cara, sentados uno frente al otro, cuando él ya parecía haber asimilado a duras penas el golpe y se decidió a preguntarme cómo había sido-. Ese tono dorado, casi sepia. Y las piernas especialmente, muy fuertes, de una persona que ha hecho deportes, me da la impresión. Y usa... usa... –puntualicé, como al descuido- ...una pulserita en un tobillo...
Contreras apretó los labios y supongo que tragaba bilis. Me juego las bolas que él pensaba atracársela. Tiene más guita, mejor coche y, admitámoslo, mas pinta que yo. Es difícil adivinar el gusto de las mujeres pero al menos Marisa y María Elena, de Sueldos, dicen que está “muy fuerte”. Pienso que las obnubila el poder, el hecho de que Contreras sea jefe de ellas. Admito que no luce mal, que el hombre tiene su pinta y está bastante entero para sus 55 años. Sé que hace gimnasia, sale a trotar y juega al golf. La va de fino además, de hombre de mundo, y eso suele emocionar a las mujeres. Pero no puede competir conmigo por algo simple, demasiado simple: no tiene tiempo. Podrá ofrecer una noche de amor clandestino, alguna cita a escondidas a la siesta, tal vez algún fin de semana en Buenos Aires. Pero no muy a menudo tendrá un sábado o un domingo para invitar a una mina a dar una vuelta, lo más piola, por el Parque Independencia, La Florida. O irse al río, a la isla.
Goñi fue, por supuesto, más estentóreo y demostrativo. Se tiró del pelo, zapateó un poco, me puteó un rato largo y, por último, me besó efusivamente en las mejillas y confesó que me envidiaba desde lo más profundo de su corazón.
-Pero no con una envidia sana –se apresuró a aclarar-. Con una envidia puta y enfermiza, la peor de las envidias.
Había preguntado, había exigido detalles por supuesto, luego de verme encarar a la flaca, pero yo le dije que la cosa no había pasado de una charla cordial sobre la inteligencia emocional y que, fuera de eso, no me había dado mucha bola.

Lo que siempre soñé, seamos francos. El sueño de cualquier hombre que se precie de tal. Irse diez días a una playa desierta, acompañado por una mina nueva que está buenísima. Cómo ha influido el cine en todos nosotros.
Pensaba en el viaje y la primera imagen que me venía a la mente era la de Adriana y yo caminando por la playa, de pantalones cortos y pullover, acompañado de un perro muy peludo –confieso que no sé de dónde carajo podría haber salido ese perro- en un atardecer un tanto gris y ventoso. Esas playas extensas, anchas, desoladas, agrestes y rectas, en las cuales uno puede caminar y caminar sin detenerse hasta llegar a Tierra del Fuego. Con médanos, pequeñas cercas de madera semipodrida y arbustos achaparrados.
No sé si vi algo así en “Julia”, aquella película donde Jason Robards hacía de Dashiell Hammett y la Vanessa Redgrave era su esposa escritora que se iba a completar una novela a un sitio parecido. Vanessa Redgrave o Jane Fonda, alguna de las dos era la esposa.
O tal vez en aquellas película en blanco y negro de la nouvelle vague francesa, sin música de fondo, donde los intérpretes, siempre preocupados, siempre angustiados por algo, hablaban con monosílabos sólo a intervalos de veinte minutos.
Digamos, nada de playas tropicales con palmeras y gente en catamaranes. Nada de negros bailando calypso bananero, nada de minas en bikini jugando con una pelota enorme. Algo más austral, más profundo, más sensible, más auténtico. Mi segundo pensamiento sobre el viaje era siempre el mismo. Adriana y yo revolcándonos en la cama, haciendo el amor ferozmente en los lapsos libres en que no caminábamos con el perro peludo.

Tengo una pizca de decepción. Un atisbo apenas, nada serio. Y es en cuanto a lo del sexo. Fue fantástico anoche, sin duda. Adriano es, digamos, sensacional. No diría escultural, porque eso es mucho decir, pero se acerca bastante a las mujeres de las tapas de revistas. Tal vez un poco mayor, en edad. Me dijo que tiene 33, la edad de Cristo, dato muy poco válido porque estaríamos comparando personalidades, ocupaciones y conceptos de vida, en principio, bastante diferentes.
Pero cuando contemplaba por primera vez esos pechos ceñidos, duros, tercos; ese vientre recto, los muslos firmes y casi musculosos, en tanto ella se alistaba para venir a la cama, comprendí que la vida me estaba premiando por algo.
Ya vendrá el momento de averiguar por qué. Tal vez por ese dinero que le presté a tía Haydée para que se comprara el lavarropas.
Un detalle, apenas. Tiene los tobillos un poquito, un poquito gruesos. Adriana, no tía Haydée. Quizás el haberme fijado demasiado en el toque perturbador de la pulserita tintineando sobre su zapato de taco alto me haya hecho pasar desapercibido ese punto. Por lo demás, una diosa. Una potra, como diría Goñi.
A lo que me refiero más que nada, cuando hablo de una pizca de decepción, es al sexo en sí. Estuvo bien, es cierto, y tras repetir la cosa tres veces –y estoy diciendo tres veces- me sentí pleno, realizado y con hambre. Pero ella, digamos, es algo inerte.
Que se entienda bien. Acepta, concede, gimotea incluso; pero es, podría definirse, poco participativa. Un tanto fría. No es divertida, en una palabra, ni se suelta. Como si hubiera aprendido de grande. Ana, por ejemplo, mucho menos dotada físicamente, era más graciosa, más entretenida, más risueña. Ni hablar de Elena, un poco grosera por momentos cuando gritaba barbaridades, pero vibrante, intensa. Desaforada.
Me preocupa un poco la cifra. Tres. Que no piense Adriana que todas las noches será lo mismo. Veremos cuando me reponga. Se durmió enseguida, angelicalmente, tras haberme pedido que bajar al lobby a buscarle un yogur. Esas ocurrencias tiernas me doblegan. Es dulce, francamente.

Me sorprende minuto a minuto. Es una persona altamente espiritual. Canturrea en forma permanente. Dice que adora la música, especialmente el jazz. Y suele ensayas unos pasos de danza, descalza.
Lo hizo mientras me servía el desayuno en la cama. No puedo creerlo. Esta chica ha recibido una enseñanza japonesa, de geisha. Mientras yo dormía pidió el desayuno en la habitación. Y lo decoró ella misma antes de despertarme. Había cortado unas florcitas amarillas muy lindas que crecen en unos canteros en la puerta del hotel y con ellas adornó la bandeja.
No quiero adelantarme a los acontecimientos, pero no puedo evitar el pensar en el mañana, en el retorno a Rosario y la continuidad de nuestra relación con Adriana. Hasta podría pensar en la posibilidad, siempre resistida por mí, de la convivencia. Por ahora puedo decir que aquellos momentos que yo imaginaba antes de venir aquí, se me han cumplido. Your dreams come true, como dicen los yankis.
Ya hemos caminado horas por la playa, cerca del atardecer, tomados de la cintura, ella canturreando canciones francesas y abrigados con gorros y pulloveres.
El que faltó a la cita, hasta el momento, es el perro peludo que yo imaginaba. Aunque supongo, esa escena la vi yo en “Un hombre y una mujer” hace mil años y ya ese perro debe haber muerto. Lo cierto es que no vimos ningún perro.
Y no sólo eso. Ningún ser humano o viviente en la playa, salvo una gaviota que chillaba como enojada. En el pueblito incluso se ve poca gente. Es un caserío apenas, diseminado entre las dunas.
-Una maravilla, una maravilla –repite Adriana, embelesada-. Mucho mejor de lo que yo imaginaba.
En el hotel ella preguntó por caballos. Quiere montar a caballo junto al mar, sintiendo los fríos dedos de la espuma esparcida por el viento tocando su rostro.
Me figuro una escena fuerte, bravía, vital, con nosotros dos cabalgando junto a las olas en la mañana medianamente polar.
El dueño del hotel, un hombre de no menos de 78 años, nos promete que conseguirá caballos. Aunque sea uno.
-Mi reino por un caballo –bromea Adriana. El viejo la mira, absorto. Adriana suele dejar caer esas citas algo intelectuales, que a mí me agradan pero que suelen ser inoportunas porque no elige bien los interlocutores. Lo hizo un par de veces con un mozo de un parador de la ruta, repitiéndole el título de una película de culto. El mozo sólo atinó a decirle que no tenían.
Yo le pregunto al viejo por ciclomotores, boggies, esas motitos con gomas gordas para andar por la arena. El hombre me mira como si le hubiese mencionado un ecógrafo digital simultáneo. No vuelvo a mencionarle el tema.

Lo de hoy fue estremecedor. En todo sentido. Adriana quiere beberse la vida de una solo trago. Me instó a levantarnos bien temprano para ver el amanecer y zambullirnos en el Atlántico. Yo me mostré un tanto remolón pero no puedo evitar su entusiasmo. A las siete de la mañana estábamos de pie, todavía estaba oscuro. Cuando salimos del hotel el frío que hacía era casi invernal, pero propio de un invierno de la taiga rusa.
Ella cruzó la calle hacia la playa dando largas zancadas de bailarina, girando sobre sí misma y cantando. Un par de veces temí que el viento la estrellara contra la pared del taller mecánico que está enfrente. Los granos de arena nos pulían la piel como si fuesen disparados por un soplete gigantesco. Me vi tentado a sugerirle volver.
-Esperemos un poco que calme el viento –le grité, pero el mismo aullido de esa suerte de huracán que venía desde el mar tapó mis palabras. Por otra parte, esperar que calmara el viento no dejaba de ser un deseo infantil. En todos los días que hemos estado aquí el viento no dejó de soplar ni un solo instante, empecinado, terco. Adriana corrió hasta mí, me tomo de la mano y me arrastró hacia el mar.
Me encanta cuando actúa así. Tan natural, tan suelta, tan alejada de falsas hipocresías. El frío me despejó el sueño que tenía, pese a que había dormido bien.
Debo decir que hemos reducido un tanto nuestra actividad sexual, luego del primer encontronazo incentivado por la curiosidad y la calentura. El paisaje del mar que vi esta mañana, iluminado apenas por la franja naranja que iba creciendo desde el horizonte, me recordó una película noruega que viera años atrás, donde un submarino alemán naufraga en el gélido mar del Norte.
Nos sentamos en cuclillas sobre la arena frente a aquel espectáculo. Yo recibía cada tanto sobre la cara el impacto de gotas congeladas que disparaba el viento y me pegaban con la fuerza de gomerazos.
-Qué bello... qué bello... –murmuraba Adriana, a mi lado. En un momento, la vi llorar. No supe si era por efecto de la emoción del momento, por el viento en los ojos que tanto suele molestar a los ciclistas, o por el frío que nos atería. De una forma u otra, en ese instante, la amé de verdad.

Le pedí que suprimiera el desayuno en la cama. Es muy incómodo, siempre temo que se me vuelque el café sobre las frazadas y además se llena de migas entre las sábanas. Por otra parte, el olor de esas florcitas silvestres con que ella adorna la bandeja al secarse, es bastante repugnante y me hace doler la cabeza.
Lo entendió perfectamente. También me agrada eso de ella. Es comprensiva. No intenta imponer su criterio a rajatabla. Le pedí que desayunáramos abajo, con los otros clientes del hotel.
De todos modos hay muy pocos. Un viajante de comercio que come solo, otro hombre grande y una pareja de viejitos alemanes, muy amables. Al menos, entre ellos.
También desayunó ayer un extraño personaje, alto, pelado, al que le faltaba un brazo, pero hoy al mediodía ya no estaba.
El dueño del hotel tiene una prima, una señora de unos 68 años, que permanece mañana, tarde y noche mirando televisión abajo. Cuando no mira televisión, lee diarios viejos. Propuse a Adriana irnos de una escapada hasta Monte Hermoso, cenar en algún restaurante con otra gente, tomar un café en algún bar céntrico.
-Soy egoísta –me dijo ella-. Te quiero sólo para mí.
Y me desarmó. Me llevó también de nuevo, a ver el amanecer a la playa. Estaba un poco más frío y ventoso que la vez anterior y vimos aguasvivas que parecían tiritar sobre la arena.
Pero en esta ocasión Adriana redobló la apuesta: insistió en que nos metiéramos al mar. Sin esperar a que yo le contestara, corrió y se internó en las aguas oscuras con la poética determinación de Alfonsina Storni.
Yo intenté seguirla, paso a paso. Aunque ya van dos noches en me he llamado a sosiego, de tanto en tanto ella me hace referencias elogiosas hacia mi virilidad. No podía, entonces, negarme a entrar al mar, con la tonta excusa del congelamiento. Al primer contacto con el agua sentí como si en los pies me pegaran martillazos. Como si alguien con un pico me asestara golpes en los empeines. Mil puntazos agudos después en las canillas, un dolor penetrante en las rodillas y una sensación terrible de que los muslos estaban clínicamente muertos cuando el agua, torpe e invasiva, me alcanzó el borde inferior de la malla.
No encuentro palabras, simplemente, para describir lo que sentí cuando el primer cachetazo de hielo líquido me golpeó en los testículos, pese a mis saltos desesperados para evitar que me alcanzara. Recordé, en un pantallazo propio del hombre que pasa vertiginosa revista de su vida momentos antes de morir, cuando un médico de guardia del Sanatorio Parque me estrujó despiadadamente los huevos procurando detectar alguna anomalía antes de dictaminar que mis molestias genitales obedecían al doméstico y poco heroico “síndrome del pantalón vaquero”, prenda demasiada ajustada en la mayoría de los casos.
Tuve que tomar una sopa bien caliente, al mediodía, para recuperar los colores. No hay muchas cosas con las que alimentarse de todos modos en el hotel “Albatros”, lo confieso. Ensalada de papas casi siempre, alguna milanesa, fideos con manteca, ensalada de lechuga y tomate. Poco pan. No les llega muy a menudo. Me ofrecieron galletitas de agua. Prefiero el pan viejo, tostado. Me tuestan las galletitas.
Adriana se ríe de la situación. A mí, en cambio, me está cansando un poco. Y lo reconozco, Adriana es fantástica, pero no me satisface tenerla para mí solo, al menos en el aspecto visual. Es de esa clase de mujeres que merece ser mostrada, lucida.
Tal vez me equivoqué y debería haberla invitado a Mar del Plata. Ella hubiese aceptado lo mismo. Un lugar con mucha gente, donde uno pueda ir de noche a un restaurante y todos los tipos lo miren con envidia. Esos tipos que salen a comer con los chicos y sus mujeres gordas, que ya están hartos del matrimonio o quizás, vencidos.
Donde uno puede tener la fortuna de encontrarse con gente amiga de Rosario, con conocidos de Rosario que piensen: “Mirá qué hijo de puta Alberto, la mina que se trajo el guacho”. Tipos con esposas que preguntan: “¿Quién es ésa que está con tu amigo?”. Que no dicen “la mujer” o “la joven que acompaña a tu amigo”. Dicen, escupen, “esa”, conscientes de que también su propio marido se muere por una belleza así y que ellas no pueden competir con mujeres como Adriana. Le pregunto a Adriana.
-¿No querrías, Adriana, que uno de estos días agarremos el auto y nos vayamos por ahí, a otra parte?
Le brillan los ojos.
-Puerto Madryn –me dice-. O más al sur, Cabo Desolación, donde todo es más salvaje, donde casi no ha llegado el ser humano. Me han contado de un lugar donde hay grutas, y en las grutas, pinturas rupestres maravillosas...
-Puede ser –digo. Y opto por no hablarle más del asunto.

Una nueva. Me lee el menú. Si hay algo que me rompe las bolas es que alguien me lea el menú. Le digo y le insisto.
-Dejá, Adri. Dejá que yo leo el mío.
Pero ella parece no oírme.
-Tenés filet de pejerrey a la plancha. Albóndigas con salsa de tomate, bifes a la criolla...
Después sigue con las entradas, pasa a los postres y continúa con los vinos. Por suerte el salón comedor Don Tito no tiene un menú demasiado extenso pero de cualquier modo, cuando Adriana termina, lo debo leer todo de nuevo porque mientras ella lo hace como un servicio que brinda a la comunidad, yo me bloqueo y no la escucho.
Siento como si me fuera subiendo una furia sorda y debo contar hasta tres antes de putearla. Cosa que nunca he hecho, no haré y que ella no merece en lo más mínimo porque todo lo que hace lo hace por mi bien. Pero no aguanto que haga eso. En algún momento tendré que decírselo si es que deseo que esta relación prospere. Ahora me lee lo de las “croquetas de arroz”, vocalizando como si me estuviera leyendo una estrofa de “El cantar de los cantares”. No quiero ser brusco, pero le pido que la termine.

Hoy salimos a caballo por la playa. Calculo que desde que yo tenía doce años en La Cumbre no me subía a un caballo. Adriana estaba encantada. Creo que nunca me he aterrorizado tanto. Para colmo ella montó y se lanzó al galope, gritando de alegría, como en más de una película le he visto hacerlo a Clint Eastwood. Mi caballo, manso según los antecedentes que exigí al dueño del hotel, vio correr a su compañero y se lanzó tras él en aras de una mal entendida fidelidad. Se dice que el caballo es el mejor amigo del hombre. En este caso era claro que el mejor amigo de mi caballo era el otro caballo.
Yo le había pedido a Adriana que no corriera. Al menos al principio, hasta que yo le tomara la mano a la cosa. Pero no, llevada por el entusiasmo se lanzó a galope tendido como un lancero de Bengala.
Pensé que me mataba. Dos veces me pegué la boca contra el cogote del animal y tres veces tuve que aferrarme a las crines para no caerme de cabeza hacia atrás. Creo que di unos alaridos de advertencia, clamando por ayuda, pero entre que había perdido los estribos y me bamboleaba hacia todos lados como un muñeco inanimado, no puedo recordar mucho lo que pasó. Guardo sólo la sensación de riesgo inminente, la cercana presencia de la muerte y la convicción de que me caería de cabeza sobre la playa para romperme la columna vertebral en mil pedazos y quedar en silla de ruedas como Cristopher Reeve, el desafortunado intérprete de Superman.
Pude abrazarme al cuello del caballo cuando ya me caía el animal se detuvo solo, cansado tal vez de su inusual corrida. Se dice que el caballo es el animas más inteligente pero a mí me parece un pelotudo. Ni se dio cuenta de que yo no sabía cabalgar, ni se percató de mis alaridos de horror, ni tampoco tuvo el más mínimo gesto de solidaridad cuando permanecí agarrado a su pescuezo, poco antes de caer sentado sobre la playa.
Los perros al menos –ese perro peludo que faltó a la cita de las caminatas junto al mar- suelen tener el gesto de un lambetazo amigo en la cara de uno, de acercarse a olfatear el olor de la adrenalina.
Este caballo, ni eso. Se alejó un par de pasos, agitó la cola y comenzó a comer unos yuyos casi secos que allí había. Adriana llegó al galope, entre divertida y alarmada.
-¿Qué te pasó? –me dijo. Preferí no contestar. No hubiera podido, de todos modos, porque estaba recuperando el aliento, y para ser sincero, me moría de bronca.

Canta para la mierda. Ésa es la verdad. Canta mucho, dice que le gusta el jazz, pero canta para la mierda. Tuve que soportar todos sus intentos de acertarle a alguna canción durante las tres horas que nos llevó el paseo en coche hasta Las Toscas, villorrio fantasmagórico al sur de donde estábamos.
Le preguntamos al dueño del hotel por algún lugar para ir a visitar ya que el día estaba lluvioso e hizo un gesto de total ignorancia, encogiéndose de hombros.
Luego, tomó un folleto en blanco y negro y nos lo dio. El folleto mencionaba como sitio de visita una escuelita rural donde había estudiado Martín Anselmi, fundador de Las Toscas, describiéndolo como “pintoresco pueblo de pescadores”.
Había allí, sí, un mercado, una granja en realidad, donde se vendía pescado y latas de conserva. Los pescadores habían salido al mar y se estimaba que volverían al día siguiente, con suerte. No debían estar muy deseosos de volver a ese caserío.
Pero en todo el trayecto en auto hasta allí, Adriana no cesó de canturrear. Me costó casi media hora darme cuenta de que lo que estaba intentando cantar era “Yesterday” cuando yo había estado convencido de que se trataba de algún añejo tango de Pascual Contursi. Me dijo que lo que realmente la enloquecía era el jazz moderno. Entiendo que ha elegido ese rubro a título de defensa. Cualquier boludez que se tararee encaja en el jazz moderno.
Un día Ana, mi ex mujer, me arrastró a ver el Quinteto Moderno de las Pelotas o algo así, un conjunto rosarino que hacía según ella el mejor jazz moderno que había escuchado en su vida. Luego de casi cuatro horas salí sin poder tararear absolutamente nada y hasta los huevos de Charlie Parker y sus geniales improvisaciones.
Volvimos al hotel y quedaban casi tres horas hasta el momento de la cena. No sé qué hacer para matar el tiempo. No me explico por qué acordé con Adriana buscar un hotel sin televisión en las habitaciones. Y un lugar donde no llegaran los diarios.
-Alejados del mundo, Alberto –había dicho ella, soñadora-. En una especie de cápsula, sin recibir noticias sobre la corrupción, ni sobre la guerra de Kosovo ni sobre nada. Nada de nada.
Hay, sí, un televisor en el hotel, abajo, el que mira la prima del dueño. Es a color, pero a cada momento se le estruja la imagen y se le cruzan miles de rayas que se encogen y curvan, como si sufriera retortijones, le doliera algo. Cuando mejora la imagen, uno puede ver episodios de “La Familia Ingalls” o de “La isla de Gilligan” completos.
-Vamos a caminar por las dunas –se entusiasma Adriana, tomándome del brazo. Estoy olímpicamente roto las bolas de caminar por las dunas. Se me llenan de arena las zapatillas. Me duelen los músculos de las piernas de tanto caminar por la arena.
-Eso es por no hacer nunca ejercicio –me regaña Adriana, mimosa. Prefiero no contestarle. Faltan dos horas, 55 minutos y 32 segundos hasta la hora de la cena.

Otra nueva: pretende darme de comer en la boca. No miento, quiere darme de comer en la boca. Fuimos al Don Tito.
-Parece rico ese puré –le comento, por decir algo, dado que algunos temas se nos están agotando. Acumula puré sobre su tenedor y me lo alcanza.
-Probá –me indica. Si hay algo que detesto es que me den de comer en la boca, aunque sea para probar algo mínimo y riquísimo. Me echo atrás.
-No, gracias –digo. Ella insiste, el tenedor con el puré en alto, como para clavármelo en un ojo.
-Me lo vas a clavar en un ojo –le advierto. Se ríe.
-Qué tonto –me dice, sin bajar el puré. Opto por comerlo, mirando a las otras dos o tres mesas con gente que nos observa, atraída por la risa de Adriana. Tiene linda risa. Pero un poco injustificada a veces. Se ríe por pavadas. Le causan gracia cosas que no tienen nada de graciosas, como que las empanadas tengan aceitunas, que un velador tenga la lamparita quemada, o que un gato esté sentado en una silla.

Hoy llegué a una conclusión estremecedora. Faltan seis días para volver a Rosario. ¡Seis días! Una eternidad.
Procuro en las mañanas despertarme tarde para acortar el día, pero ella me despierta bien temprano para “aprovechar el sol” según dice.
Anoche argumenté un desarreglo estomacal para justificar el hecho de quedarme durmiendo. Lo aceptó convencida, y hoy por la mañana se fue sola a la playa.
De todos modos me desperté a las siete, como cuando voy a trabajar.
No sé qué inventar para matar el tiempo. Ayer logré convencerla de ir hasta Faro Salitre, un sitio donde dicen suelen llegar ballenas a aparearse. Claro que eso es en junio pero le dije a Adriana que tal vez una pareja hubiera decidido hacerlo clandestinamente en noviembre.
Luego de tomar algo de sol frente al hotel fuimos hasta allí, 120 kilómetros al sur. Adriana se empecinó en manejar.
No lo hizo mal pero me dejó el volante totalmente cubierto de bronceador al aceite. No quise ser duro con ella pero le rogué que la próxima vez se quitara el bronceador de las manos. Me enferma tocar un volante cuando está grasoso.
Me enferma, realmente.
No estuvimos más de veinte minutos en Faro Salitre. Había un viento espantoso y si había ballenas, no habían decidido mantener sexo explícito frente a terceros. Si había estado allí alguna vez por otra parte, habían abandonado rápidamente la zona, dándome un ejemplo a seguir.
Durante el almuerzo decidí proponerle a Adriana acortar las vacaciones, con alguna excusa concerniente al trabajo. Que por ejemplo me habían llamado desde la empresa, mientras ella no estaba en el hotel, reclamándome. Me haría el mustio, el contrariado. Esperé al café para decírselo, pero ella se me adelantó. Se quedó mirando lánguidamente al vacío, y luego suspiró.
-Me quedaría aquí para siempre –dijo-. Bah... No, tal vez, para siempre. Pero sí dos meses, tres meses, una temporada...
No me atreví a decirle nada. Me aboqué a pensar qué podríamos hacer hasta la noche.

No la soporto más, es indudable. Se torna francamente estúpida por momentos con esa postura de mujer informada. Y no aguanto que me colme de atenciones, que esté siempre pendiente de mí, que me mime.
Insiste en que pruebe la comida de su plato, en explicarme el menú y no sólo eso, ahora se empecina en leerme párrafos enteros del libro El mundo de Sofía . Termina de leer esos fragmentos, apoya el libro sobre su pecho, mira el horizonte y dice: “Qué maravilla, qué maravilla”.
Me sorprendo pensando en la posibilidad de que se ahogue. Me ocurrió esta mañana. Ha desistido ya de arrastrarme al mar. Estuve dos días con un resfrío mortal por meterme en esas aguas de deshielo.
Hoy ella corrió como siempre y se zambulló en el mar como si nada. Desde adentro me gritaba: “¡Vení! ¡Vení, está lindísima!”. Una nueva trampa. No caí en ella. Pero imaginé que una ola la tapaba y se la llevaba mar adentro, hacia las profundidades abisales donde hay peces con ojos luminosos. De sólo pensar esa posibilidad experimenté una tranquilidad maravillosa.
Imaginé volver solo en el auto, escuchando en la radio audiciones de fútbol, sin tener que aguantar el olor al perfume ese que usa y que huele a agua estancada.
Imaginé, también, que la atrapaba un tiburón. No uno común, chiquito, de ésos que se pescan en el espigón de Necochea. No. Un tiburón como los de la película, uno gigante, de los blancos, que se la pudiera comer en dos bocados, que no le diera tiempo de gritar, pedir ayuda o leerme el menú.
¿Qué haría yo si ella pedía ayuda, por ejemplo, en cualquiera de las dos ocasiones, tanto frente a la vorágine del oleaje como entre las fauces del formidable escualo? Supongo que me debatiría en la duda de correr en su auxilio o quedarme en la playa. Nunca hay nadie en la playa, ningún testigo indiscreto podría culparme. Lo cierto es que no hay tiburones de ese porte en las aguas frías. A lo sumo podía fantasear con la esperanza de un calambre. Aunque quedaba la posibilidad de los acantilados. Hay algunos, no muchos, caminos a Las Toscas.
Lo pensé la vez pasada, cuando ella insistía en aproximarse peligrosamente a sus bordes, desestimando mi reconocido vértigo, en tanto hablaba de Dover de Irlanda, de las leyendas celtas y todas esas pelotudeces.
Supe que no iba a poder empujarla, por ejemplo, pero que me hubiera gustado hacerlo. O vi incluso unas rocas algo sueltas, pero no le avisé, como dejando todo supeditado en definitiva al arcano designio de la fatalidad en el caso de que ella las pisara y se fuera de cabeza al abismo, flameando el pañuelo lila que usa en el cuello, agitando en el aire las manos impregnadas de aceite bronceador N-40.

Ahora está junto a mí, que simulo dormitar, y me habla como a un chiquito. Entrecierra los ojos, frunce la boca como en un piquito y me habla como si hablara con un nenito de tres años, meneando un poco la cabeza. Me pregunta si estoy bien, si tengo frío, si tengo hambre, si tengo sueño, si tengo sed, si hay algo que me gustaría hacer.
Confieso que no lo hace muy a menudo. Es más, es la primera vez que lo hace pero querría matarla, retorcerle el cogote, estrangularla con mis propias manos. Es notable cómo un hombre manso y bueno como yo puede albergar ese tipo de sentimientos presionado por la convivencia obligatoria. El mar no me ayuda, los tiburones tampoco, los acantilados permanecen firmes. Resoplo y no le contesto.
Me aterroriza algo que comenta después. Programa cosas para hacer juntos a nuestra vuelta, en Rosario.
-Podríamos ir a ver al Conjunto Rosarino de Jazz –propone, entusiasta. Resoplo de nuevo. Creo que preferiría agarrarme los huevos con una prensa.
Sean diez días, seis o dos, por otra parte, la finalidad ya está cumplida. Contreras debe tener una úlcera perforada y Goñi se habrá encargado de contarle mi aventura a todo el mundo. Sería un poco tonto volverse antes, como si uno no hubiese en verdad, disfrutado. No puedo creerlo, faltan todavía cinco días.


Respiro mejor y creo que hasta se me ha pasado el resfrío. Me sacudo de alegría en el asiento pensando que podré encontrarme con los muchachos a comer algo o sentarme durante horas frente a la computadora de mi departamento a jugar juego de guerra como “Civilización II” o “Age of Empire”. Con un poco de suerte llegaré a Rosario con tiempo como para elegir un buen programa de cine para ir a la noche. No me atreví, en definitiva, a decirle nada a la pobre Adriana. No es mala, después de todo.
Me desperté a las cinco de la mañana y me escapé con lo puesto. Ya a la noche le había comentado al dueño del hotel que debía irme de improviso, pero que le dejaría la habitación paga hasta el domingo, si es que ella decidía quedarse. Como le gustan tanto las playas desiertas es posible que lo haga.
Tuve que resignar parte de mi ropa, aunque no traje tanta. Quizás ella, de puro buena, me la traiga a Rosario, lo que le resultaría una excelente excusa para volver a verme, si es que no se enoja demasiado por mi fuga. En principio pensé en dejarle una notita prendida a la almohada, como en los tangos, pero luego me pareció un detalle un tanto demodé. Por otra parte, no hubiese sabido muy bien qué ponerle. Ojalá se enoje tanto que no me llame. Aunque la veré sin duda en el “Freddy”. Espero que en ese momento se me ocurra algo. Hasta ese instante, cuando ella llegue al boliche, podré comentarle a Contreras, como al descuido que Adriana no se saca la pulserita del tobillo ni siquiera para ducharse.


De "Te digo más y otros cuentos"