jueves, 14 de febrero de 2008

El Discípulo

Es una selva alta. Cuando se mira hacia arriba, las copas de los árboles forman un techo irregular y tupido que casi no deja ver el cielo. Ni penetrar el agua de las lluvias.

Y llueve mucho en esa zona del Pastaza, en el Ecuador. El macizo de Corihuairazo, que habíamos visto desde la carretera Oriental antes de meternos en la espesura, forma parte del ecosistema de los bosques lluviosos. Pero el agua llega hasta la base de los árboles en forma de manantiales que discurren por los troncos y las ramas, no como gotas. La humedad es altísima. El aire, asfixiante. Se oye el griterío dispar de miles de pájaros, el chirrido de los insectos y el ulular de los monos. Y hasta el crujido de los altos árboles al balancearse.

-La palma vaca –Lizardo nos indica una palmera que puede alcanzar los setenta metros y que, cuando se bambolea, produce con su madera porosa un lamento hondo y prolongado que parece el mugido de una vaca.

-Si se lo propone alcanza los setenta metros –aclara Lizardo- pero no se lo propone y queda en cuarenta, cincuenta... Así son las plantas ecuatoriales, dejadas, faltas de voluntad. Tal vez sea el calor el que les imprime ese carácter.

Lizardo es un descendiente de indio capayós, de un villorrio lindante con Babahoyo, y tiene unos treinta y cinco años. Posee algunas cabras y cultiva el suelo. Y se ha ofrecido a guiarnos hasta donde el río Aguasola confluye con el Curaray. Dice haber cursado la escuela primaria por correspondencia pero no sabe leer ni escribir.

Eso sí, conoce al dedillo la fauna y la flora de la zona y nos la describe meticulosamente. Aquello es un palo de balsa, este es un jipijapa, aquel otro una tagua, lo de más acá paja toquilla. Afirma que puede reconocer una culebra de veneno mortal sólo por su picadura.

Marito le dice que mucho más sano sería si pudiera identificarlas antes. Lizardo no entiende. Les atribuye a la flora y la fauna connotaciones humanoides y religiosas. Ha prometido que llegaremos al lugar de la cita cuando el sol esté alto, al mediodía, para encontrarnos con la gente de “El Discípulo”. Pero Marito, mi fotógrafo, duda. Se nos ha dañado el GPS, para colmo, y no sabemos muy bien dónde estamos. Una largatija, del tamaño de un fósforo de cera, se metió dentro del orientador electrónico y lo dañó totalmente. Marito maldice. Es buen fotógrafo. Tuve que hablar horas con él para convencerlo de que me acompañara a hacer esta entrevista.

Conozco a Marito desde pequeño y ha sido fotógrafo de guerra en Haití, Irán y Afganistán. Pero su verdadera vocación es ser fotógrafo de sociales. Tiene fotos maravillosas del Ayatollah Kermanshah bailando, rodeado de sus sobrinos, y se llenó de dinero con las fotos que obtuvo en el casamiento del imán de Kuwait, Mosul Nishapur, con una rica heredera de Andorra. El imán contrató a Marito especialmente para la boda, pues había visto en Le Monde unas fotos suyas sobre un fusilamiento en Rezaye. Cuando la revista me aceptó la idea del reportaje fui a buscar a Marito a La Plata, donde estaba dedicado a la lombricultura, alejado ya de la fotografía. Tuve que insistir mucho para convencerlo.

-Me he apegado mucho a estos bichitos –me dijo, y a mí me costó mucho aceptar que se refería a sus lombrices-. No te confundas, Jorge –insistió- son organismos que generan sentimientos. Me extrañan si me voy por más de un día.

Tuve que explicarle que Gabriel Beltrame, “El Discípulo”, era un argentino que había fundado un movimiento guerrillero en la selva de Morona, en Ecuador, que no se conocía su ideología ni su móviles políticos. Se lo relacionaba con Sendero Luminoso pero también con confusos movimientos religiosos. Era considerado admirador de Tirofijo Marulanda, el mítico combatiente colombiano y, de hecho, se había mostrado por Internet exhibiendo una foto de Tirofijo autografiada. Pero, sin duda, la relación más inmediata se establecía con Ernesto Guevara, también argentino, también rosarino, que se fue al monte y enfrentó al sistema.

-¿Por eso le dicen “El Discípulo”? –se interesa ahora Marito bajo el tufo agobiante de la jungla, con el rostro casi deformado, al igual que el mío, por las picaduras de los insectos.

-Supongo que sí –respondo, ambiguo, mirando las altísimas copas de los árboles, que producen una penumbra brumosa aquí abajo. Nada es claro respecto a este nuevo guerrillero argentino que recién ahora sale a la luz con comunicados y declaraciones. E incluso con acciones militares, tras permanecer con su gente veinticinco años escondido en la selva.

-¿Veinticinco años? –se alarma Marito. Lleva colgados bolsos con distintos tipos de cámaras y lentes. Y, en bandolera, un paraguas aluminizado, de los que ya no se usan, para dirigir la luz del flash. Tiene en la mejilla un escorpión negro y plateado que le camina lento hacia el cuello de la remera. Pero la piel se le ha curtido, perdiendo sensibilidad y no lo percibe. Ni yo le aviso, para no alarmarlo. Ya los cuerpos se nos han tornado insensibles a las picaduras de las alimañas: llevé ceñida a mi tobillo una anguila verdosa, fina como un cordel, durante dos días, pensando que era uno de los cordones de mi zapato, antes de que Lizardo me lo advirtiera.

-Beltrame y su gente han atacado tres escuelas rurales en el último mes –le cuento a Marito- lo que indica un recrudecimiento en el accionar de la guerrilla.

-¿Tres escuelas?.

-Doble escolaridad –informo-. Se llevaron a dos preceptores, tizas, borradores y hasta un pizarrón donde se supone diagramaron nuevos golpes.

Dejaron en las paredes consignas vivando a Pol Pot, el despiadado conductor de los Khmer rojos camboyanos. Pero “Pol” estaba escrito “Paul” como Paul McCartney y era impensable suponer una conjura Khmer-Beatles. La CIA cree que sólo se trata de una maniobra de distracción, para enmascarar su verdadera ideología.

Llegamos a la confluencia del río Aguasola con el Curaray cuando el sol estaba alto, milagrosamente puntuales para la cita. Había allí un claro en la selva y podían verse no muy lejos las verdes y radiantes elevaciones del macizo Corihuairazo. En dos oportunidades escuchamos ruido de helicópteros pero no vimos ninguno. Sabíamos que la DEA controlaba la zona pero sólo vislumbramos, luego, y con la ayuda del poderoso zoom de Marito, una avioneta blanca, del tipo Cessna, arrastrando a su cola un larguísimo cartel de tela que publicitaba un conocido dentífrico con blanqueador y flúor.

Tres horas estuvimos allí, aguardando el contacto con “El Discípulo”. Llegué a pensar que era una broma pesada como la que me había llevado a Nunivak, en Alaska, por una entrevista con el líder indonesio del Frente Revolucionario Macasar, Sula Sulawesi. Cerca de las cuatro de la tarde, no obstante, aparecieron desde la espesura dos hombres armados.

No diferían demasiado en su aspecto del resto de los integrantes de movimientos revolucionarios latinoamericanos.

Tampoco, paradójicamente, de los hombres que componían los escuadrones gubernamentales dedicados a combatir a esos movimientos. Sombreros de ala ancha rebatida en uno de los lados, ropa camuflada, correaje y botas de origen ruso. Certificaban su condición revolucionaria, eso sí, los fusiles Kalashnikov AK 47 que ambos cargaban sobre sus hombros.

Traían un burro. Casi no hablaron. Nos vendaron los ojos. A Lizardo, Marito, a mí y al burro. Comprendí que andaríamos por senderos de montaña, riscos peligrosos donde el animal podía asustarse.

Las ocho horas siguientes fueron de marcha y creo que la hicimos dando vueltas en círculo. Pude escuchar la caída de agua de una cascada, el derrumbe de unas rocas montañosas, el canto enérgico de guacamayos, tucanes y periquitos, luego el rumor de motores de una carretera, el resoplar sorpresivo de una máquina de café express, otra vez las rocas y de nuevo la caída de agua.

Cuando nos sacaron las vendas estábamos dentro de un bohío, apenas un quincho realmente, rodeados de hombres uniformados que iban y venían, perros, gallinas y chanchos por doquier. Nos hicieron sentar en unas sillas desvencijadas frente a un sillón de peluquería, que imaginé producto de algún saqueo en el pueblo vecino de Imbabura.

Pedí algo para comer. Nos trajeron mangos, plátanos, arepas, frijoles, maracuyá, guanábana, cacao, porotos de soja y jugo de lulo. Media hora después de que hubiéramos terminado con la variada merienda, ya noche cerrada, llegó Beltrame.

También con la ropa camuflada, correaje, botas, pistola a la cintura y la cabeza descubierta, sin boina ni sombrero.

Aparentaba alrededor de sesenta años, tenía el pelo entrecano y largo, buen porte y un atisbo de dolor y sufrimiento en su mirada.

-Nada que ver con el Che, compañero –me aclaró de entrada, apenas encendí mi grabador Geloso, previa aprobación suya-. Nada que ver. Salvo que nacimos a pocas cuadras de distancia. Él en la esquina de Urquiza y Entre Ríos y yo en San Martín entre San Lorenzo y Urquiza, a metros del Savoy.

Se interesó por saber de qué barrio de Rosario era yo, preguntó si aún seguía abierto el Sorocabana y si yo conocía, por casualidad, a un tal Ignacio Covelli, dueño de una mercería de la calle San Luis.

-Mis razones, compañero, nacen en la infancia –se ensombreció luego-, en mi más tierna infancia.

Se le notaba aún el acento argentino, pero hablaba, lógicamente tras tantos años en la zona, con giros y modismos ecuatorianos. Y también quizás por involuntario mimetismo, aspiraba algunas letras, haciéndolas casi desaparecer. “Orje” me decía a mí, por “Jorge”.

-En mi más tierna infancia, compañero... –repitió casi poético, rascándose cada tanto la nuez de Adán, cubierta por su barba blanca, perdiendo la vista en la oscuridad de la noche, mientras fumaba uno de esos enormes cigarros de hoja.

-Me los manda Fidel –me comentó, mientras me convidaba uno-. Pero no Fidel Castro, con quien no comulgo, sino Fidel de la Canaleja Ortuño, un jurista y pensador español, experto en educación, con quien mantengo una activa correspondencia.

-Algo, en mis primeros años, forjó mi espíritu revolucionario –continuó, grave- y me lanzó a este intento por cambiar el estado de cosas, por revertir un devenir histórico que tanto daño me hizo y nos hace.

Hizo un silencio.

-Sufrí mucho de niño, Jorge. Sufrí mucho.

Percibí que no debía formular preguntas, que “El Discípulo” estaba dispuesto a contar, a narrar, a sincerarse, motivado tal vez por la calma de la noche y el vaso de whisky que sostenía en su mano y que un atento edecán uniformado volvía a llenar apenas disminuía su contenido.

-Me levantaban a las seis de la mañana, Jorge. A las seis de la mañana.

Su voz se crispó y, por un momento, pensé que iba a largarse a llorar. Era, sin duda, un hombre sensible y delicado.

-En pleno invierno, Jorge –se repuso-. En pleno invierno y con un frío insoportable, cruel. Tú conoces el frío húmedo de Rosario. Tienes más o menos mi edad, entonces sabes que antes, en aquellos tiempos, hacía mucho más frío. La codicia impúdica del capitalismo salvaje no vacila en recalentar el planeta con la emanación de gases de carbono, y ahora ya no se ven esas veredas cubiertas de escarcha como cuando yo salía de la calidez de mi casa para caminar las once cuadras hasta la escuela Mariano Moreno N° 60 de la calle Paraguay, Jorge...Pero en esa época había escarcha, Jorge, escarcha había en el piso porque cuando salíamos todavía era de noche.

De noche, Jorge. Niños de seis años arrancados del calor de sus camas por sus propios padres, cómplices del Sistema, y arrojados a la oscuridad y el frío hiriente y lacerante de la calle, Jorge.

Beltrame hizo estallar una palmada de furia sobre la mesa rústica. Se puso de pie, mirando al vacío. Había terminado la frase gritando y le temblaba la voz.

-¡Seis de la mañana, carajo! –aulló-. ¡Y en pantalones cortos! ¡Porque antes no nos ponían pantalones largos, no había pantalones largos, no existían, o existían pero no se usaban para los niños porque no era la moda! ¡Esa puta moda dictada desde los polos del poder, por los dictadores del prët-á-porter!

Se volvió a sentar más calmo. Pero lucía infinitamente triste.

-Criaturas de seis años, Jorge. Que dormían arropadas en sus camas, retemplados los pies por la bolsa de agua caliente, despertados a empujones en el medio de la madrugada oscura, que debían levantarse muertos de sueño, atrasados de sueño y salir de la cama medio desnudos a enfrentarse con el frío helado de una habitación enorme, de techos altos, que apenas intentaba entibiarse con una estufa a kerosén. No había calefacción central, Jorge, ni losa radiante, tú lo recuerdas. Una estufa estéril, a kerosén, que tu madre o tu padre llevaban tomada por el manillar de una pieza a la otra, según adonde se movieran, intentando calentar el lugar inútilmente... Y el sueño, Jorge, ese sueño inmenso, terrible, que nos mantenía en un sopor doloroso, que nos hacía caminar bamboleantes, como zombis, hasta el baño, para lavarnos los dientes...¿Sabes lo que dice II Chung, Señor de la Guerra, en su libro Copad los flancos? “El descanso es un arma”, Jorge. Eso dice. El combatiente descansado cuenta con esa arma a su favor. Está lúcido, presto, atento. El niño que es arrancado de su lecho a las seis de la mañana no sirve para nada, sólo sufre y mantiene una duermevela, mezcla de sueño y lucidez que lo confunde y no entiende luego ni qué es el sustantivo ni qué es el predicado, Jorge. No entiende. Y sale a la calle y es de noche. Están las luces de la calle encendidas, Jorge. Y las de la escuela, están todas encendidas.

Hay sombras en el patio y en los pasillos, los otros zombis pequeños como él y las maestras y la directora no son más que volúmenes fantasmagóricos, dramatizados por la penumbra. ¡Y los sabañones, Jorge! Los sabañones que nos enardecían los dedos de los pies, de las manos y también de las orejas: ¡las orejas!

Se tomó una de las orejas con las manos y me la señaló como si aún hubiesen quedado allí secuelas del tormento.

-Nunca me rasqué tanto, Jorge. Ni cuando llegué a la jungla y me devoraron los insectos zancudos tropicales.

Beltrame cayó en otro silencio prolongado. Desde afuera llegaban, reducidos, los sonidos nocturnos. Un guardia paseaba en el perímetro de luz arrojado por una farola. Beltrame parecía agotado luego del desahogo. Yo estaba atento al clic que me indicaría el final de la cinta de mi grabador. Marito, a mi lado, permanecía sentado, su cámara en posición pero sin accionarla casi, abismado por las palabras del líder guerrillero.

Él, Marito, que había presenciado las atrocidades de Croacia, que había sido testigo presencial de la conferencia de prensa donde el jefe bandolero colombiano Isidro Pablo Cortés rebeló su arrebatadora homosexualidad y su pasión por Ricky Martin, estaba ahora transido por la confesión de Beltrame.

-A veces llovía, Jorge. A veces llovía –continuó Beltrame-.

No sólo era de noche, no sólo hacía un frío realmente de cagarse, no sólo eran las seis de la mañana y afuera estaban las luces encendidas sino que también llovía. Y había veces, pocas pero las había, en que mis padres no me mandaban a la escuela si llovía mucho. En ocasiones hacían eso, me concedían esa gracia. Entonces, había noches en que a mí me despertaban los truenos, los relámpagos y el fragor del aguacero golpeando contra el patio y yo me apretujaba bajo las sábanas y las cinco o seis frazadas que me ponían para atenuar el frío. Me acurrucaba, Jorge, y sin ser creyente rezaba para que no parara la lluvia, para que siguiera, que diluviara para no tener que salir botado de esa tibieza, de ese nido acogedor y hermoso donde yo estaba para ir a la escuela. Nunca he sufrido tanto, Jorge, nunca he sentido tanta ansiedad y angustia de que me vinieran a buscar. Entredormido, temblando, calculaba. “Ya son más de las seis, y no me vienen a buscar, ya pasó la hora de levantarse, ya no vienen por mí esos bastardos, hoy me dejan quedarme en casa jugando a los soldaditos”.

“Y procuraba oír, afuera, el ruido de la lluvia cómplice, comprensiva. Paraba la oreja para escuchar si pegaban las gotas en la galería o si caía el chorrito del desagüe sobre el patio. A veces pensaba que ya me había salvado, que había zafado. Entonces, aterrado, escuchaba las chancletas de mi madre por el pasillo, arrastrándose como reptiles, y la puerta que se abría, y la voz de mi madre falsa, meliflua, anunciando casi en un canto: ‘Negrito... Es la hora... Vamos... arriba’. ¡Y me moría de odio, carajo! Contra el mundo, contra la humanidad entera. Y no era levantarse para ir al cine, Jorge, tú me entiendes, ni para ir al parque de diversiones, ni nada de eso. Era para ir a la escuela, con su Gramática y su Matemática y todas esas mierdas, mi viejo, todo eso. Pero lo peor era la hora, la hora para despertar a un niño de seis años que no sabe nada y piensa que ése es su destino. Nunca he sufrido tanta angustia como esas noches de lluvia cuando me ilusionaba y luego sufría el cachetazo atroz del desengaño. Nunca. Ni cuando, años después, venían a buscarme los Federales rastreándome en mis diversas casas de Chapinero o El Vedado”.

El asistente gordo llenó de nuevo el vaso de whisky de Beltrame. Luego éste descartó encender un nuevo puro.

-Sólo fumo puros de no más de quince centímetros de largo-me dijo, aplastando la colilla del último-. Los detectores de calor de los helicópteros yankis tardan veinticuatro minutos en localizar el humo y el calor que produce un cigarro. Luego de eso, te cagas. Al centímetro número doce el láser te localiza y te meten un cohetazo, una de esas roquetas que ellos tienen.

Es el peligro del tabaco, Augusto –dirigió esta última frase a su asistente gordo, sonriendo. Fue el único rasgo de humor que le vi durante el encuentro. Beltrame se puso de pie masajeándose el estómago abultado. Se lo veía relajado. Bostezó. Sin duda, la entrevista, la primera entrevista que “El Discípulo” concedía a un medio gráfico, estaba terminada.

-He preguntado Jorge... –pasó amistosamente su brazo sobre mi hombro, mientras me conducía hacía afuera, donde los dos milicianos que nos habían traído estaban esperando-. He preguntado por qué los niños deben levantarse tan temprano para ir a la escuela y nadie ha sabido contestarme, te juro. No soy necio. Quise asegurarme, antes de lanzarme a la lucha armada, de que no hubiera causas justificadas para este sacrificio infantil. Supervivencia de la especie humana, preservación del medio ambiente, prevención de pestes devastadoras, algo así, que justificase el castigo.

“Nadie supo contestarme. Ni las maestras, ni los padres, ni el portero de la escuela, ni don Fidel de la Canaleja Ortuño, el agudo educador. El sacrificio por el sacrificio mismo. Me juramenté en cuarto grado, cuando quisieron comprar mi aprobación con la ridícula distinción de escolta de abanderado, en cuarto grado, te juro, me dije: ‘Cuando sea grande no habrá poder humano, ni religioso, ni militar, que logre despertarme temprano’”.

Nos despedimos brevemente, como amigos que saben que van a volver a verse prontamente. Los dos milicianos me ayudaron con las cámaras y los focos de Marito. Lizardo, el guía cayapó, se sumó a nosotros. El burro de los guerrilleros ya tenía los ojos vendados. La noche era profunda y fragante, crujía con los lejanos reclamos de los búhos selváticos.

-¿Lo despierto a alguna hora, mañana, Comandante? –le escuché preguntar al asistente gordo.

-Ni se te ocurra, Augusto –contestó Beltrame en tono alegre y bostezando-. Ni aunque vengan los helicópteros americanos.

Nos fuimos. A la tarde del día siguiente ya estábamos en Otavalo. Y, por la tarde, tomábamos con Mario el vuelo a Porto Alegre donde, con suerte, alcanzaríamos la combinación a Buenos Aires. Sobrevolando Iguazú, Marito, pensativo, me comentó, en voz baja: “Después nos preguntamos cómo se originan los movimientos revolucionarios latinoamericanos”.



De "El Rey de la Milonga y otros cuentos"






viernes, 8 de febrero de 2008

La observación de los pájaros

Uno abre la puerta y sale a la calle con un in­fierno escarbándole las entrañas. Afuera, la siesta del domingo transcurre silenciosa y quieta, como si no pasara nada. Y no pasa nada, hermano, no pasa nada. Si después de todo, es apenas un partido más. Un partido más entre los miles de partidos que han jugado los clásicos equipos rosarinos. ¿O acaso uno piensa o alguien se acuerda de cómo salieron en el primer partido del año 75? ¿O en el segundo? Ni uno mismo lo sabe. Ni se acuerda. Son emociones mo­mentáneas, pasajeras. Intensas pero fugaces. Un do­lor profundo, una alegría enceguecedora pero que al día siguiente ya se va, desaparece sin dejar huellas físicas visibles, como la varicela. Seguro que no hay casi nadie en la cancha. Casi vacío el Parque. Maña­na dirá el diario que el partido concitó poco público. Que la campaña irregular de los sempiternos riva­les, la promesa de un mal partido y la amenaza de un nuevo empate alejó a las parcialidades, por su­puesto. No tiene importancia el partido. Si se pier­de, habrá un chisporroteo urticante durante un rato, alguna cargada extemporánea, una mirada sobradora, pero nada más. Nada más. Pero será un empate. Quedan 45 minutos apenas, si es que ya ha empeza­do el segundo tiempo. 45 minutos. Pero ¿cómo es po­sible que tarden tanto en pasar 45 minutos? ¿Cómo puede ser que se transformen en una eternidad inacabable? La cosa es no mirar el reloj. No mirarlo nunca. Entonces, de pronto, cuando uno en un refle­jo natural y entendible de animal urbano mira el cuadrante, ya han pasado 40 minutos o 43, no queda nada. Dos minutos apenas, un suspiro, una minucia de tiempo, un preámbulo mísero al gesto altivo del árbitro que levanta la mano derecha y muestra a los jugadores, a la tribuna y al mundo, que adiciona dos minutos solamente, que le importa un carajo que haya habido ocho de demora por choques y turba­multas y que está dispuesto a cortar el clásico lo an­tes posible con la tranquilidad de haber sacado el partido sin problemas mayores ni expulsiones injus­tas. Es así. Pero lo más jodido son los primeros 20 del segundo tiempo, eso es lo jodido, uno cavila. Allí todavía los equipos quieren llevarse los dos puntos y el local especialmente, carajo, se lanzará al ataque obligado por su condición de dueño de casa. ¡Y los nuestros son tan boludos que siempre se desconcen­tran en los primeros minutos! Entran dormidos, no encuentran las marcas, les meten goles imbéciles tras un rebote. Goles boludos... ¿Qué es eso? ¿Qué es eso? ¡Un bocinazo! ¡Hay un gol! ¡Alguien festeja! Si se escucha otra bocina no quedan dudas, ya se cele­bra... Pero no hay nada. Vuelve el silencio. Uno ca­mina y percibe un golpeteo sordo, un tam-tam opre­sivo desde el lado de adentro del pecho. La boca pas­tosa ¿cómo mierda pueden tardar tanto en pasar 45 minutos? Si uno va a comer por ejemplo, o a tomar un café y esta allí, al pedo, charlando, mirando a la gente, distraído y de pronto cuando mira el reloj, ya se le ha pasado más de una hora ¿Cómo es posible esa diferencia de densidad en el tiempo? Es más, ha­ce muy poco, digamos ayer sin ir más lejos, uno esta­ba en el patio de su casa jugando a los soldaditos y ahora, de golpe y porrazo, ya tiene la edad que tiene y se le ha caído el pelo de la cabeza. Hace horas prácticamente, se reunía con los compañeros de la secundaria festejando la finalización del quinto año, estrechaba la mano de Podestá, jodía con Carelli y de pronto, en un soplo, está aquí, caminando por las calles del barrio como un prófugo, como un linyera, como un fugitivo, tratando de que pase de una bue­na vez por todas ese puto clásico con el resultado que sea. Eso mismo. El resultado que sea. Victoria, empate o derrota. Incluso derrota. Porque la derrota, cuando se acepta, cuando se instala, invade el cuerpo como una medicina amarga pero relajante, resignada. Lo que a uno lo destruye es la ansiedad. Dos semanas, tres semanas, cuatro, esperando que llegue el día preanunciado. Séptima fecha de las re­vanchas. Y lo inapelable de lo indefectible. Esa bola en el estómago que se va formando en los comentarios previos, durante el partido con Vélez, durante el partido con Ferro, durante el partido con Boca, en torno al clásico que se acerca. La fiesta de la ciu­dad... ¡justamente! Se van a la concha de su madre con la fiesta de la ciudad. Feliz es ese perro que cru­za la calle. Se oyen incluso las pisadas acolchadas de sus patas sobre el empedrado, tal es el silencio de la siesta. No sabe nada del fútbol, no sabe nada del clásico, no le importa un sorete el resultado ¿Y eso? Alguien gritó. Sí. Alguien gritó. En una casa cercana se elevó un grito. ¿Hombre o mujer? Si es mujer pue­de que no haya pasado nada. Un reproche a su hijo tal vez. Si es de un hombre puede ser un gol. Aun­que hay mujeres terriblemente fanáticas también. Es más. Son las peores con las cosas que les gritan a los jugadores en la cancha. La casa es humilde. Pue­de ser gol de Central, entonces. El barrio es un re­ducto canalla. Pero ahora está todo muy mezclado. Antes los verduleros eran de Central y los oligarcas leprosos. Pero ahora uno ve conchetos que son cana­llas y unos grones impresionantes que son leprosos. Se ven incluso niños con la rojinegra muchas veces. No hay seguridad por lo tanto de que ese grito de alborozo provenga de un centralista. De todos modos, no se repite. Uno mira hacia el entorno como un in­dio. Olfatea el aire, para las orejas, gira la cabeza buscando indicios en el aire. No se puede sufrir tan­to. Tal vez sea mejor ir a la cancha. Uno esta allí in situ, en el lugar propiamente dicho de los hechos. Enclavado en medio de la popu, mirando lo que pa­sa, sin necesidad de adivinar nada ni de que se lo cuenten. Pero hay que ir muy temprano, cuando em­pieza la reserva. Y pararse y sentarse, y pararse y sentarse y pararse y sentarse cada vez que hay una situación de gol hasta que al fin se paran todos para siempre y se termina esa historia. Hay que estar más entrenado que los jugadores, carajo. Estrujado, además, por la sudorosa multitud bajo el sol incle­mente del estío. Y ver el insufrible espectáculo de los lepras cubiertos de banderas gigantescas, saltan­do y gritando como demonios en la bandeja de enfrente. Porque no se puede ir a las plateas y correr el riesgo de quedar sentado junto al enemigo. Y des­pués, la otra, la verdad: de visitante, sea en la Bom­bonera, en el Gasómetro o en el Monumental, es muy pero muy probable que te rompan el culo. His­tóricamente ha sido así. Y el regreso es duro. Pero lo peor es la radio. Es mucho peor que ir a la cancha. Es como pelearse con un tipo en una habitación a os­curas. Los relatores asumen la responsabilidad fren­te a sus oyentes, y más que nada frente a sus anunciantes, de dotar de dramatismo al espectáculo, esa verdadera fiesta del fútbol rosarino. Por lo tanto, los remates siempre salen rozando los maderos, las ata­jadas siempre revisten la condición de milagrosas y los ataques en profundidad despiden invariablemen­te un definitivo aroma a gol. Hay que guiarse enton­ces por el estallido de la tribuna, allá, en el fondo. El rumoreo de la indiada como telón de fondo del tipo que transmite. Uno escucha el "Uhhh" que se trans­forma en "Ahhh" cuando todavía el relator no ha al­canzado a gritar que esa pelota se viene como balazo para el marco, y uno ya entiende que nos salvamos de pedo o que volvimos a perder una ocasión irrepe­tible. Uno escucha el estallido lejano cuando el tipo aún está anunciando que llega el centro y ya sabe que el grandote de ellos saltó y te la mandó a guar­dar. En la cancha al menos, uno ve dónde está el wing, dónde se fue esa pelota y a qué distancia real del arco se desarrolla la jugada. Aunque también es­tá el recurso de escuchar otro partido y esperar la conexión con Rosario. River-San Lorenzo por ejem­plo, que conectará a cada momento con la emoción que se vive en el Parque Independencia en otra edi­ción de uno de los clásicos más antiguos de nuestro fútbol. Pero allí la cosa suele ser peor. El corazón es­tá inerme ante el sablazo fatal de la noticia. Antes por lo menos, con Fioravanti —un caballero de la ra­diofonía deportiva— alguien te anunciaba: "Atento Fioravanti". "¡Atento Fioravanti!" llamaba un tipo. Entonces uno se agarraba de las almohadas, por ejemplo —si estaba tirado en la catrera— daba una vuelta carnero sobre el lecho, mordía la sábana y aguardaba, como un pelotudo, como un cordero ante la destreza final del matarife, el golpe artero. Podía ser que llamaran desde otra parte, supongamos, desde Platense en Manuela Pedraza y Cramer, después de todo. O bien desde el coqueto estadio de Atlanta, para anunciar un gol de un ignoto puntero izquierdo. A veces uno, antes, un segundo antes, percibía detrás de aquel llamado cobardemente anó­nimo el corto e inusual estallido del público, de al­gún público, más parecido al sonoro griterío de los locales que al apagado de los visitantes y entonces intuía, detectaba, temía, que el llamado fuese desde Rosario. Y para colmo, Fioravanti demoraba la cone­xión comentando, preciso y atildado, que en esos mo­mentos, los bravos muchachos azulgranas estaban armando la barrera, la empalizada, el valladar, el muro de contención... Pero aquel anuncio, el "¡Aten­to Fioravanti!", alertaba el espíritu, prevenía la psiquis y disponía el terreno para recibir el dolor su­premo o la alegría enceguecedora. En cambio ahora no. Ahora, de buenas a primeras descaradamente, crudamente, ferozmente, un desaforado se mete en la transmisión vociferando "¡Gol de Boca!" y a la mierda. Uno queda aterido, trémulo, abofeteado, pensando que en esas tres palabras pudo haber cam­biado el sentido de la vida, el eje del movimiento del mundo y el sentido mismo de nuestra existencia so­bre la Tierra. Por eso, por preservación tal vez, uno puede decidir que no quiere saber absolutamente nada sobre el partido. No quiere verlo ni escucharlo, ni siquiera enterarse del resultado hasta el momen­to exacto del pitazo final. ¿Por qué? Porque uno sabe que todo sufrimiento tiene un límite, que su cansado corazón no podrá aguantar el trámite, que la angus­tiosa transmisión radial se sumará a la tensión pro­pia hasta alcanzar ribetes intolerables y que prefie­re, en suma, conocer el marcador ya puesto de un impacto seco, un manotazo duro, un golpe helado. Sin embargo encerrarse en un ropero, en la piecita chica de la terraza, puede ser ocioso. El sonido radial es finito, incisivo, líquido y se filtra por las pa­redes. Usted conoce que su vecino suele estallar en un mugido estremecedor ante los goles. Y están también las lejanas bombas de estruendo. Y las bo­cinas... El cine puede ser. El cine es una opción. Pe­ro siempre habrá en la platea casi desierta del do­mingo a la siesta, filas más atrás, otro cobarde con una radio portátil incrustada en el oído. Uno, sensibilizado como un animal en carne viva, pese a las ti­nieblas lo ha visto y asume desde ese mismo mo­mento, que Sharon Stone podrá ponerse en bolas una y mil veces, que Michael Douglas podrá aga­rrarse los huevos contra una puerta en repetidas ocasiones, pero que, a uno solo lo tendrá sobre as­cuas ese mínimo canturreo oscilante y rápido que más que escuchar, adivina y que proviene de la ra­dio del hijo de mil putas de la fila de atrás que hu­biese podido elegir otro cine para refugiarse. Por eso, ahora uno está en la calle. Intentó ver televisión y fue lo mismo. Tomó café, dio vueltas por la cocina pero el tiempo se había detenido en la casa como aquel tiempo que diseñara Bioy Casares en La in­vención de Morel. De pronto hubo una explosión, cla­ra, inequívoca. Una bomba de estruendo. ¡Aquello era un gol, sin duda alguna! Se levantó de la silla y giró varias veces en torno a la mesa, cautivo del in­fernal desasosiego. En la cocina la radio, apagada, muda, lo esperaba ¡Podía ser un gol de Central y uno estaba ahí, como un boludo, sufriendo al pedo! Y si era gol de Newells mala suerte. La resignación, sabía, habría de invadirlo como una melaza repara­dora. Hubo que correr hasta la radio y encenderla. El dial capturaba un programa musical, insensible a los problemas medulares de la sociedad. Uno buscó locamente con el dial. Apareció una propaganda gri­tona y vertiginosa ¡Era allí! "Vamos a la boca del túnel" indicó un tipo. Atrás, el rumoreo. No había exci­tación en los comentaristas, no había exaltación ni clamoreo. "El empate está bien, hasta el momento" sentenció otro. Era el entretiempo y cero a cero. Al­gún pelotudo descerebrado había hecho explotar aquella bomba perturbando a la gente en su descan­so, atentando contra la vecindad inocente. Uno apa­gó la radio, casi con rabia ante su ataque de debili­dad. Cuarenta y cinco minutos nomás para el final del suplicio. No se podría aguantar allí adentro. La adrenalina recorría el cuerpo como uno de esos ca­rritos multicolores que suben y bajan, endemonia­dos, por las Montañas Rusas. Había que salir. Cami­nar. Hacer algo. Ya deben ir como 20 del segundo. Ya seguro los equipos se conforman con el empate. Más vale no arriesgar, quedarse en el molde, cuidar atrás. Un punto es negocio para los dos, ni vencedo­res ni vencidos, la ciudad tranquila. Todos conten­tos. Pasa, veloz, un auto. Su conductor lleva el gesto adusto ¡Puede ser otro hincha de Central que está escuchando el resultado tan temido! Sí, a uno le pa­rece haber visto el péndulo de un escarpín azul y amarillo colgando del espejito... ¡Suena una bocina varias veces! Puede ser el inicio de un festejo u, oja­lá, el anuncio fatal de un accidente... ¡Ladra un pe­rro! Tal vez se alarmó ante el salto gozoso de su amo, lepra insigne... ¡Atruena el escape abierto de una moto! ¿O son petardos? ¿Hay gol de alguien? ¿Será alborozo ajeno o fuego propio? Uno recupera, de pronto, aquel instinto primario y animal que infructuosamente trataran de legarnos nuestros an­cestros aborígenes. Comienza a rastrear señales en la copa de los árboles, a adivinar conductas en la ac­titud de los animales, a bucear respuestas en los in­dicios de la naturaleza, en la interpretación del vue­lo de los pájaros. Desde una persiana cerrada llega la bocanada fugaz de un relator de radio. Uno apura el paso pero la voz lo persigue como un misil de ca­beza inteligente. ¿Qué inflexión ignota había en su voz? ¿La entusiasta y exitista del cronista ante la vi­bración de una victoria? ¿La cadencia monótona y desilusionada ante la mediocridad de un nuevo em­pate? Uno es un radar, es una antena, es el cervati­llo frágil que eleva el morro húmedo en la espesura, el oráculo que adivina el destino en la lectura sutil de los guijarros. Recuerda sin duda la última tarde en que se perdió —catastróficamente— un clásico. Aquella mañana previa al hecho los perros ladraron alocados, las aves enmudecieron y los gatos tuvieron un comportamiento errático y equívoco revolcándo­se, aparatosos, sobre sus propias heces. Deben ir, uno calcula, 30 minutos, media hora. Que todo siga así, en calma chicha, que no cambie ¡Otra vez una explosión, otra de estruendo! ¡Que la corten con eso, pelotudos! Ya se la hicieron correr una vez y era mentira. Tiran por tirar. Para hacerlo cagar a uno en las patas, nada más. Aunque sabe que si se confirma un gol de Central lo va a gritar. Solo y en la calle, como un pavote, seguro que pega un salto y se lo grita. Sí señor. Es toda una avalancha de presión que tiene acá, en la boca de la garganta, esperando salir, atragantada. Dobla lentamente un auto, el conductor lo mira y va hacia uno. Es el Negro Mario. ¿Qué quiere este boludo? ¿Por qué aminora la mar­cha, por qué lo mira? Mario saca media cabeza por la ventana, la menea y sonríe con una mueca triste. "¡Qué verga que somos, hermano!" dice. Un estilete de hielo le baja a uno desde el pecho hasta la entre­pierna. "¿Qué pasa? ¿Perdemos?" pregunta. "Uno a cero". "Qué va a hacer" dice uno, supuestamente fi­losófico, medio como si no le importara, como si hu­biera salido a caminar porque quiere reflexionar tranquilo sobre el devenir humano en el próximo mi­lenio. Mario acelera y se va. Uno está destruido, pul­verizado. Un hachazo feroz lo ha partido por el me­dio. "Qué va a hacer" se repite ¡Una mierda "Qué va a hacer"! ¡Mañana y pasado y toda la semana viendo en la televisión ese gol puto! Y el festejo, y el salto interminable de los lepra, y la pila de jugadores roji­negros celebrando. Y eso si es un solo gol, después de todo. Porque por ahí Central se va a la desespera­da a buscar el empate y se come cuatro. Decí que falta poco... Y aguantarse la cargada de Marini. La cara de sobrador del pelado Vega. Los mil chistes malos que brotan como hongos después de cada de­rrota. El "¿Sabes cómo le dicen a Central?". Hay que meterse en la cama y no salir por 20 días. Eso hay que hacer, la puta madre que lo reparió ¿Para qué carajo uno se pone esa remera mugrienta, la blanca con el dibujo del oso panda, que lo acompañara en tres victorias? ¿Para qué mierda se la pone uno? De ahora en adelante, no los ayuda más, así de claro. No los ayuda más. Después de todo ¿qué tiene que ver uno con ellos, con el equipo? ¿Juega acaso? ¿Uno entra a la cancha y juega, acaso? Son once mucha­chos medianamente conocidos y a la mierda. Nada más. Apenas eso. Hay cosas más importantes en la vida. Si a uno se le estuviera muriendo la madre en este momento, poco y nada de bola le daría al clási­co. Un clásico que no pasará a la historia, de eso no hay duda. Uno de tantos. ¿Cuánto va? Ya debe estar por terminar, casi seguro. Ahora sí, que pase algo. Alguna otra explosión, algún otro dato que permita aferrarse a una ilusión momentánea por lo menos. Aunque después resulte otro gol de Ñuls, mirá lo que te digo. Un dos a cero no es goleada, un dos a ce­ro... ¡Hay otra explosión, otra bomba de estruendo! ¡Y ahora otra, y otra más! Terminó. No cabe duda. Se acabó el clásico y nos ganaron. La reputísima madre que lo reparió. Y bueno, ya pasó. Hay cosas peores. Seguimos arriba, de todos modos, en la estadística. Se oscureció la tarde, está nublado. Ojalá que llueva y se arruine todo. Que nadie ande por la calle. Sale un chico de una casa y después otro. El primero, en cueros grita "¡Vamos Central, todavía!". Un relampagueo de flash lo ilumina a uno por den­tro. Se le seca la garganta. Balbuceante alcanza a preguntar, "¿Terminó?". "Uno a uno" dice el chico, "empató Central sobre la hora". Uno camina, ahora aterido, por inercia, por instrumental. ¡Central so­bre la hora, carajo! ¡Central sobre la hora! No grita. No hace un gesto. No levanta la mano. El grito le ex­plota adentro como una bomba de profundidad ¡Va­mos los canallas, todavía! Parece mentira. Uno hu­biese pensado que iba a saltar, desencajado; brincar sobre una verja, treparse a un árbol como un simio, escalar por un balcón hasta una terraza. Pero no. No es para tanto. No era tan terrible, después de todo. Tal vez no tan importante. Pero una sensación de la­situd, de calidez, de infinita paz interior lo va inva­diendo cordialmente. Ya está a una cuadra de su ca­sa. Tiene hambre, tiene ganas de ver a su madre, de estar con sus amigos, de acariciar la cabeza de los niños que juegan en la vereda, futuro de la Patria. La tarde está clara, plena de sol y hasta más fresca. Uno se detiene un momento antes de entrar a abrir la puerta y cruza un par de frases con su vecina. Le pregunta por las flores que está regando, por la di­mensión insólita que ha alcanzado la enamorada del muro. Comprende, de pronto que esa vieja hinchapelotas y mal llevada, no es tan mala. Por lo contrario, es muy simpática. Entra por fin y va hasta el baño, antes de prender la radio para oír, de punta a punta, los comentarios finales. Orina. Se lava las manos, se mira en el espejo. Tiene más de mil nuevas canas en las sienes. Hay dos arrugas novedosas y profundas en la frente. Las ojeras se han tornado más oscuras. Uno ha envejecido cinco años otra vez, igual que siempre. Todo por un clásico, apenas. Un partido de fútbol, simplemente.


De "La mesa de los galanes.... y otros cuentos" y de "Puro fútbol".

viernes, 1 de febrero de 2008

Medieval Times

No, dejame explicarte. No porque me haya ido a los Estados Unidos quiere decir que ande derecho. Quiero aclarártelo bien porque vos bien sabés que yo nunca cagué a nadie. Ahora, si vos me das quince minutos te explico bien qué fue lo que me pasó por­que te juro que si alguien te lo cuenta no se lo podés creer. Solamente a mí me pasan este tipo de cosas, será porque soy un pelotudo o por que soy de esa clase de tipos que no se la bancan ¿me entendés? Hay otra gente que se queda más en el molde y se aguanta lo que le tiren pero yo en ese aspecto, no sé si para bien o para mal, siempre fui medio retobado ¿me explico? Pero lo que quiero es dejar la cosa bien clarito con vos como para que entiendas cómo viene la mano y que no estoy tratando, de ninguna mane­ra, de pasarte. Es verdad que yo me fui a los Estados Unidos, es verdad. Yo te admito que habíamos quedado en vernos el 14 de febrero y yo me piré y no te avisé absolutamente nada. Pero no te avisé por­que no tuve tiempo y vos sabés cómo es el Pancho. Dijo "vamos, vamos" y a mí me pareció interesante la mano y agarré viaje. En parte también para ver si se enderezaba la cosa y empezaba a verle las patas a la sota de una buena vez por todas. Porque yo fui a laburar a los Estados Unidos, Horacio, fui a poner la giba, no me fui de joda como es posible que te hayan batido por ahí. El Pancho y Rulo —porque el Rulo también fue— hace como cuatro años que hacen este tipo de viajes a Miami a comprar pilchas para las vaquerías y han hecho su buena diferencia. Y vos lo sabés bien, Horacio, a mí se me estaba cayendo el negocio, especialmente después del quilombo con la Negra. Entonces agarré, junté los pocos pesos que tenía y me fui con Pancho y el Rulo, no solo para ver el asunto de los vaqueros —porque el mercado del jean ya está un poco emputecido— sino también lo de los muñecos de peluche, que allá están a un pre­cio que es joda, verdadera joda, y son unos muñecos con una confección de la puta madre y que acá los fabricantes no pueden competir en precios ni que se caguen. Porque allá los yankis, vos viste cómo son estos hijos de puta, ahora han encontrado el yeite de hacer laburar a los amarillos. Vos agarrás las pil­chas, los artefactos, los juguetes y son todos de Taiwán, Corea, Singapur, de todos esos lugares donde al obrero lo tienen bajo un régimen de explotación esclavista y los hacen laburar día y noche por una taza de arroz. Porque los hacen laburar por una taza de arroz a esos tipos. Eso, cuando no hacen laburar a los que están en la cárcel, te juro, para mantener­los ocupados, y no les pagan un carajo. ¡Los famosos Tigres del Pacífico! Se los han recogido bien cogidos a los famosos tigres del Pacífico. Estos yankis si no te cagan militarmente te cagan con el comercio. La cuestión es que me interesaban también los ositos de peluche porque si la cosa sigue así con la vaque­ría yo no me hago mucho drama y largo a la mierda. A otra cosa. Pongo un salón de ventas, lo lleno de pelotudeces y a otra cosa mariposa. Traje de esos bichos de felpa, una belleza te juro ¿Qué edad tiene tu pibe? No, tu pibe ya está grande pero te digo que a los pendejos les vuelan el bocho esos muñecos. Has­ta pescados de peluche te hacen los hijos de puta. Vos nunca te hubieras imaginado un pescado peludo pero los guachos lo hacen y no quedan nada mal, mi­rá lo que te digo. Me fui Horacio, entonces ¿qué iba a hacer? Vos no sabés el quilombo que yo tenía aquí, pero me fui. Bah, vos sí lo sabías. Así que no tenía otra. No tenía otra. Muy bien, llegamos a Miami y ahí empezamos a entrevistarnos con distintos tipos. Bien los tipos, bien. Cubanos casi todos. Una suerte, te digo, porque el Pancho y el Rulo no hablan un sorete de inglés. Que yo antes me preguntaba ¿cómo hacen estos monos para entenderse en una charla de negocios si no saben un joraca de inglés? Pero, bue­no, allá son todos cubanos y la cosa se hace más fá­cil. Más fácil es un decir. Rápidos los cubanos. El más boludo se coge una avestruz al trote. No te creas que han hecho la guita por infelices. Me de­cían que el poderío actual de todo Miami es gracias a estos cubanos, cosa que yo no podía creer, gusanos de mierda, que se rajaron todos huyendo de la Revo­lución y llegaron con el culo a cuatro manos hasta Miami, sin un puto mango. Porque yo pregunté si habían llegado con guita y me dijeron que no. Que Fidel no les dio tiempo ni para llevarse un calzonci­llo, mirá lo que te digo. Y sin embargo los ñatos, los que habían sido multimillonarios en Cuba a los veinte años, veinte años después ya habían recupe­rado esa fortuna en Miami. Mirá vos los tipos. Unas luces los cubanos. Charlamos un poco con ellos a pe­sar del asco que me daban esos gusanos y se nos quedó colgada una entrevista con un pesado de las pilcherías, un tal Ajubel, me acuerdo, para tres días después. Teníamos tres días al pedo entonces. Y va el Pancho, que tiene un petardo en el culo, vos lo co­nocés: no hay Dios que lo haga quedar más de dos minutos en un mismo lugar y se le ocurre ir a Disneylandia. ¡A Disneylandia, fijate vos! Que no había ido nunca, que para qué mierda nos íbamos a quedar en Miami y todo eso, empezó a romper las pelotas. Y el Rulo se anotó. También con lo mismo. Yo no que­ría ir ni en pedo. Y te lo digo porque sin duda ya ha­brá habido alguno que te haya venido con el cuento de que yo me piré a Disneylandia en onda bacán y todo ese verso. Yo fui porque aquellos dos se encaje­taron con eso y si no yo me iba a tener que quedar como un pelotudo en Miami, solito mi alma, miran­do los canales para latinos ¡Yo me quería ir para Las Vegas, querido! De haber tenido guita y tiempo, yo me hubiera ido para Las Vegas ¡Qué te parece! Nin­guna duda. Me dijeron que estaba en pedo, que Las Vegas estaba en la loma del orto, que el avión, que el tiempo, que las pelotas de Mahoma, en fin... Nos fui­mos a Orlando. El Pancho alquiló un auto, porque le encanta manejar, y nos fuimos para Disneylandia. Te juro, no sé si no era más lejos que Las Vegas. Es lejísimos eso. Yo escuchaba siempre hablar de Disneylandia, de Miami, de la Península de Florida y me creía que estaba ahí nomás. Como si vos cazás el auto acá en Rosario y te vas hasta Roldán, o a San Lorenzo, una cosa así. Santa Fe, por decirte mucho. Los otros dos boludos encantados. Que la ruta, que el coche, que la señalización, que las hamburgue­sas... Te la hago corta. Llegamos a Orlando, nos me­timos en un hotel cerca de los parques (porque son como parques eso), y nos fuimos el primer día a Dis­neylandia... A las cuatro horas de caminar, te juro, yo ya tenía las pelotas por el suelo. Lo llegaba a en­contrar a Mickey y lo cagaba a trompadas, te lo juro. Gente grande, jugando a esas cosas, haciendo colas para ver la Cueva de los Piratas. Pelotudos grandotes en pantaloncito corto, tomando helados. Árabes, iraníes con una cara de turcos que asustaba, musul­manes, mi viejo, fundamentalistas que vos pensabas que estarían ahí para ponerle una bomba a la Man­sión de los Fantasmas, comiendo pororó y esperando como corderos para meterse en esas lanchitas donde te ataca el tiburón. Una cosa de locos, demencial, te juro. Una cagada. Tenía razón el mexicano que manejaba la combi que nos llevó hasta Magic Kingdom, —ellos le llaman Magic Kingdom a Disneylandia—y te llevan desde el hotel en una combi. El mexicano, Luis se llamaba, un facho hijo de mil putas, nos decía, "Son retardados los yankis, retrasados menta­les. Les gustan todas estas cosas, se enloquecen con estos juegos. Retardados mentales, señor" nos decía. Aunque él, te digo, yo no sé si se las quería tirar del reivindicador de Latinoamérica, del gran revolucio­nario, de Emiliano Zapata o qué. Por ahí como nos veía argentinos y sabía que nosotros siempre hemos pensado que a los mexicanos los yankis se los han vi­vido recogiendo —como cuando les chorearon Te­xas— se las quería tirar de vengador de los pobres, de algo así. "Yo tuve como cuarenta de estos yankis a mi cargo, señor" nos decía, porque había laburado en una empresa de transporte. "Y los trataba mal, mal los trataba. No; son retardados. Imbéciles, drogadictos". Pero bien que el hijo de puta no solo vivía en los Estados Unidos, sino que se había comprado una casa para cuando se jubilara —"el retiro" le de­cía él— y se la había comprado ahí, en la costa de Florida, nos contaba. Mexicano piojoso. Los otros le mataban el hambre y éste se la tiraba de revolucionario. Y en esa combi que viajamos a Disney fue con nosotros también una venezolana, que justo se sien­ta al lado mío. Te digo que la venezolana era un cuatro, a lo sumo un cinco. Del uno al diez era un cinco, digamos, siendo generosos. Te juro que acá esa mina no me tocaba el culo ni con un palo, pero allá, ¿vis­te? la soledad te lleva a hacerte un poco el pelotudo. La venezolana, Leonor creo que se llamaba, andaba sola y como nosotros, también le habían quedado un par de días sandwich por negocios. Justo vuelve en la misma combi con nosotros y ahí retomamos el chamuyo. Y al día siguiente, a la mañana la volve­mos a encontrar para el desayuno. Una casualidad de aquellas, porque son unos hoteles de la gran pu­ta que están siempre llenos de gente. Pero la en­cuentro. Pancho y el Rulo de nuevo para Magic Kingdom, mejor dicho para Epcot, que me decían que era más interesante, más para intelectuales, me cargaban. Yo los mandé a la concha de su madre, les dije que se fueran solos, que a mí no me agarraban más. Aparte tenía los pies que eran dos albóndigas de tanto patear el día anterior en Disneylandia. Me quedé en el telo pero arreglé con la venezolana de salir juntos a cenar esa noche. Te repito que la vene­zolana no me movía un pelo pero, en parte, también quería un poco refregársela por la jeta a los otros dos boludos que andaban babosos con "Regreso al Futuro", "La Montaña Espacial" y me venían a ha­blar maravillas de la tecnología y del Primer Mun­do. Que si eso es el Primer Mundo mejor que nos cor­temos las bolas y se las tiremos a los chanchos. Un poco decirles, "Loco, ustedes sigan sacándose fotos con Minnie y el Perro Pluto que yo me voy de conga con una mina. En una de ésas hasta me echo un fie­rro y que después me la vengan a contar de la Mon­taña Rusa". Porque vos sabés bien, Horacio —y en eso somos todos parecidos— que yo puedo decirte que la venezolana no me movía un pelo, pero que si la mina me daba bola —y me daba bola— a eso de las doce de la noche (porque allá es todo más tem­prano) con un par de cervezas de más yo soy capaz de voltearme a esa venezolana y si me quedo más de tres días hasta en una de ésas me lo pincho al mexi­cano hijo de mil putas y todo, vos lo sabés. La en­cuentro a la venezolana a la noche y me dice, muy animada, que incluso ya me había preparado un programa. Que íbamos a ir a Medieval Times, que ya había reservado mesa, contratado el transporte y que ella me invitaba. Ahí me di cuenta de que me quería bajar la caña, pero me hice bien el boludo. Un duro ¿viste? Tipo Clint Eastwood. Le pregunté, como te preguntarías vos, como se preguntaría cual­quiera, qué era eso de Medieval Times. Me dijo que era un restaurante que, mientras vos morfás, hay un espectáculo medieval, de esos con caballeros, que hacen duelos con lanzas ¿Te acordás Horacio de aquella película "Ivanhoe", que hacían esas justas medievales, a caballo, con escudos y lanzas, que el que lo tiraba al otro a la mierda del caballo ganaba? Bueno, de eso, me dice. "Cagamos", pensé. Yo que imaginaba, no te digo en un Mc Donald, pero una co­sita modesta, algún boliche italiano que los hay, donde comer alguna pasta. Incluso una pizza, un va­so de vino. Yo hacía cuatro días que estaba en Miami y ya extrañaba la comida. Mirá qué boludo. Pare­ce mentira pero es así. Y esta mina me salía con eso. Comer mientras se ve un espectáculo de caballeros con armadura, que se cagan a espadazos. Te juro que estuve a punto de decirle que no, que no iba, que se metiera en el orto las invitaciones y las reser­vas. Pero estaba al pedo, tenía hambre y ya me ha­bía quedado desenganchado de los muchachos. Ellos no iban a llegar al hotel hasta tarde y además iban a venir destrozados, como yo volví el día anterior, después de caminar más de ocho horas como unos pelotudos por todo Epcot. Ir solo a comer no me con­venía porque con un solo año de inglés en la Cultu­ral —cuando yo tenía siete— no me alcanzaba ni pa­ra pedir la sal en un boliche. Y allí en Orlando no es como en Miami que todo el mundo la parla en caste­llano. Allá la cagaste, hermano. Algo de inglés tenés que manejar y esta venezolana me había dicho que ella lo hablaba perfectamente porque había trabaja­do en Maracaibo en una compañía petrolera de los yankis. Sabés que los yankis también se los han co­gido bien recogidos a los venezolanos, entre otros muchos, con el verso de la privatización del petróleo y todo eso. Así que me fui con la mina. Por supues­to, de nuevo el chofer de la combi era el gordo Luis. Y otra vez con lo mismo. Ya no conmigo, sino con una pareja de españoles que iba con nosotros. "Re­trasados mentales, señor, idiotas, ladrones también" y decía, refiriéndose a eso del Medieval Times: ''Es­tá bien, sí, muy bonito" con un tono ¿cómo te diría? despectivo, "Como para venir una sola vez, por su­puesto. Usted lo ve una vez y ya está bien, señor". Medio medio ya como tratándonos como infradotados por ir a ver ese espectáculo. Como diciendo: "¡Gente grande viniendo a ver estas pelotudeces!". Te juro que me dio bronca, ya me hinchó las bolas el mexicano. Tanto, te juro, que me predispuso bien con el espectáculo ¿Viste? De contrera nomás. Yo soy así, por eso me pasan las cosas que me pasan. Dije: "Es­te mexicano está hablando al pedo. No hay verga que le venga bien". Y entré contento al boliche, entré bien, de buen ánimo... ¡Para qué! Dios querido... ¡Para qué! Tenía razón el hombre. Primero te cuen­to que es un lugar inmenso, que quiere imitar a un castillo, por la parte de afuera. Entrás por arriba de un puente levadizo y te metés a una especie de sala de espera, enorme, muy grande. Adentro, para mí que quería una cena íntima, ya había como mil per­sonas. Pero no te lo digo en sentido figurado. Había como mil personas, no menos. Pero antes, antes de entrar —cuando te piden la reserva, las entradas y esas cosas— ahí una minita vestida de la Edad Me­dia, te entrega una corona. Una corona berreta de esas de cartón que se usan para los cumpleaños de los pendejos ¿viste? De algún color. Verde, o azul, o rojo. A nosotros nos tocó una a cuadritos blanca y negra. Y nos indicaron que nos las pusiéramos. Ahí yo ya agarré para la mierda ¿Viste cuando uno em­pieza a sentir como una calentura que le sube desde el estómago hacia la cabeza? Una cosa así empecé a sentir yo. La venezolana se puso la corona lo más campante y me pidió que yo hiciera lo mismo. Y yo no le di ni cinco de pelota. Hasta ese momento trata­ba de ser más o menos cordial, trataba de no darme máquina porque yo me conozco. Además, no quería dejarla para la mierda a esta pobre mina —que era buenita te cuento— porque ella me había invitado y hacía todo con la mejor buena voluntad. Lo que pasa es que los venezolanos son unos colonizados y yo no sé por qué, pero les caben todas esas payasadas que hacen los yankis. Porque te juro que eso era una reverenda payasada. Eso de que te reciban en un boli­che y te den una coronita de cartón pintado para que te la pongas. Y no era la Cantina del Lolo, que uno va con globos a bailar la tarantela. No. Eso preten­día ser un lugar bacán, un boliche de primera. Aga­rré la corona y me la metí debajo del brazo, por no desentonar y tirarla ahí mismo al carajo. Después la máxima: antes de pasar a la sala te recibe un tipo vestido de rey ¡de rey, mi viejo! Con capa, corona do­rada, barba, espada, y tenés que sacarte una foto con él. Bah, te ofrecen sacarte una foto con él, casi que te obligan, porque si no no pasás. Segunda payasada de la noche. No solo te tenés que poner una corona como un pelotudo sino que tenés que sacarte una foto con esa corona y con un tipo disfrazado de monarca, cosa de que quede un testimonio gráfico para las generaciones futuras y que después los mu­chachos del barrio se caguen de risa del pelotudo que viajó a Miami. Para colmo, yo no tuve reacción para mandarlo al monarca a la concha de su madre. Me quedé como un pelotudo al lado de él y me escracharon en la foto. Porque es todo rápido, chas, chas y a la lona. Y eso, el no haber podido reaccionar, me dio más bronca todavía. Por suerte, no salí con la coronita puesta —al menos defendí ese pedacito de mi honor— salí con la corona debajo del brazo, como co­rresponde a alguien que no le da pelota a esas cosas. Arriba la venezolana, después, ya en el salón, me cargaba. Me decía que había salido muy lindo y que le podría llevar esa foto a mis chicos. Me quería sa­car información la minita, muy bicha, sobre si yo es­taba casado y esas cosas, pero yo tenía tal moto en­cima que ni siquiera le prestaba atención a la mina.
En la sala de espera Horacio, te juro, toda la gente, las casi mil personas, con la coronita puesta. A los yankis les decís que se pongan un sorete en la cabeza y se lo ponen. Tipos grandes, viejos, gordos pelados, viejas chotas de lo más elegantes, con la co­ronita puesta. Y entonces, vino lo máximo. Lo que ya me sacó definitivamente de mis casillas y me dio bien por el forro de las pelotas. La minita que nos había recibido en la puerta del castillo le habla a la venezolana y le indica una cosa, que después la ve­nezolana me transmite. A nosotros nos había tocado la corona blanca y negra y entonces teníamos que hinchar por el caballero Blanco y Negro. ¡Pero mirá vos si serán pelotudos estos yankis! ¡Mirá si se caga­rán en la libre determinación de los pueblos! ¡No solo te obligaban a ponerte una coronita ridícula sino que, además, te indicaban para quién tenías que hinchar en la pelea a espadazos! ¡Es algo inconcebi­ble! ¡Tenías coronita blanca y negra y tenías que alentar al caballero Blanco y Negro! Es como si acá vos, por ejemplo, vas a un cuadrangular de fútbol-sala y no sos hincha de ninguno de los cuatro equi­pos. Bueno, muy bien, a los cinco minutos de verlos jugar, si se te cantan las pelotas, ya podes elegir a alguno de los equipos. Porque te gusta cómo la pi­san, porque juega un tipo que es amigo tuyo, por el color de la camiseta, porque van perdiendo y te re­sultan simpáticos o por lo que puta fuere, querido, por lo que puta fuere. Pero decidís vos, elegís vos, vos solito. Te juro que yo, a esa altura, ya tenía un veneno, pero un veneno, que no le daba ni cinco de bola a la venezolana que creo ya se estaba dando cuenta de que esa noche no me cogía. Aunque te cuento que yo, hasta ese momento, tragaba y traga­ba. No te digo que me sonreía pero trataba de no agarrar para la mierda y empezar a putearlos a to­dos en voz alta. Para colmo aparece el payaso del rey ese, el barbudo, y anuncia que nos preparáramos para pasar al lugar del espectáculo. En inglés, por supuesto, pero la venezolana me iba traduciendo. Que primero iban a pasar los de corona verde, des­pués los de corona roja, y así hasta pasar todos. Y yo pensaba "¿Pero qué es esto? ¿El colegio? ¿Por qué no nos hacen formar fila y agarrarnos de la mano tam­bién?" ¡Y los yankis lo más contentos! ¡Todos iban pasando de acuerdo al color de las coronitas, saltan­do, cagándose de risa! ¡Cómo corderos, mi viejo! ¡Después te vienen con la exaltación del individua­lismo y todos esos versos! ¡Con John Wayne salu­dando solo desde el horizonte o Bruce Willis hacien­do la suya a pesar de que el jefe de policía le ordena lo contrario! ¡Te juro que Bruce Willis va a Medieval Times y se pone la coronita colorada y grita para el caballero Colorado como cualquiera de esos otros pe­lotudos! ¡Si así los han llevado a Vietnam, a Corea, a la Segunda Guerra, querido! ¡Cómo corderos! Les di­cen te damos una gorra y una escopeta y ellos feli­ces, dale que va... ¡Uy cómo estaba yo, mi viejo! Envenenado estaba, te juro, envenenado. Entramos —cuando nos tocó el turno— al salón del show, del espectáculo y donde presumiblemente teníamos que morfar. Mirá, es una especie de tinglado, largo, rectangular, enorme —no sé cuánto tendrá de largo— como si te dijera una cuadra por cuarenta metros de ancho. A lo largo, a los dos costados, las tribunas pa­ra la gente, que está dividida por sectores. Acá los rojos, acá los verdes, acá los azules, cosa de que no se mezclen las parcialidades. Porque si llegan a ha­cer lo mismo en la Argentina, al primer vino que nos tomamos ya estamos todos cagándonos a trompadas. Y son como graderías, donde vos estás sentado en una tribuna y adelante tenés una especie de mostradorcito, también todo a lo largo, como un pupitre continuo te diría, adonde te podés apoyar y adonde además te ponen las cosas para comer. Y todo bas­tante apretadito, pegado al lado tuyo nomás tenés la otra persona, el ñato que sigue. En una de las cabe­ceras, alto, hay una especie de palco, que es donde va el tipo disfrazado de rey, el barbudo que, además, es el que dirige la batuta y no para de hablar en to­da la noche. Y por la otra cabecera entran los caba­lleros. Entre tribuna y tribuna, por supuesto, el pi­so, la pista, no sé cómo decirle, para los caballos. Que tiene una especie de arena, como en los circos. Y las luces, las banderas, esas trompetas que anun­cian cuando llega el rey, o la reina. O cuando salen los tipos que se van a cagar a lanzazos, todo eso. Yo me dije "Bueno Carlitos, pará la mano, relajate y disfrutá. Tratá de pasarla lo mejor posible y bajate de la moto". Porque por ahí, en una de esas, hasta me garchaba a la venezolana y todo. Ya se había puesto medio cariñosona ¿viste? y se aprovechaba de que había que estar bastante apretaditos para franelearme un poco. Me daba en la boca unos pedazos de apio, de pepino, no sé qué mierda era lo que nos habían puesto en unos platitos, como entrada fría. Todo medio rústico —porque se come con la mano ahí— como en las películas, eso no te lo había conta­do. Una copa grisácea de plástico o no sé de qué carajo era, que pretendía ser de bronce. Un copón, co­mo para el Príncipe Valiente. Aparte, un vaso de vi­drio y el platito con los pepinos. Para mejor, en mi intento por aflojarme y ser feliz, cuando empiezan a servir —pasaba un flaco disfrazado de paje o cosa así— me llenan el vaso de sangría ¡Sangría, loco! ¡Cómo en Sportivo Constitución! Yo no sé si estará de moda o en la Corte del Rey Arturo se tomaría, lo cierto es que nos llenan los vasos con sangría. Y ahí le empecé a dar parejo a la sangría. Meta sangría. Cada vez que me pasaba por adelante el paje ese, yo lo cazaba de esa especie de bombachudito que ellos usan y le pedía otro vaso. Al final ya medio me mira­ba fulero pero me daba, me daba. Porque si hay algo envidiable en esos tipos es la buena onda con que trabajan. Al parecer siempre contentos, siempre cagándose de risa. Yo pensaba "Claro... ¡cómo no van a progresar estos quías con semejante contracción para el laburo y semejante estado de ánimo! No son co­mo los japoneses que laburan porque son enfermos del bocho y si paran de laburar se agarran una depre terrible y se tiran debajo de un Tren Bala. A és­tos les gusta". Hasta que la venezolana me lo aclaró. Los pibes laburan por la propina. Por eso tienen tan buena onda, o fingen tener tan buena onda. Y allá el patrón te quiere rajar y te dice te tomás el piro y minga de preaviso de despido, o de indemnización o cualquiera de esas cosas. Te pegan una patada en el medio del orto y andá a reclamarle una mensualidad al Seguro de Desempleo. Para colmo, te cuento, para colmo, al poco rato de dejar las sangrías, pasa de nuevo el rubio, esta vez con cerveza, y me la sirve en una jarrita grande, también símil peltre o cosa así. Y ya mezclé la bebida, ya mezclé la bebida. Yo, que sé que me hace mal. Porque si yo largo con champú, puedo seguirla con champú toda la noche que vos ni lo notás. Pero si por ahí lo mezclo con algún whisky o algún gin-tonic, ahí viene la cagada, eso me ha pa­sado.
Y te cuento que estos ñatos no te servían san­gría y además cerveza de generosos nomás ¡Te lo sirven así porque no saben chupar, hermano! Ellos mezclan, mezclan cualquier cosa ¿O acaso no toman cerveza con tequila? ¡Toman cerveza con tequila! A mí me contaron que hacen así. Y creen que tomando vino son más refinados. Vos viste que en las pelícu­las los que aparecen tomando vino son los intelec­tuales y resulta que tienen unos vinos de mierda que no se pueden ni probar. Se la pasan hablando de los vinos californianos y me decía Pancho que te to­más un vaso y andás con cagadera como cuatro días con ese vino. La cosa es que te cuento que la cerveza y la sangría me cayeron para la mierda y no me re­lajaron un sorete. Para colmo de arranque los tipos largan con una sopa. De arranque ¿viste? ¡Una sopa, podés creer? Mirame a mi, muchacho grande, to­mando una sopa en la Corte del Rey Arturo. Se la ofrecí a la venezolana que, te aseguro, chupaba y morfaba lo que le ponían adelante. Han sido países muy hambreados ¿viste? Y aunque se notaba que la venezolana andaba bien de guita también era claro que la gente de esas nacionalidades sojuzgadas cuando les dan de comer, aprovechan, no tiran nada, porque no saben si el día de mañana van a tener pa­ra lastrar. Aunque la venezolana ya estaba en otra. Habían entrado los caballeros, digamos, había empezado el espectáculo y la gente se había vuelto completamente loca ¡Pero completamente loca, te ju­ro Horacio! A los que les habían dicho que gritaran para el Caballero Verde, gritaban para el Caballero Verde. A los que les habían dicho que gritaran para el Caballero Rojo, gritaban para el Caballero Rojo ¡Y todo así! ¡Cómo corderos, hermano! ¡Te llevaban co­mo ciego a mear estos imperialistas guachos! Y la venezolana estaba como desorbitada. Gritaba y aplaudía al Caballero Blanco y Negro que se había parado delante nuestro a saludar a su hinchada, porque cada uno se paraba delante de su hinchada para saludarla. Me acuerdo que yo le digo —yo esta­ba muy mal, te juro— le digo: "¡Pero vos sos una re­ventada hija de mil putas!". Decí que la mina no me escuchó con el griterío y todo eso, no me escuchó. Pe­ro entonces yo decidí gritar por el Amarillo. A la mierda. De contrera, nomás. Por el Amarillo. Parado en medio de la tribuna de los del Blanco y Negro, empecé a los gritos: "¡Vamos, Amarillo, todavía! ¡Va­mos Amarillo, carajo!". Los que estaban alrededor mío medio que me miraban raro. Incluso los de las otras hinchadas. Si hasta te digo que atrás nuestro había un grupo de pendejas brasileñas de no más de catorce, quince años, que hacían un quilombo de no­vela, que me empezaron a abuchear ¡Cómo a un traidor me abucheaban! ¡Si hasta el Amarillo se dio cuenta del despelote y miró para mi lado y yo lo sa­ludé con un puño en alto! ¡Tenía una pinta de grone del Saladillo el pobre santo que más ganas me dieron de hinchar para él! Debía ser algún chicano, al­guno de esos portorriqueños o algún mexicanito de esos que se cuelan en los Estados Unidos escondidos adentro de un mionca o cruzando un río. Vendría de alguna hacienda por ahí en Guadalajara y por eso sabría andar a caballo y el pobre cristo había ido a parar a esa payasada y tenía que seguir con el circo para ganarse un mango. Me imagino la vergüenza de escribir una carta a tu vieja diciendo "Conseguí laburo en los Estados Unidos" y mandarle una foto en donde estás vos disfrazado de dama antigua con esa lanza, el escudo, la espadita de juguete. Porque están empilchados perfectamente de época los des­graciados. Así como vos los ves en las películas esas de los castillos. Y los caballos también, te aseguro. Te juro que cuando las brasucas ésas, las pendejas brasileñas me empezaron a abuchear, me paré, me di vuelta y las mande a la concha de su madre. Me hervía la sangre, te juro, y para colmo la mezcla de bebidas ya me había puesto muy alterado. Se ve que ahora están de moda esos viajes de pendejas de quince años, que en lugar de festejar el cumpleaños con una fiesta las mandan a Disneylandia. Y salta­ban, gritaban, cantaban esas cosas de Xuxa, y esta­ban todas recalientes con el Caballero Blanco y Ne­gro que había venido a saludar a su parcialidad y que tenía una pinta de trolo el hijo de puta, vos no sabés la pinta de trolo que tenía ese muchacho. Pero claro, con esas pilchas, con el pelito largo, el caballo, todo eso, las pendejas estaban recalientes y chilla­ban como si lo vieran a Michael Jackson. Si a esas brasucas las mandan los viejos a los Estados Unidos a ver si algún negro se las recoge de una buena vez por todas y las desvirgan, para eso las mandan. Y yo me ponía más loco. Dejame de joder, un pueblo crea­tivo como el brasileño, con ese condimento africano, alentando a un vago nada más porque a la entrada les dijeron que tenían que alentarlo ¿Pero por qué no se van a la reputa madre que los reparió? Por al­go les va como les va, por algo son casi todos analfa­betos esos guampudos, que no saben ni leer.Decí que en eso trajeron pollo para comer y yo me puse a comer pollo. Pero la joda es que no te traían un pedazo de pollo, un cuarto de pollo, no era que el paje ese, el rubio de bombachudo, te pregun­taba "¿La pata o la pechuga" No. El rubio venía con una bandeja así de grande y le iba dejando un pollo a cada uno. Un pollito no muy grande, así sería, enterito, al horno y con una de esas salsas que ellos le ponen a todo, medio dulzona. Porque te aseguro que ellos se creen que comen muy bien y no saben comer un carajo. A todo le meten el ketchup y esas porque­rías. La savora, la salsa de tomate. Y con la mano, mi viejo, como los reyes. Yo le entré a dar al pollo por dos razones. Primero, que estaba buenísimo, hay que reconocerlo; y segundo, que me di cuenta de que tenía que comer algo porque había venido chupando groso y con el estomago vacío. Y eso es mortal. Me había levantado una curda en cinco minutos porque no había comido nada hasta ese momento. Y esa es otra maniobra de estos yankis hijos de puta. Te po­nen en pedo para quebrarte la voluntad. Uno, borra­cho, hace lo que el otro quiere. Y estos yankis lo aprendieron de los españoles, esos otros hijos de pu­ta. ¿O no lo aprendieron de los españoles? ¿O los es­pañoles no los cagaron a los indios con el alcohol? Los cagaron con el alcohol, mi querido. ¿O acaso la península de Florida no estuvo llena de españoles? Y te garanto que, conmigo, lo consiguieron. Porque yo me comí el pollo, que estaba buenísimo, y tam­bién un par de costillitas de cerdo que también te traían, y una papa al horno y no se me pasó la mamúa. Te aseguro que hay partes que no te cuento porque no me acuerdo un carajo. Es toda una nebu­losa que no me acuerdo y eso fue uno de los argumentos —después te voy a completar bien el asun­to— de donde se agarró la abogada, aunque eso es algo que te voy a ir ampliando al final. Lo que sí te juro es que quedé con grasa hasta las pelotas con ene fato de comer con la mano. Porque además, ya habían empezado las peleas eliminatorias entre los caballeros. Te explico: primero los tipos estos hacen una especie de ejercitación de destreza, digamos. Sa­can con la lanza una argolla parecida a la sortija, clavan unas lanzas más cortitas en unos blancos de paja. En fin... te diría que esa es la parte más ho­nesta de la cosa porque ahí no hay arreglo, ahí es simplemente una demostración de habilidad ecues­tre. Pero en las peleas es un completo circo, un arre­glo donde deben decir '"Bueno, hoy ganás vos y ma­ñana gana este otro". Así de simple, como en "Titanes en el Ring". Cosa de que no gane siempre el mismo y el tipo se sienta Gardel y ya pretenda el día de mañana irse a las Olimpíadas de las Justas Medie­vales. O se les descuelgue a los tipos con que quiere más guita porque él es el Rey de la Milonga. La cosa es que habían empezado a eliminarse entre ellos y la gente deliraba. Hacían duelos de uno contra uno, de aquellos de Ivanhoe. Con las lanzas largas, uno a cada lado de una especie de valla bajita, se venían y se pegaban en los escudos. El que caía quedaba eli­minado ¡Y el mío venía prendido, che! Y yo que ha­bía seguido con la sangría, estaba cada vez más da­do vuelta, te reconozco. Me limpiaba las manos con grasa en la espalda de la venezolana, por ejemplo. No por hijo de puta. De los nervios, nomás ¿Viste cuando vos ves que estás perdiendo el control, que hay algo que te sube y te sube desde el estómago por la garganta y no lo podés contener? Para colmo las brasileñas me gritaban de todo porque el Blanco y Negro también venía clasificándose para la final ¡Cómo estaría yo de acelerado, de desorbitado, fuera de mí mismo, que el Caballero Amarillo cuando ganó la penúltima pelea, primero saludó a su público y después se vino enfrente mío y me saludó con una inclinación de la lanza! Hasta el rey, el pelotudo ese que no paraba de hablar, me miró desde su palco co­mo cabrero ¡Y para qué te cuento que la final fue en­tre el Caballero Amarillo y el Blanco y Negro! Ahí me volví loco. Me paré en mi asiento, me di vuelta hacia las brasucas, saqué guita que tenía en el bolsi­llo y la estrellé contra el respaldo de nuestra fila. "¡Hay guita a mano del Amarillo!" grité "¡Hay guita a mano del Amarillo, la concha de su madre!". Y arrugaron, las brasileñas arrugaron —vos bien sa­bes que los brasucas arrugan de visitantes— pero empezaron a cantar no sé qué cosa. Me miraban y me señalaban, se reían las pendejas, muy ladillas, saltaban en sus asientos. Empezó el duelo final y yo, te lo digo con una mano en el corazón, estaba más nervioso que con Central. Para colmo, tenía la intui­ción de que al Caballero Amarillo no le tocaba ganar esa noche, pero que se había agrandado fundamen­talmente por el apoyo mío. Había encontrado un pe­lotudo que lo alentaba contra viento y marea, meti­do entre medio de la hinchada de los contrarios, pa­teándole el tablero a todos esos yankis mariconazos y había dicho "Yo a este tipo no puedo fallarle". El morocho se había envalentonado, cansado de que lo basurearan los otros por ser hispanoparlante y ha­bía dicho "Esta noche gano yo y se van todos a la pu­ta madre que los reparió" ¡Y se vienen che, y el Amarillo lo sienta al otro de culo de un lanzazo! ¡A la mierda con el rubiecito trolo, el Blanco y Negro! No sé, no me acuerdo muy bien qué fue lo que hice. Me paré en el asiento, creo que le grité algo al rey y me agarraba las bolas, le hice así con los dedos como que me los cogía a todos. Después me di vuelta hacia las brasileñas y también me agarraba los huevos y se los mostraba. Ni sé dónde carajo había ido a pa­rar la venezolana, por ejemplo. Creo que le pegué un empujón cuando el Blanco y Negro rodó por el piso y la tiré como cuatro escalones más abajo. Estaba loco, loco. Tan loco estaba puteándolas a las brasuquitas que no me di cuenta de que el Blanco y Negro se ha­bía parado, había sacado su espada y se le venía al humo al Amarillo ¡La pelea no había terminado! Me apiolé recién cuando vi que las brasuquitas ya no me puteaban sino que saltaban y alentaban de nue­vo mirando la pista de las peleas. Y el Blanco y Ne­gro lo cagó al Amarillo. Simularon pelearse a espa­das y con esas bolas de pinchos —porque fue una si­mulación asquerosa— y el negro puto ese del mexica­no se tiró al piso como quien se tira a la pileta, se dejó ganar el hijo de puta. La dignidad azteca en la que yo había confiado no le alcanzó para tanto. Ha­brá pensado, el piojoso, que era mejor asegurarse un plato de frijoles que ganar esa noche para darle el gusto a un argentino totalmente en pedo. Entonces el Caballero Blanco y Negro se vino hacia nosotros, hacia nuestro sector, caminando nomás, y saludó con la espada hacia su tribuna, especialmente hacia el grupito de brasileñas que chillaban histéricas. Ahí fue donde yo cacé el vaso, yo cacé el vaso de vi­drio, el alto, el de la sangría Horacio, yo cacé el vaso y, mirá —el Caballero Blanco y Negro estaría como de acá a allá— y le zumbé con el vaso. Acá se lo pu­se, exactamente acá, en medio de la trucha, en el en­trecejo. Cayó redondo el hijo de puta. No dijo ni "Ay". Le salía sangre hasta de las orejas. Acá se la puse. Lo que vino después, bueno, vos te lo imagi­nás. Vos sabés como son estos yankis con la cuestión de los juicios. Hay una industria del juicio allá. Vos venís a mi casa a comer una noche, te atragantás con una miga de pan y me metés un juicio, así no más, derecho viejo. No sabés el tiempo que estuve detenido. Después pude salir por eso que te decía de la abogada que adujo "Descontrol psíquico bajo esta­do de emoción violenta". Pero la cosa continúa, Ho­racio. A través de la embajada. Si tengo que poner­me son arriba de 27.000 dólares, hermano, no es mo­co de pavo ¿me entendés? Por eso te digo que me aguantes un poco, yo no tengo ninguna intención de cagarte, eso de más está decirlo. Vos sabés bien có­mo son los norteamericanos. Y ésta es otra de las formas que los tipos tienen para sacarle la guita a los tercermundistas. Especialmente a todos aquellos que se oponen al sistema. Por eso te digo, aguanta­me un cacho hasta que salga la sentencia. Aguánta­me un cacho, Horacio, que yo creo que todo se va a solucionar.

De "La mesa de los galanes y otros cuentos"