lunes, 24 de marzo de 2008

Memorias de un wing derecho

Y aquí estoy. Como siempre. Bien tirado contra la raya. Abriendo la cancha. Y eso no me enseño nadie. Son cosas que uno ya sabe solo. Y meter centros o ponerle al arco como venga. Para eso son wines. No me vengan con eso de wing “ventilador” o wing “mentiroso” o las pelotas. Arriba y contra la raya.
Abriendo la cancha para que no se amontonen los forwards en el medio. Nada de andar bajando a ayudar al marcador de punta ni nada de eso. Si el marcador de punta no puede con el wing de él... ¿para qué m... juega de marcador de punta? Lo que pasa es que ahora cualquier mocoso le sale con esas teorías nuevas y nuevas formas de juego o te viene con la “holandesa” o la brasileña y otras estupideces.
¡Por favor! El fútbol es uno solo y a mí no me saca de la formación clásica: el arquero bien parado en la raya y atento. Por ahí escucho decir que Gatti juega por toda el área o sale hasta el medio de la cancha... Y bueno, así le va. Yo al arquero lo quiero paradito en su arco y nada más. Para eso es arquero. Después una línea de tres. Después otra de cinco. Y arriba que nos dejen a nosotros tres. Más de veinte años hace que jugamos así y nos hemos podrido de hacer goles. De a siete hacemos. Yo ya debo llevar como 6.800. Yo solo... ¡Después me dicen de Pelé! O arman tanto despelote porque Maradona hizo cien. Cien yo hago en una temporada. Y en verano, cuando los pibes se quedan en el club como hasta las dos de la matina, me atrevo a hacer cuarenta, cincuenta goles por semana. Cuarenta, cincuenta. Yo solo... Maradona... ¡Por favor! Y eso para no hablar del centrofoward nuestro. debe llevar más de 12.000 goles. por debajo de las patas... Y...¡el tipo está ahí!
donde deben estar los centrofoward. En la boca del arco. En el área chica. Pelota que recibe, ¡Pum! adentro. A cobrar. Y ojo, que el nueve de los de Boca no es maño tampoco. Es el mismo estilo que el nuestro. Siempre ahí: en la troya. Adonde están los japoneses. ¡Nos ha amargado más de un partido, eh! Yo no he visto los goles que nos ha hecho pero escucho los gritos y el ruido de la pelota adentro del arco.
Le da con un fierro el guacho. Pero, claro, tiene dos wines que son dos salames. Por ahí si jugara al lado mío él también habría hecho como 12.000 goles. ¡Si le habré servido goles al nueve! ¡Si le habré servido goles! Me acuerdo el día del debut. Le estoy hablando de hace 25 años, 25 años, un cuarto de siglo. Sacaron la lona que cubría la cancha y le juro que nos escegueció la luz. Un solazo bárbaro. Yo casi no podía ver por el resplandor en las camisetas, especialmente en las nuestras. Claro, por el blanco. Las bandas rojas parecían fuego. No como ahora, que está saltando todo el esmalte y se ve el plomo. O el piso, del verde ya no queda casi nada. ¡Cómo está ésta cancha! ¡Qué lástima! Qué poco cuidada está. Pero bueno, ese día fue algo inolvidable. Era domingo al mediodía y se ve que los muchachos estaban alborotados porque esa tarde jugaban River y Boca en el Monumental y ellos se habían reunido en el club para irse todos juntos en el camión para el partido. ¡Huy, lo que era ese día! Y claro, llegaron ahí y se encontraron con que la Comisión Directiva había comprado el metegol.
Yo había escuchado desde abajo de la lona que pensaban inaugurarlo esa noche cuando los socios se juntaban en la sede social a comentar los partidos o tomarse un fernet antes de cenar. Pero... ¡qué!... apenas los muchachos vieron el metegol al lado de la cancha de básquet ni siquiera se molestaron en meterlo adentro.
¡Además, esto es pesado, eh! No sé cuántos kilos debe pesar esto, pero es pesado. Puro fierro, de las cosas que se hacían antes. Bueno, ahí nomás lo destaparon y se armó el partido. Yo calculo, calculo, que había de haber entre 20 y 25 años personal viendo el partido. ¡No menos, eh! No menos. Una multitud. Y había apuestas y todo. Le digo que calculo que había esa gente porque yo ni miré para arriba, le juro, no me atrevía a levantar la vista del cagazo que tenía. Le juro. Uno escuchaba bramar esa tribuna y temblaba.
¡Qué cosa inolvidable! Nosotros, los tres de adelante, tuvimos suerte porque el tipo que nos manejaba se ve que sabía. Yo apenas sentí que se movía, dije: “Hoy vamos a andar bien”. porque también es importante el tipo que a uno le toque para manejarlo. Usted podrá tener condiciones, es más, podrá ser un fenómeno, pero si el que está afuera es un queso, va muerto. Y yo le digo, ahora, con experiencia, yo apenas noto cómo el tipo me mueve ya me doy cuenta si conoce o no. Es una cuestión de experiencia , nada más. No es que uno sea sabio. Escúcheme, usted ve un tipo cómo se para en la cancha y ya sabe cómo juega al fútbol. No tiene necesidad ni de verlo correr. ¡Por favor! Pero ese día se ve que el tipo conocía. No era ni improvisado ni uno que agarra la manija porque está aburrido y para matar el tiempo se juega un metegol. De esos que usted trata de ayudarlos, de darles una mano pero al final el que queda como un patadura es usted. Cuando el culpable es el que tiene la manija. Y usted los escucha gritar: “¡Qué tronco es el siete ese! ¡Qué animal el wing!”. Hay que aguantar cada cosa. ¡Por favor! Pero ese día no. Ese día tuve suerte, lo que es importante en un debut. Y más en un River-Boca. Usted sabe bien cómo son estos partidos. Un clásico es un clásico, digan lo que digan ahora yo ya tengo como 30.000 clásicos jugados y así y todo, le digo, todavía cuando escucho el pique de la primera pelota en la mitad de la cancha me pongo nervioso. Parece mentira. Es que son partidos muy parejos. Somos equipos que nos conocemos mucho. Pero aquél día tuvimos suerte, por lo menos los de adelante. De la mitad de la cancha para adelante la rompimos, la hacíamos de trapo. “Tachola”, me acuerdo que se llamaba el que tenía la manija. Me acuerdo porque le gritaban permanentemente y además porque durante cuatro años vuelta a vuelta venía al club y jugaba. ¡Cómo sabía ese tipo! Lo arruinó la bebida. Cuando llegaba en pedo yo me daba cuenta porque nos hacía hacer molinetes y cada cagada que ni le cuento. Un día me hizo hacer un molinete y yo cacé un chute que la pelota saltó del metegol e hizo sonar un vaso. Me quería hacer pagar a mí el desgraciado. Pero cuando estaba sobrio era un león. Y ese día la gasté. En la defensa no andábamos tan bien porque el que manajaba a los tres era un salame. Un paspado. Pero con los de adelante bastaba.
No hay mejor defensa que un buen ataque, mi amigo, eso lo sabe cualquiera. ¡Por favor! Ahora se meten todos abajo. Están locos. tres pepas hice ese día. Y las otras tres se las serví al nueve, al morochón. Y no tenía bigotes. Lo que pasa es que algún mocoso se los pintó con birome para que se pareciera a Luque. Un gol, me acuerdo, un gol, la bola rebotó en el corner y se me vino. Ibamos perdiendo uno a cero, porque ¡ojo! habíamos arrancado perdiendo, y la hinchada bramaba. La puse debajo de la suela y casi la astillo. La empecé a pisar y me la traje despacito para el medio. El nueve se fue para la izquierda y el once también, para abrirme un buco. Yo la masé y un par de veces amagué el puntazo, pero el fullback me tapaba el tiro y no veía ángulo para el taponazo. Le cuento que yo no le hago asco a patear y cuando veo luz le sacudo. A mí no me vengan con boludeces. Pero el rubio que me marcaba me tapaba bien. Entonces yo agarro y la engancho de nuevo para afuera, para mi lado, como para meterle un derechazo cruzado, al segundo palo, a la ratonera. ¡Si habré hecho goles así! Y cuando el rubio me sigue para taparme y el arquero cubre el primer palo, de revés nomás, cortita, la toco para el medio. Y el nueve, sin pararla ché, le puso semejante quema que abolló la chapa del fondo del arco. ¡Qué golazo! ¡Lo que fue eso! Yo lo había escuchado al negro, lo había escuchado. Cuando yo me abrí para la derecha y ví que la defensa se venía conmigo. Y lo escuché al Negro, lo había escuchado. Cuando yo me abrí para la derecha ví que la defensa se venía conmigo. Y lo escuché al Negro que me grita: “¡Ah!”. Y se la toqué. Lo mató al Negro. Lo mató. La hacemos siempre a ésa. Diga que ya nos conocen. ¡Qué partido fue ése! Y para esta noche tenemos uno lindo. Si es que vienen los muchachos. Porque los escuché decir que iban a las maquinitas. Siempre hablan de las maquinitas. Vaya a saber qué es eso. Acá una vez al club trajeron una. Yo siempre escuchaba unos ruidos raros, unas cosas como “pluic” “plinc” , “clun” y unas sacudidas. Unas luces. Pero después no lo sentí más. Dicen que se le jodió algo adentro a la máquina, algún fusible y nunca hay guita para comprarlo. Son máquinas delicadas. De ésas que hacen los yanquis. Por eso los muchachos siempre vuelven. Porque el fútbol es el fútbol. Esa es la única verdad. ¡Qué me vienen con esas cosas! Son modas que se ponen de moda y después pasan. El fútbol es el fútbol, viejo. El fútbol. La única verdad.
¡Por favor!





De "El mundo ha vivido equivocado y otros cuentos" y de "Puro Fútbol"

martes, 18 de marzo de 2008

Ella dijo

Vamos a ver, vamos a ver, vamos a pasar todo de vuelta para no caer en contradicciones ni en en­gaños ni nada de eso. Vamos por parte, arrancando desde el comienzo, desde el principio. Ella estaba parada en la esquina. Muy bien. Ella estaba parada en la esquina y yo le dije "Hola, qué tal"... ¿Así le di­je yo? O "Hola" nada más. No, yo le dije "Hola qué tal", de eso me acuerdo seguro. "Hola, qué tal". Ella me había visto y... pero... No... Vamos a la verdad de la cosa ¿Ella me había visto? ¿En realidad ella me había visto venir por Urquiza? Porque no se sor­prendió, me dijo "Hola" como si ya me hubiera visto venir. O tal vez no, no me vio y lo que pasa es que es poco demostrativa y no se sorprende tan fácilmente. O miraba para mi lado pero en realidad estaba mi­rando a ver si venía o no venía el ómnibus, como tantas veces que uno mira a lo lejos y no ve lo que está más cerca. Es muy probable, muy pero muy probable que ella no me haya visto venir. Entonces yo me acerco, la encaro —porque la verdad de la milanesa es que yo la encaré bien encarada, como se debe hacer— yo la encaré y le dije "Hola qué tal". Hasta ahí va bien. Muy bien vamos hasta ahí. Después... pero... No. No nos vamos a engañar, digamos las cosas descarnadamente. Lo único que me falta es que me haga el verso a mí mismo, seamos sinceros... ¡La mina no podía dejar de verme, querido! Ella me vio, bien que me vio cuando yo venía, pero se hizo la boluda, bien la boluda que se hizo, para ver si, en una de ésas yo pasaba de largo, sin darle bola ni pa­rarme a hablarle ni nada de eso. Ésa es la cosa, aun­que duela, ésa es la cosa, mi viejo ¿Para qué nos va­mos a engañar? ¿Para qué nos vamos a decir una co­sa por otra? Se hizo la boluda porque mirando para el lado donde estaba mirando tenía que ser ciega pa­ra no verme ¡Si yo venía de frente! ¡De frente a ella venía! Aunque... tal vez tal vez sea una de esas minas, de esas personas, bah, que parecen que están mirando algo pero están en Babia, en pelotas están, miran sin ver, están perdidas en sus mundos perso­nales, son gente con una intensa vida interior. Y me parece que esta mina es de esa clase de gente. Se la ve sensible, sensitiva, etérea, qué sé yo... Carismática. Por ahí no me reconoció al venir. Digamos, no es­taba acostumbrada a verme ahí, por esa calle. Hay que considerar que me ve siempre en el club y hay que dejar en claro que yo me desvié bien desviado de mi recorrido habitual solo para encontrarla. Eso hay que considerar. Yo fui allí con la peor de mis inten­ciones, viejo lobo en celo en época de cacería Des­pués de todo, cuando yo le dije "Hola qué tal".... ¿Yo le dije ''Hola qué tal" o ''Hola cómo te va"? "Hola qué tal" le dije yo, ''Hola qué tal" ¡Puta qué boludo! ¡De­bería haber grabado la conversación! Cuando yo le dije eso, ella me miro un instante, un solo instante como si no me reconociera, ésa fue la impresión que tuve. O por ahí no me escuchó muy bien ¿Será sor­da? Me cago. Primero chicata que mira sin ver y después sorda. O se hacía la boluda, digamos la verdad. Se hacía la boluda como para disimular el no haberme saludado antes. Más bien se tiró el lance de que yo pasara por al lado y no le dirigiera la pala­bra O, por ahí, es distraída, ahí está el punto. Dis­traída como son estas minas así, tan lindas. Están en otra cosa, en otro mundo, en otro nivel ¡Y qué lin­da estaba ayer! Hermosa, así, con el pelo recogido. No sé si no le queda mejor la cola de caballo que el pelo recogido, mirá lo que te digo. Y ese look bien de nena, con el jogging de gimnasia, la pollera tableada y las medias tres cuartos. Por suerte no estaba con esa musculosa violeta ajustada que le vi en el vera­no porque si estaba con esa violeta nomás me caigo muerto al piso, no me sale una palabra de la boca. En donde me paro frente a ella ahí nomás se me cortan todas las cuerdas vocales de un solo sa­que y no me sale una palabra ni que me cague. Si estaba con la musculosa violeta yo iba a empezar a gesticular y en vez de darme bola me iba a dar una moneda de limosna esta mina. Por otra parte, si hu­biera estado con la musculosa violeta se hubiera recagado bien de frío la pobrecita porque el tornillo que había ayer a la tarde era considerable, te cuen­to. Pero lo cierto, lo cierto de todo, lo .. ¿cómo diría­mos? lo pragmatico, es que me contestó "Hola". Bien, así nomás, contestó “Hola”. Yo le dije "Hola qué tal” y la mina contestó "Hola". Ni una cosa terri­ble tipo ''Hola mi cielo, mi amor, cómo estás!", pero tampoco me mandó a la puta madre que me reparió ni esas cosas. O hubiera podido quedarse callada también, después de todo ¿Por qué no? Si en el club nunca nos habíamos hablado antes. Nos veíamos, sí, yo la miraba todo el tiempo y eso, pero hablar lo que se dice hablar, hablar, nada. Ni un cabeceo si­quiera, yo soy tan pelotudo que no me animaba. Hay que ser boludo. Pero ahora se acabó, ahora es otra cosa. Ahora Miguelito ha tomado otra actitud y va a los bifes. Encara, apura, exige. Lo pensé y lo hice. "Hola qué tal" dije. Y ella contesó "Hola". Ni bien ni mal, no exageremos tampoco. Ni es una respuesta para enloquecerse ni tampoco para tirarse debajo de un tren por fría y desinteresada, no. "¿Estás espe­rando el ómnibus?" le pregunté entonces. No... no... eso fue después. Lo del ómnibus fue después de eso. Yo le pregunté primero "¿Qué hacés?". Eso mismo. Yo le pregunté "¿Qué haces?". Una formalidad, diga­mos, pero que demuestra cierto interés de uno por la actividad de ella, digamos, como que su actividad no te resbala, no te pasa desapercibida. Tal vez debería haberle preguntado algo más inteligente, más pro­fundo ¡Soy un pelotudo! Días, meses, años preparan­do el encuentro y no haber pensado en otra pregunta más interesante. Algo referido al cine de Kurosawa, por ejemplo, o al teatro, algo que diera pie para una conversación más comprometida. Pero... mejor no. Mejor no apresurar tanto las cosas. Estuve bien. Es­tuve bien. Paso a paso, despacito. Nada de atropellarla. No es mi estilo por otra parte. "¿Qué hacés?" Incluso corto, seco, tajante, a lo Mickey Rourke. Na­da de "¿Qué hacés?" María, o Isabel, o como se lla­me. "Peti" creo que le dicen y no le voy a decir Peti a la primera de cambio. "¿Qué hacés?". Cortito, exac­to, económico digamos... ¿Qué dijo ella entonces? "Bien", dijo. "Bien", créase o no. Ella contestó "Bien". Pienso que confundió las preguntas, creyó que yo le había preguntado "¿Cómo estás?", otra gilada, otra formalidad. Pero es posible, digamos, es seguro que ella creyó eso. No me trago la teoría de que sea sorda. Más bien me confirma lo de su dis­tracción. La cosa es que contestó "Bien". Cortita también. Como quien no quiere descubrir sus emo­ciones. Como quien no quiere mostrar todas las cartas cuando alguien la apura como la apure yo, bien apurada... También podía estar hinchada las pelo­tas, seamos sinceros. Y si hay que ser crueles sea­mos crueles. Por ahí me vio y se la imaginó. Se dijo, "Este pendejo pelotudo me va a venir a atracar, ya me lo veo". Porque esas minas tan pero tan lindas ya tienen toda una cultura, una prevención con res­pecto al atraque. ¡Si todos se las quieren levantar! ¡Es un infierno! Ven bajo el barro estas pendejas. Y eso que yo fui sin mostrar mis intenciones. Bien manso que fui. Si ella se hacía la estrecha o la difícil bien que yo podía decirle "¿Pero vos te pensás que lo que yo intento es atracarte? ¿Quién te crees que sos, Kim Basinger te creés que sos?" le hubiera podido decir. Pero la verdad de la milanesa, la realidad pu­ra, señor mío, mal que le pese a todos los que andan detrás de ella, es que la mina no me sentó de culo ni me rebotó. Me dijo "Bien", equivocada o no, y me dio pie para seguir con la conversación, ésa es la cosa. Si me hubiera dicho "¿Y a vos qué mierda te impor­ta?" hubiese sido otra cosa y, ahí sí, admito que el intento se podría haber considerado un fracaso. Pero no fue para nada así. Por eso digo que el asunto fue un gran adelanto, mi querido ¡Miguelito viejo, nomás! Un gran adelanto. De no poder ni saludarla en el club, por el cagazo o por las circunstancias, a po­der ahora hablar con ella cuando se me cante y vol­ver a encararla en el club, hay un gran paso ¿Es un adelanto o no es un adelanto? Tal vez ella, sí... un po­co... no nos vayamos de boca... un poco fría, frio­na. Fría por demás, acordemos. Porque... bien po­dría haber sonreído un poco. No digo mucho, un po­co. Algo, como de compromiso. Aunque yo la he visto bastante seriota en el club. Por ahí es su manera de ser. Por ahí tiene algún quilombo grande en su vida. Por ahí tiene el viejo enfermo o... Pero... Después de que ella dijo “Bien" ¿qué vino? Ah... yo le pregunté si estaba esperando el ómnibus. Le pregunté sí... Seriota... ¡Hay que ser hijo de puta pera disfrazar las cosas! Seriota... ¡Cómo si no la hubiera visto ca­garse de risa con el rubio pelotudo ése, en el club! Seria conmigo, en todo caso. Con el rubio bien que se cagaba de risa. Aunque tampoco hubiera sido muy lógico que se cagara de risa con lo que le preguntaba yo. Si venía el ómnibus o qué estaba haciendo. Un tipo casi desconocido como yo, para colmo. Tendría que ser una tarada total, una imbécil, una mogólica. Vamos a tratar de ser sinceros y autocríticos hasta el dolor si es necesario, pero tampoco es la cosa ti­rarse mierda... ¿De qué se iba reír la pobre mina con las boludeces que yo le preguntaba? ¿Cómo fue que le dije? ¿Estás esperando el ómnibus? Así le dije. Y ella me contesta "Sí". Es notorio que seguía atenta la conversación. Miento. Dijo "Sí, el 112". Se ve que quería darme una satisfacción, informarme un poco más. O darme un dato de para donde rumbeaba. No, eso es una boludez, porque después me dijo por don­de vivía ¡Ahí tenés otro punto muy positivo! Muy se­ca, muy calladita, pero se dio maña para decirme por donde vivía “Si el 112”. Será muy distraída pe­ro sabía el ómnibus que tenía que tomar. “¿Vivís lejos? Le dije. “Mendoza al 3000" contesta. No, primero dudó... “Sí... No” se contradijo. “Sí... No... Mendoza al 3000”. Entonces... ¿Qué pasó después? Ah... se hizo el silencio, ¡Se hizo el silencio! Una brecha, un buco ¡Qué pelotudo! Me quedé sin nada que decir, qué imbécil. Cuando me acuerdo me hago mierda ¿Cómo se puede ser tan pelotudo? Porque fue un si­lencio incomodísimo, estúpido... ¿Cómo llamarlo?... Precario... Porque no fue que los dos nos quedamos en silencio tratando de disfrutar la belleza del momento, no. El silencio se alargaba, se alargaba y a mí no se me ocurría nada para decir. Por suerte ahí no sucumbí a la tentación de decirle "Bueno, chau" y pirarme con la cola entre las piernas, escapando de ese tormento. En eso estuve bien, tuve la templanza de superar ese impulso. Me sobrepuse, enfrié la ca­beza y le metí para adelante. "Ah... lejos" le dije. Ya sé, ya sé, una boludez insigne. Pero un recurso más que apropiado para salir del paso. Tanto que ella, y como para evitar caer en otro pozo, tal vez para alentarme, enseguida dijo "¡Qué frío hace!"... ¡Y ése era el momento! ¡Ése era el momento, Dios mío! ¿Có­mo pude haberlo dejado pasar? ¡Ese era el momento para decirle "¿Querés ir a tomar un café?" ¡Ese era el momento exacto! Ella tenía frío, estaba oscure­ciendo y me daba el pie, para colmo; yo tenía que aprovecharlo invitándola a tomar un café, ahí esta­ba el tiro, mi querido. Y... ¿por qué no lo hice? ¿Por qué? Un poco por cagazo, es cierto. Una pregunta de ésas es ya desnudarse completamente, dejar al des­cubierto los más bajos instintos, pero otro poco por­que no se podía, no era posible. Yo estuve bien, pese a todo lo que quiera torturarme, estuve bien. La mi­na estaba esperando el ómnibus, tenía que volver a la casa, la estaban esperando los viejos, creo que hasta tiene el viejo enfermo y no tenía tiempo para ir a tomar un café. Eso era. Por eso no lo hice. El ómnibus podía aparecer en cualquier momento, por otra parte. Es cierto que yo no lo veía, pero lo intuía, lo olfateaba en el aire. Los omnibuses aparecen de improviso, andan a lo loco, y yo no iba a andar invi­tándola a un café cuando la piba estaba esperándo­lo. Y eso que tenía guita para invitarla y todo, te cuento. Pero no me pareció prudente. Es una cosa de respeto hacia la otra persona, hacia el ser querido. No me pareció que... ¡Mentira! ¡Soy un pelotudo, un pelotudo atómico! ¡Tenía que invitarla a tomar un café! Dejar sentado un precedente. Aun sabiendo que ella no iba a aceptar porque estaba muy apura­da. Y todavía mejor si no aceptaba porque no era mucha la guita que yo tenía, aun yendo preparado. Clavar una pica en Flandes era la cosa, ¿era Flan-des? Hacerle saber bien claramente que el mío es un interés sincero, que yo no vengo con buenas inten­ciones, que conmigo no cuente como amigo, que a mí no me venga con confidencias de otros noviazgos. No. Tenía que invitarla. Admitámoslo, fui un pelotu­do. Y en eso, para colmo, viene el ómnibus. Yo creo que ahí se empezó a desbarrancar el tema. Ella dijo "Allí viene", siempre mirando lejos, siempre los bra­zos cruzados sobre el pecho, apretando los libros de inglés. "Allí viene". "¿Quién?" dije yo, siempre boludo ¡Temí que fuera un novio, el rubio, por ejemplo! Te juro que me corrió un escalofrío por la columna, aparte del frío helado que hacía anoche. "El ómni­bus" dijo ella. Entonces yo le pregunto, le digo... ¿có­mo le dije?... "¿Vas a andar por el club?" ya cuando se subía al ómnibus. Porque... ¡qué rápido que llegó ese hijo de puta hasta la esquina! Después dicen que el servicio urbano es malo. Ella dijo que venía el óm­nibus y dos segundos después el ómnibus ya estaba en la esquina. Después quieren que no haya acci­dentes corriendo estos hijos de puta como corren. ''Sí... No... No sé..." otra vez sus clásicas indecisio­nes. Ya me tiene podrido con esa indefinición. No sé si es tan inteligente como parece. "Sí... No... No sé..." me dice, subiéndose... "En una de ésas"... Al menos me tiró una esperanza, me dejó abierta una puertita, hasta creo que se sonrió al despedirse... ¿Qué le dije yo, en ese momento? "Nos vemos, enton­ces" le dije. Una cosa optimista, arriba, un canto a la vida, a la esperanza. Y dando por cerrado el diálogo, sin darle tiempo a agregar nada. Quedándome con la última palabra. Hay que hacer así. A estas minas es como a Maradona, no hay que darles tiempo a pensar. Si lo dejás dar vuelta te pinta la cara, te dis­fraza el Diego. Con estas minas es lo mismo. "Nos vemos, entonces", en afirmativa, poniendo yo las condiciones, seguro de mí mismo ¡Vamos Miguelito! Bien, bien, muy bien lo mío. Bien yo, bien yo, muy bien yo. Porque ahora, el sábado, puedo ir al club y encararla directamente, preguntarle algo de nuestro pasado en común. "¿Qué tal el viaje?" por ejemplo. Ahí está. "¿Qué tal el viaje?". ¿Y si está con el rubio? ¡Mejor, querido, mejor aun! Total, yo no la ofendo ni le digo a ella nada grave. Me acerco y le digo ''Hola Peti ¿qué tal el viaje el otro día?" Y el rubio que se muerda los codos. Porque yo, con esa frase, con esa pregunta, estoy dando por sentado un episodio en común, un hecho compartido, en el cual él ha queda­do completamente out, afuera, de lado, a la mierda, mirá lo que te digo. Ya está. Muy bien, muy bien... muy bien yo. . Es así... Así son las cosas... ¡Qué querés que te diga! Seamos realistas... Miguel, sea­mos realistas.. No me dio ni cinco de pelota. Me contesto así, al voleo, por educación. Porque es una mina educada y no me quiso escupir en la cara. No me quiso cortar el rostro. Pero no me dio ni cinco de pelota. Ni se alegró de verme ni le causó ningún pla­cer conversar conmigo, vamos a la verdad pura de la milanesa. Mejor que dejemos el asunto de lado, de una buena vez por todas y nos dejemos de joder. Ca­so cerrado. Derrota total. A otra cosa. Basta con la Peti. Se acabó. Nuestra relación ha terminado. A la lona... Pensemos mejor en la Valeria que estará fu­lera pero me da bola. Bah, pienso que si la encaro me dará bola. Al menos me busca, me habla, me mi­ra cuanto más no sea. No será tan linda como la otra, pero ahí se vislumbra una posibilidad al me­nos. Vamos adelante con la Valeria. Chau. Listo el pollo. A ver, a otro tema... ¿Cómo forma Central el domingo? En el arco, el Oso. Muy bien, perfecto... ¿Quién va de cuatro? Di Leo, el Camello Di Leo. Me gusta... De dos... Pero ella se sonrió al subir al óm­nibus. O yo soy muy boludo o juraría que ella se son­rió al subir al ómnibus. Como un rictus, como un al­go pero ella se sonrió. Además, me tiró el dato de por donde vivía. Ella dijo... ¿cómo fue que ella dijo? Ella dijo...

De "La Mesa de Los Galanes y otros cuentos"

miércoles, 12 de marzo de 2008

La solución de Sotelo

Me dijo eso (“La puta que lo parió. Ya cagamos...”) y se quedó mirando de costado, los brazos cruzados sobre la mesa, sobre las carpetas, frunciendo la cara en una sonrisa que podía confundirse con una mueca. Pensé, en ese momento, que me estaba haciendo una broma. Pero algo también me decía que era en serio. No lo conocía tanto como para darme cuenta. Y de cualquier manera me cayó para la mierda, como una compadrada, como una manera muy pueril de hacerse el canchero. Así, personalmente, a Sotelo lo había conocido esa misma tarde, pocas horas antes del encuentro en la cafetería de Grimaldi.
Personalmente, digo, porque por referencias o contactos telefónicos ya lo conocía desde hacía un par de meses a través de las charlas con Vettori. Y aun así, sin conocerlo (y admito lo prejuicioso de mi actitud) no me gustaba. No sé por qué. Quizás por esa jerarquía de “experto” que se le atribuía. Del tipo que desde Buenos Aires podía hablar y dictaminar sobre “el perfil” de una campaña, elaborar teorías sobre marketing, arriesgar estrategias para definir el target de un cliente. A mí esas cosas nunca me habían interesado un carajo. Lo único que me preocupaba (aun sin confesarlo públicamente) era que los avisos gráficos fueran lindos, que salieran bien impresos, que me gustaran.
-Jamás creí en la publicidad –le comentaría muchos años después a Vettori, justamente, cuando lo llamé para comunicarle el extraño destino de Sotelo. Nunca pensé que alguien por leer un aviso en un diario, podía levantarse de su asiento, vestirse, salir de su casa e ir a comprar el producto. Jamás lo pensé, tal vez porque a mí nunca me sucedió ni me sucede. Lo único que a mí me importaba era que el aviso fuese lindo.
El mismo Vettori lo había contactado a Sotelo, a quien había conocido en un congreso de publicidad, para que lo asesorara sobre el enfoque de las campañas. Sotelo era un licenciado, manejaba el lenguaje de las agencias, llamaba a los grandes capos del cine publicitario por sus apodos y había trabajado en Walter Thompson. Tenía, por lo tanto, la autoridad de bajarle el pulgar a un aviso, por más hermoso que fuera, si no se adecuaba a las exigencias del mercado. Esgrimía asimismo razones y argumentos contundentes como para destruir cualquier intento mío de defender la estética por la estética misma.
Cuando llego a Monte Maíz y lo vi por primera vez, me sorprendió fundamentalmente su juventud. Yo para esa época tendría veintiún años y Sotelo no más de veintiocho, veintinueve. Pero parecía menor, porque era flaco, enjuto, y no muy alto. No más alto que yo, al menos.
Y, por supuesto, de traje, corbata y attaché. Le quedaba chica la imagen del ómnibus que lo dejó en Monte Maíz. Por la soltura, por el desparpajo con que hablaba torciendo la boca para que no se le cayera el cigarrillo, hubiese necesitado llegar en avión. En un vuelo de Aerolíneas o, digo más, en un Jet Lear particular. Pero vino en ómnibus.
Y al poco tiempo estaba en las oficinas de Grimaldi, saludándome. Cordial y preciso en el vocabulario, profesionalmente simpático, me preguntó sobre el material que yo había llevado desde Rosario. Los carpetones con los bocetos de los avisos y los afiches, y las cajas con las diapositivas del audiovisual. Hubiese preferido que fuese más cortante, menos cordial, como para refrendar la imagen previa que yo tenía de él. Pero era amable.
Me trataba de “usted”, eso sí, algo medianamente común en esos años, aun entre gente joven. De cualquier forma, el hecho de que se vistiera de traje ya marcaba la diferencia. Siempre hubo una brecha filosófica entre la gente del Departamento Arte y los del Departamento Ventas en las agencias de publicidad. Incluso en las revistas. Nosotros –los de Arte- éramos los prolijamente desarrapados, los de barba, los que vestíamos vaqueros y no respetábamos demasiado los horarios. Ellos eran los atildados, los que vivían para figurar, los de Relaciones Públicas. Nosotros éramos los bohemios puros que desechábamos el dinero, la ambición económica y los ambientes formales. Ellos eran los chacales ávidos de poder, dinero, coches lujosos y hoteles cinco estrellas.
-Estoy reventado –me confesó, sin embargo, Sotelo mientras sacábamos una infinidad de fotocopias en la oficina que el señor Guajardo (mano derecha de Gloover, capo de Grimaldi) había puesto a nuestra disposición.
-El viaje –arriesgué yo.
-Y anoche –acotó él, con una economía de lenguaje que luego se revelaría permanente-. Muy tarde, yo. Muy tarde.
Hasta ese momento no había notado ninguna actitud en Sotelo que sirviera de apoyatura a lo que me iba a confesar después (en el encuentro en la mesa de la cafetería) con esa sonrisa símil mueca. Y si bien es cierto que hacía muy poco que estábamos juntos, podría haberse manifestado de entrada más explícitamente en aquellas oficinas pobladas de mujeres.
Recién al final, cuando terminamos con las fotocopias de los cuadros estadísticos y las tendencias de venta y pasó a nuestro lado Rosita, la secretaria que el señor Guajardo nos había asignado como enlace, Sotelo me miró y levantó en forma cómplice las cejas.
Yo no le di bola. Había comprendido, obviamente, su intención –Rosita estaba muy fuerte-, pero no quería compartir sobreentendidos con Sotelo. Yo ya estaba bastante caliente por haber tenido que viajar a Monte Maíz, cuando por lógica correspondía que viajara Vettori, o de última Acuña.
-Vettori tuvo que irse a Chile –le expliqué luego a Sotelo, ya en la mesa de la cafetería. Serían las siete de la tarde-. Y Acuña está enfermo. Creo que con gripe.
-Anda mucho la gripe en estos días –murmuró Sotelo hojeando las carpetas, ya desentendido de mi respuesta-. Es una lástima que no haya venido Vettori. Hubiese sido importante que estuviera.
-Seguro... No sé por qué no esperaron que él volviera de Chile para hacer la presentación. Es el director de la agencia, después de todo.
-Lo que pasa es que Gloover solamente puede mañana por la mañana, ¿me entiende?
El discurso de Sotelo tenía una cierta condescendencia para conmigo, como entendiendo que el movimiento en los altos círculos de las empresas no estaba al alcance de mi comprensión.
-Y él viene una vez cada cuatro o cinco meses. Llega con su avión particular a la pista que está acá atrás –se torció sobre la silla para señalarme a sus espaldas- y se va a los pedos. No se olvide que él también maneja Incofer, Saborido y Laminados Schbab. A estos tipos hay que agarrarlos cuando ellos pueden: sino, es imposible. Gloover verá nuestra campaña mañana y supongo que dará una media palabra de aprobación o rechazo inmediatamente. Después se las toma. Son tipos así, ejecutivos, drásticos. Por eso han llegado adónde han llegado.
-Si. Pero Vettori hubiese sido necesario.
Sotelo no levantó la vista de una carpeta.
-Yo los puedo manejar –resopló, largando el humo de su cigarrillo-. Yo los puedo manejar. Hay que comprimir el informe. Comprimirlo al nivel de shock. Tipo golpe de mano. Robo al banco. No irse por las ramas. Estar concentrado. Muy lúcido. Por eso esta noche voy a comer alguna cosita rápida y después me voy al hotel. A estudiarme bien esta carpeta –la levantó en el aire-. Quitar lo superfluo. Dejar lo medular... Es sencillo... Lo único que hay que demostrarle a esta gente es que uno está convencido de lo que hace. Que domina la situación. Piense usted...
-Ferraro.
-...Ferraro... –se sonrió-. No crea que me olvidé de su apellido, lo que estaba tratando de recordar era su nombre...
-Leopoldo.
-Sí..., pero le dicen...
-Polo.
-Permítame que le diga Polo... –continuó, canchero-... Piense usted que esta gente, como Gloover, ha llegado a puestos de decisión, a menearse en circuitos internacionales, pero no deja de tener un cierto tono... ¿cómo decirlo?... provinciano... Una actitud provinciana...
-Yo soy provinciano –advertí.
-¡Y yo también, yo también! De Tandil. Lo que pasa es que hace quince años que ando en Buenos Aires, entre gente de publicidad, grandes agencias, modelos publicitarias... y eso le da a uno cierto roce, cierta gimnasia, no digo ni buena ni mala, que suele no tener esta gente de provincia...
Me quedé pensando.
-Gloover... –sonrió Sotelo-... Mecánico. Gloover es mecánico. Ni más ni menos. Con guita, con avión, con auto... pero mecánico, Ferraro, créame. Mecánico. Así fue como empezó, cuando hizo la primera cosechadora. Le falta... ¿cómo decirlo?... Le falta frivolidad, Ferraro, frivolidad.
Hice un gesto despectivo.
-Ya sé, ya sé... –admitió Sotelo-. En general la frivolidad está catalogada como un defecto, una liviandad, un vicio. Pero eso también podría aplicar al camelo, tan caro a nuestra actividad. Nuestra actividad tiene un porcentaje elevadísimo de camelo...
Se quedó en silencio. Elevó su rostro al cielo y despidió el humo de su cigarrillo como si no quisiera contaminar el ambiente. Tuve la sensación de que me hallaba ante un típico chanta porteño.
-Pero el camelo... –sonrió, casi asombrado- hay que saberlo hacer. Es un arte hacer bien el camelo, Polo, oíme...
Allí comprendí que había empezado a tutearme.
-Como tampoco es sencillo ser frívolo –dictaminó-, se necesita cierto refinamiento, cierta información, ciertos puntos de referencia... Y esa rusticidad que tiene Gloover, ese atisbo de ramplonería que tiene Gloover bajo su aureola de poder, es lo que hay que explotar convenientemente mañana, Polo. Convenientemente mañana.
-Usted. Yo no.
-Yo. Por supuesto, yo.
Suspiré, aliviado. Aunque de antemano suponía que Sotelo no iba a permitir que alguien robara su protagonismo, ni siquiera en parte. Nadie iba a impedirle poner en práctica todo lo leído y aprendido y subrayado con rotulador en Cómo ganar amigos, de Dale Carnegie.
-Pero vos me vas a ayudar con el audiovisual –constató, en tanto recogía todas las carpetas cuidando de no voltear los pocillos de café.
-Sí. Aunque está todo sincronizado...
En ese momento dejé de hablarle porque vi que se tomaba la frente con la mano derecha, bajaba la cabeza y se quedaba así, mirando la mesa.
-¿Se olvidó algo? –pregunté, sin suponer que se aprestaba a hacerme la revelación que anuncié al comienzo de este relato. Sotelo negó con la cabeza, sin levantar la vista ni dejar de cubrirse el rostro con la mano. Después, sí, elevó la cabeza, miró casi con disimulo hacia un costado mientras se apretaba las fosas nasales con la mano.
-La puta que lo parió. Ya cagamos... –sonrió tristemente.
Me di cuenta, por lo evasivo de su mirada, que algo de allí adentro, de la cafetería, lo perturbaba.
-No te des vuelta, no te des vuelta –susurró. Luego habló en voz baja, mirando a la mesa-. Detrás tuyo, en una mesa con una amiga, está Rosita...
-Ajá... –asentí-. ¿Y...?
-Me mira.
Lo observé sin entender demasiado.
-Lo mira.
-Me mira.
-¿Y?
Sotelo meneó la cabeza y sonrió casi con tristeza.
-Y... Es una mina... ¿Para qué te va a mirar una mina?
No contesté; tampoco quería pasar por pelotudo.
-¿Seguro que lo mira a usted?
-¿Hay alguien detrás de mí? –Sotelo adelantó el cuerpo hacia mí, bajando la voz. Su curiosidad parecía real-. ¿Hay alguien detrás de mí?
Debí admitir que no. Que en las mesas de atrás no había nadie. Sotelo cruzó sus manos frente a su boca.
-La puta que lo parió –murmuró-. Siempre me pasa lo mismo.
-¿Qué le pasa? –el asunto, francamente, ya me había enardecido. Que aquel sorete, aquel tipo más bien bajito, desgarbado, con cara de nada, asumiera una postura fatalista de seductor implacable, me sacaba de quicio.
-La primera vez –me explicó Sotelo mirando hacia otro lado para disimular- pensé que era casualidad. O la lógica curiosidad de esta gente de los pueblos por alguien de afuera. A la segunda vez que levanté la vista y ella me estaba mirando, ya empecé a sospechar. Y a la tercera ya no me quedan dudas, Polo. Cagué. No hay otra. Tengo muchas situaciones en el lomo como para no darme cuenta.
Nos quedamos en silencio. Yo, enervado en mi asiento, mirándolo sin poder admitirlo. Él resoplando, como admitiendo a regañadientes su difícil destino.
-Para colmo –dijo-. Tendría que leerme todo este informe –levantó la carpeta-. Te dije que esta noche me iba a meter en mi habitación a repasar toda la presentación ¿Te dije o no te dije?
Yo no podía creerlo.
-Usted no tiene por qué ir a hablarle –le recordé.
-¿A quién?
-A la de acá atrás. A esa mina, la Rosita.
-Yo no me voy a levantar para ir a hablarle –me contestó, casi airado u ofendido-. Ni lo pienso. Pero ella va a venir a encararme. Ella.
Resoplé. Conocía petulantes porteños, pero éste los superaba ampliamente.
-¿Y por qué no se levanta y se va? ¿Por qué no nos levantamos y nos vamos ahora?
Sotelo entornó los ojos, derrotado.
-Vos rechazarías a esa mujer? –consultó-. Si la vida te pone enfrente a esa mujer, ¿vos la rechazarías?
Me encogí de hombros.
-No me pareció gran cosa –mentí.
-Ahora vas a ver cuando venga. Mirala bien. Mirá las piernas que tiene.
No soy creyente, pero rogué a Dios que ella no viniera.
-Yo sé que a vos te parece un poco raro –modificó su tono Sotelo, haciéndolo más tolerante, mas didáctico-. Porque yo no soy, digamos, un Robert Redford... un Paul Newman... Para mí también es raro. Tengo espejo en mi casa, sé como soy. Pero me gustan las minas. Trato de brindarles el tiempo que se merecen, aunque mi trabajo no me deja, prácticamente, un minuto libre. A lo que vos es a que me interesan. Creo que llegaría a ridiculeces, de ser necesario, para engancharlas. A teñirme el pelo cuando se me ponga canoso. O a usar peluca. Más aún: me haría una cirugía estética si tuviera una nariz como la de Palmieri, por ejemplo.
Sonreí sin ganas. Palmieri era un empleado de la agencia, muy narigón.
-No le hago asco a la cirugía –continuó Sotelo-. Me saqué un lunar medio dudoso. Me operé de una hernia inguinal apenas me la descubrieron. Hay tipos que se la dejan así nomás y solo van al cuchillo ya cuando se les estrangula. Pero yo me haría la nariz... Me haría, acá... –se tocó las bolsas bajo los ojos, muy poco marcadas, sin embargo-. Pero vos sabés que nada de eso es definitivo... En una de ésas toda tu preocupación estética es al pedo. Hay algo más misterioso en la elección de las mujeres...
-Es difícil acertar por qué les puede llegar a gustar un tipo... –admití, más relajado.
-Tal vez algo de perversidad...
Reímos de nuevo. Me caía mejor esa versión seudo humilde de Sotelo.
-¿Vamos? –intenté, pensando que quizás la anécdota había terminado.
-Esperá, esperá –retornó al tono misterioso Sotelo, encendiendo un nuevo cigarrillo-. Esperá que ya viene... ¿Sos casado?
-No –entendí que buscaba un nuevo tema para ganar tiempo-. ¿Usted?
-Estuve a punto de casarme, dos meses atrás. Y pasó una cosa como ésta. Algo así. Lo de siempre... Se me hace muy difícil, Polo... Muy difícil...
-Sin embargo, me parece... –empecé a decir, pero su cara cortó mi arranque. Levantó la vista hacia alguien que estaba a mis espaldas y sonrió, cordial e inquisitivo. Allí, junto a mí, pero mirándolo a él, estaban Rosita y la amiga.
-Perdone –dijo Rosita, meliflua-, los interrumpí en la charla...
-Por favor –alargó su sonrisa Sotelo-, faltaba más...
Rosita estaba muy bien, fuerte, morocha, bastante alta. No demasiado linda de cara, pero de boca ancha y ojos grandes algo bizcos. Una turca tentadora, digamos. Su amiga era solamente grandota, mucho más rústica. Se había quedado más atrás, un poco tímida, quizás.
-Quería invitarlo a una reunión que hacemos esta noche –dijo Rosita.
-¿Una reunión? ¿Dónde?
-En un boliche que se llama Niarchos, que queda en el centro, cerca del hotel donde está usted.
-Ah... no es una reunión familiar...
Rosita y su amiga rieron exageradamente ante tamaña estupidez.
-No –siguió Rosita-. Es que van algunos muchachos y chicas de la empresa. Pero tampoco es cosa de trabajo. Simplemente, algunos de nosotros vamos los viernes a ese boliche y... bueno... no sé...
-¿Vos vas a ir? –preguntó Sotelo, inútilmente sobreactuado.
-Sí, por supuesto... –volvió a reír Rosita, como si la situación fuese enormemente cómica.
-Ah... entonces voy –dijo Sotelo. Nuevas risas-. Si vas vos, yo voy. Pero, digo yo... ¿Vas sola, o vas con un novio, con tu esposo?
Esta vez sí se había mostrado directo y con experiencia.
-¡Nooo! ¡Que horror! ¿Mi esposo? –se retorció Rosita-. Voy sola, voy sola... Por eso lo invito...
-Ahí estaremos, ahí estaremos –prometió Sotelo-. Acá... –me incluyó con el mentón- con el amigo.
Por primera vez las dos mujeres parecieron reparar en mi presencia. Giraron hacia mí para mirarme.
-Ay, sí –dijo Rosita-. Vaya, vaya usted también, por favor... Hay chicas... –excluyéndose de la lista de posibilidades.
-No sé... no sé... –musité, amargo-. Mañana hay que levantarse muy temprano.
-Como quiera –cortó Rosita, volviéndose hacia Sotelo, sin siquiera fingir la cortesía de insistir.
-Yo voy a estar –afirmó Sotelo-. ¿A qué hora será eso?
-No antes de las doce –dijo Rosita, casi como despedida.
-¿Y vas a llevar esa minifalda? –se puso de pie Sotelo.
Rosita miró hacia abajo como si recién descubriera su pollera.
-¿Le gustan? –río.
-Me encantan. Bah... en realidad me gustan un poco más cortas... –agregó el imbécil, pícaro.
-Tengo, tengo un poco más cortas... Pero no sé... –se puso una mano, candorosa, sobre el pecho-, me da un poco de vergüenza... Me dicen cosas...
-Llevalas... –Sotelo le tomó la otra mano-, llevalas por favor... Prometo no decirte nada... “Lo esencial es invisible a los ojos” –recitó, ridículo-. Antoine de Saint-Exupéry... El Principito –se apresuró a aclarar ante la mirada de extrañeza que advirtió en las mujeres-. Chau –dijo luego, dándole a Rosita un beso en la mejilla.
-A las doce –recordó ella.
-A las doce, a las doce –prometió Sotelo, volviendo a sentarse. Rosita dio unos pasos hacia la salida, y giró lanzándome un beso cortito con la punta de los dedos. Su amiga, algo más cercana, condescendió a inclinarse y rozarme con la mejilla con los labios antes de esbozar un “adiós” de frialdad antártica.
Nos quedamos en silencio. Sotelo rascándose pensativo la nariz. Yo, resoplando de nuevo. Al ver a Rosita alejándose, los tacos resonando en los mosaicos, protuberantes las pantorrillas, marcadas las nalgas duras bajo la pollera ajustada, comprendí que jamás en mi vida había visto una mujer que estuviera tan buena.
-¿Vas a ir? –me preguntó al descuido Sotelo-. Vení –apuntó, como descontando mi respuesta.
-No... Es muy temprano mañana...
-Pero... No es demasiado lo que tenés que hacer... Ubicar los tres proyectores y después controlar que no falle nada... El timer hace todo...
-No... Esas reuniones... esos bailes... Por ahí, si uno no es del ambiente, son un plomo...
-Eso es verdad.
-¿Usted?
Me miró, los ojos grandes, no sé si por asombro o resignación.
-¿Y qué otra cosa puedo hacer? –dijo. Se levantó, tomando las carpetas.
Nos fuimos.


Voy a intentar ser breve para contar lo de la mañana siguiente. Porque a las ocho y media desayuné solo en el hotel, esperando a Sotelo. A eso de las nueve lo hice llamar a la habitación y no estaba. El tipo de la recepción me dijo que no había vuelto en toda la noche.
Esperé hasta las diez menos cuarto, cuando nos vino a buscar el coche que mandaba Guajardo. Ahí tomé todas las cosas, pasé por la pieza de Sotelo y golpeé fuerte un par de veces. Luego salí del hotel y subí al auto.
En el trayecto hacia Grimaldi decidí cuál sería mi actitud: estipularía firmemente mi lejanía con el compromiso. Yo era un mero técnico. Un componente del Departamento de Arte que había viajado únicamente porque no había otro que lo hiciera. Se había borrado primero el principal interesado, Vettori, director de la agencia. Luego Fernando Acuña, jefe de Ventas, por constipación, faringitis o gripe. Y por último, Ezequiel Sotelo Gómez, licenciado en Motivación y Marketing, por desaparición misteriosa en el mismo lugar de los hechos.
No sería yo quien sacara la cara para defender la campaña. No tenía tampoco capacidad para eso. Hasta mi vestimenta (jean y campera) lo denotaba. Si el importante señor Gloover lo comprendía, bien. Si no, mala suerte. Ya escucharía el amigo Sotelo, llegado el momento, alguna reprimenda de parte de Vettori por haberse rajado de joda con una turca en lugar de explicar prolijamente los lineamientos de la campaña. Mi sorpresa fue ver, al llegar, que Sotelo ya estaba allí, en las oficinas de Gloover, esperándome. Se me acercó, de inmediato –cómplice- y me habló al oído.
-Recién llego –confesó. Apestaba a alcohol y de su saco emanaba un tufo a cigarrillo-. Me vine de la casa de la mina para acá. ¿Me trajiste las cosas?
Le di sus carpetas, sin palabras.
-Fenómeno –musitó-. Sos un fenómeno. Me salvaste. Si pasaba por el hotel no llegaba a tiempo.
-¿Todo bien? –atiné a preguntarle, ya resignado ante su éxito. Giró, yéndose hacia las oficinas del directorio y levantó las cejas. Eso fue todo. Tenía unas ojeras impresionantes.
La presentación de Sotelo frente al señor Gloover y el Directorio completo fue un fracaso. La pudo conducir con dignidad los primeros diez minutos, pero después se desbarrancó en una seguidilla de errores y olvidos. Pasó por alto más de la mitad de la exposición, mezcló las explicaciones de los afiches y, cada vez que caminaba para buscar algo, vacilaba sospechosamente. No lucía, para nada, su clásica facilidad de palabra, e incluso, era difícil entenderle. Por último, en un rasgo de lucidez, adelantó en media hora la presentación audiovisual, como para no tener que seguir hablando y soportando preguntas que no atinaba a contestar. Cuando tras el audiovisual se encendieron las luces, Sotelo dormía profundamente en uno de los sillones.


La desgraciada presentación de Grimaldi no fue motivo suficiente para su despido. Pero, sin duda, torpedeó de mala forma su imagen por debajo de la línea de flotación. Cuatro meses más tarde, luego de intervenir en algunos trabajos menores, un manto de silencio cayó sobre su nombre. Al año, una tarde como al pasar, Vettori me comentó que Sotelo no pertenecía más a la empresa.


Veintiséis años después, miren lo que les digo, veintiséis años después, volví a encontrarlo. Yo ya hacía mucho que trabajaba como periodista, pero de vez en cuando aceptaba trabajos de publicidad. No llevan mucho tiempo y se pagan bien. Me propusieron entonces escribir los textos para una campañita corta, de un lubricante. Y me indicaron que fuera a ver a un tal Ezequiel Sotelo, en San Isidro, que manejaba la cuenta. Pensé que debía ser él, que no podía darse tanta casualidad. Y, en efecto era él. Sin embargo, casi no lo reconocí al verlo. Estaba mucho, pero mucho más gordo y usaba lentes. Me atendió en salida de baño y pantuflas, mal afeitado y con un aspecto general de hombre entregado. Confieso que casi me alegró verlo así. Nunca había podido digerir correctamente su exitosa noche de sexo, allá en Monte Maíz. Lo noté, si, más tranquilo, menos acelerado, menos tenso, como en paz consigo mismo.
-Senté cabeza, eso es todo –me remarcó, mientras tomábamos un café.
-¿Se casó? –pregunté, escrutando los rincones del departamento en busca de algún indicio femenino, o infantil.
-Nooo... –sonrió amargamente Sotelo. Se levantó acercando una estufa a querosén que había en la pieza-. Después de aquella vez que nos vimos, allá en Monte Maíz, estuve a punto de casarme un par de veces. Pero a punto de casarme, ¿eh?...
-Y... ¿por qué no se casó?
-Lo de siempre –Sotelo se había servido un vaso grande de leche tibia y lo sorbía a tragos cortos-. Problemas de mujeres... Otras minas... Tentaciones... Sin yo buscarlas, por supuesto...
-Me consta.
-Te consta... Vos ya viste... –se relamía, tratando de quitarse de la comisura de los labios y el bigote ralo, gotas de la leche-. Sin yo buscarlas...
-Pero aceptándolas...
-Eso sí... Uno no es nadie para negarse a los designios de Dios...
-No me diga que se me ha vuelto místico.
Sonrió, frunció la frente.
-Algo de eso hay, algo de eso hay... –le cruzó la cara un gesto de fastidio-. Perdí muchas cosas por las mujeres –se rió, anticipando el chiste-. Otras mujeres, por ejemplo... No, no, fuera de broma. Perdí mujeres valiosas como Isabel, o Charito, a quienes quería realmente y hubiesen sido compañeras para el resto de mi vida. Y perdí trabajos importantes. Como el de Sigma Propaganda, con Vettori, que no era importante lo que digamos importante, pero podía haber llegado a serlo. Como el de Walter Thompson, el de Cícero & Ted Bates... Entonces, cuando me vi en la ruina, prácticamente cuando vi que lo único que me quedaba era este departamento mugriento...
-Mugriento, no –concedí.
-Miserable, acordemos. O mínimo, cuanto menos... Después de haber vivido en dúplex lujosos, en hoteles cinco estrellas... Entonces decidí largar...
-¿Largar qué? ¿Las mujeres...?
-Las mujeres... Y lo hice, lo hice... Y esa decisión me cambió la vida, me modificó todo. Ahora estoy trabajando bien de nuevo, de a poquito, sin distracciones, sin gastos de energía superfluos. Me notarás más calmo, menos tenso...
Asentí con la cabeza.
-¿Y no se le ocurre entonces casarse, por ejemplo? –pregunté-. Como para completar el cuadro, digo yo.
Sotelo tensó los músculos del cuello y aspiró hondo. Me pareció que no sabía si continuar con la conversación.
-Es que... –se decidió al fin-. ¿Sabés cómo terminé con las mujeres?
Un pequeño rayo de estremecimiento me pegó entre los dos ojos. Adiviné algo terrible.
-Me castré, Polo. Me castré. Corté por lo sano.
Sonreí, esperando la carcajada de él, subrayando el chiste. Pero no llegó.
-No tenía otra, Polo.
-No... no me joda.
-No te jodo. Cirugía, Polo. Así de simple. Si no te impresiona mucho, te muestro.
Se había puesto de pie, abriéndose la bata de baño y amagando con bajarse los pantalones. Yo sentía un millón de pinchazos recorriéndome el cuerpo. Extendí la mano sobre la mesa.
-No... no... –balbuceé.
-Te muestro –reafirmó Sotelo, casi exhibicionista. Y se bajó los pantalones junto con el calzoncillo. Aparté un poco la vista, pero alcancé a ver un triángulo de vello oscuro, una especie de costurón grisáceo y un vacío llano y despojado, una carne llena de canutos como la de un pollo congelado. Desvié del todo la mirada, posándola tontamente en una pared. Sotelo se arregló la ropa, veloz y quizás acostumbrado.
-Pero estoy más tranquilo –me dijo, sentándose de nuevo-. No sabés lo tranquilo que estoy.-Me imagino –le dije aún perturbado. Y no hablamos ya del tema. Después me dio unos papeles con indicaciones, arreglamos un precio más o menos decoroso por el texto que le tenía que escribir y me fui. No volví a verlo.


De "Usted no me lo va a creer y otros cuentos"