sábado, 26 de abril de 2008

Iniciación

Yo creo que a mi padre se le ocurrió ese día en que entró al baño y yo estaba bañándome. Dijo "permiso" y entró, sin esperar que yo contestara, cosa que siempre hacía y que a mí me jodía bastante. Pero él tenía esa costumbre de los clubes, de los vestuarios de los clubes. Le gustaba esa cosa muchachera de la falta de privacidad de los clubes y, entonces, lo mismo entraba. Yo creo que fue ese día porque me pegó una ojeada, empezó a buscar algo en el botiquín, por ahí me volvió a mirar, cerró el botiquín y se fue preguntándome si salía bien el agua de la ducha y sin esperar a que yo le contestara.
También es cierto que yo hacía poco que me había puesto los pantalones largos a instancias de mi viejo que le preguntó a mi vieja qué esperaba para comprármelos y le dijo que faltaba poco para que se me pasaran las bolas por debajo de los cortos. Además a mí me había agarrado una gripe fuerte y había pegado un estirón interesante. No diré que me había puesto alto porque nunca fui alto, pero para esos días había pegado un estirón considerable.
Al poco tiempo lo encontré a mi viejo hablando en voz baja con mi madre y eso me sorprendió porque mi viejo hablaba muy poco con mi madre. Era de esos matrimonios de antes que funcionaban con muy pocas palabras, con acuerdos tácitos, con miradas, con gestos. Por otra parte, se daba por descontado que el padre no tenía por qué contarle sus problemas a la esposa. Pero yo entré en la cocina no sé buscando qué cosa y ellos estaban hablando en voz baja y cuando me vieron dejaron de hablar o cambiaron la conversación, no sé, algo que yo me di cuenta. Y me dio la impresión de que mi viejo quería convencerla a mi madre de algo y que a ella no le caía del todo bien el asunto. Después, esa tarde, mi madre, mientras planchaba, me miraba. Daba un par de pasadas con la plancha y me miraba, después volvía a planchar. Yo estaba estudiando química, me acuerdo —una materia que detestaba— y me hacía que no la veía, pero notaba que ella me estaba observando.
Pasó un tiempo y no ocurrió nada. Digamos, todo esto que ahora yo cuento lo relacioné después, después que pasó todo. En ese momento, digamos, lo noté, pero no le di mayor importancia. Después até cabos, más adelante.
Muy bien; un día mi viejo aparece de tarde, y eso era raro en él, que casi siempre aparecía ya bien de noche, y me dice "vestite". Ahí fue, ahí fue cuando yo me di cuenta de que había algo raro. Cuando él me dijo "vestite" yo ya presentí que había algo raro.
"¿Adonde vamos?" le pregunto. "Al club" me dice. Me acuerdo que salimos juntos, caminamos esas tres cuadras y llegamos al club. En el trayecto mi viejo no me habló una palabra, nada. Llegamos al club y mi viejo entra en el buffet. No había un alma. Mi viejo se movía en el club como en su casa, o mejor que en su casa porque se la pasaba más en el club que con nosotros. "¿Está Mendoza?" le pregunta a un tipo que aparece detrás del mostrador. "Salió" le dicen. "Cagamos" dice mi viejo. "Pero vuelve" dice el tipo. "Lo esperamos, entonces" dijo mi viejo. "Acá, con el compañero, lo esperamos". Nos sentamos en una de las mesitas del salón. Mi viejo, después de hablar conmigo algunas pavadas, banalidades, las clásicas preguntas de cómo me iba en el colegio, esas cosas, me empieza a decir que todo llega en esta vida, que el tiempo pasa, que yo ya había dejado de ser un pibe, que estaba empezando a ser un hombre, que había algunas cosas que yo tenía que conocer, etc., etc., etc. Todo muy por encima, todo más amagado que concreto, pero era la primera vez que nos poníamos los dos, uno frente al otro, solos, en una mesa, a hablar de esos asuntos. O mejor dicho, hablaba él, yo lo escuchaba. De todos modos, era la primera vez. No fue muy larga la espera, sin embargo, porque enseguida llegó el Mendoza en cuestión. Era el bufetero del club; yo lo había visto un par de veces antes. Y se ve que ya habían conversado de la cosa porque mi viejo le dijo: "Acá está el hombre" señalándome y el tipo dijo: "¿Así que éste es el campeón?" y enseguida mi viejo se levantó, lo agarró del brazo y se lo llevó hasta el mostrador. Ahí estuvieron hablando unos minutos con gran familiaridad. Mi viejo le dio unos pesos que sacó de la billetera y después se acercó de nuevo hasta la mesa. "Te dejo con Mendoza" me dijo "es un amigo. Él se va a ocupar de todo". "Andá tranquilo que todo va a salir bien" le dijo el otro a mi viejo desde atrás del mostrador mientras acomodaba unas facturas que se ve quería dejar arregladas antes de venirse conmigo. "Después te veo en casa" me dijo mi viejo, y se fue. Este Mendoza entró a lo que era la cocina del club y enseguida salió con un saco puesto, así nomás, sin corbata. Me acuerdo que agarramos el auto de él, un Plymouth viejo, todavía me acuerdo, y salimos. Ni sé para qué lado agarramos pero este Mendoza tampoco me dijo nada.
Llegamos a una casa, una casa grande, y bajamos. Mendoza entra y me hace esperar afuera. Al ratito sale y me dice: "Entrá". Yo entro, era un living amplio, bastante bien puesto, con unos sillones, esas mesitas con mantelitos de encajes y unas muñecas sobre las mesas, todo bastante rococó.
Y ahí había una mujer, alta, grandota, que debía ser bastante joven, andaría por los 35, por ahí, lo que pasa es que para mí, en ese entonces era casi una jovata, una veterana. La mujer tenía puesto una especie de salto de cama con muchos bordados y chinelas. No era fea, para nada. Tenía un pelo muy negro me acuerdo y los ojos muy pintados. Me acuerdo también del perfume, un perfume dulzón, penetrante. Mendoza y la mujer cuchichearon un momento, se rieron y enseguida Mendoza se fue hacia la puerta. "Te espero en el auto" me dijo, y me guiñó un ojo. "Vení, pasá, pasá", me dijo la mujer, apoyada en la puerta que daba al patio y que era parte de una mampara con un vitraux.
Entonces me acuerdo que pasamos a una pieza, a un dormitorio, donde había una estufa de esas altas a la que, en la parte de arriba, le habían puesto una ollita con hojitas de eucaliptus para secar el ambiente. No me podré olvidar nunca de ese olor. "Sentate" me dijo la mujer, y me señaló una silla; "yo ya vengo". Yo me quedé ahí, sentado en la punta de la silla, mirando todo, con las manos agarradas medio tapándome los puños de la camisa que me sobresalían por debajo del saco porque estaban medio despelusados y me daba vergüenza. Enseguida vuelve esta mujer del baño y se había sacado esa especie de batón, de salto de cama, que tenía. Tenía puesta una camisa blanca y una pollera, sencilla nomás. Se sentó en la cama y, mientras me miraba, dejó caer las chinelas y subió las piernas a la cama. Yo trataba de no mirarla mucho, pero ella me miraba permanentemente. Por ahí me dijo: "Tenés lindos ojos". Yo me quedé mudo y seguía tratando de no mirarla. "De veras''', repitió, "tenés ojos muy lindos". Después se hizo un silencio y yo noté que estaba transpirando. Yo, estaba transpirando. Era un silencio muy pesado y sólo se oía el tic tac de un reloj desde la otra pieza. Entonces ella se levantó y se acercó lentamente a mí. Se agachó enfrente mío y puso sus manos sobre las mías. Después se levantó, sin soltarme las manos, y yo quedé casi obligado a mirar a los ojos. Entonces me dijo: "Hay cosas que un hombre tiene que saber". Y enseguida: "Los Reyes Magos son los padres".
Después, lo único que me acuerdo es que me fui de aquel lugar llorando.


De "Nada del otro mundo y otros cuentos"

lunes, 21 de abril de 2008

Sexo explícito

La Flaca siempre estuvo buena, siempre. Yo la miraba trotando adelante mío y decía “mamita, si te agarro”. Más la miraba y más me calentaba, me ponía al palo. Y eso que ella no me había dejado acercarme demasiado. Porque es grandota la guacha, algo desmañada te diría. Pero, incluso eso, ese mismo asunto de moverse así, un poco torpe, un poco zanguanga ¿viste?, ese trotar un poco de costado, era lo que más me venía loco. ¡Treinta cuadras ya había trotado detrás de ella! O más. ¡Qué sé yo! Quizá cuarenta, uno no le da bola a esas cosas en esos momentos. Pero un par de veces que me le quise acercar ella me había mordido. Yo, te digo, nunca voy a entender a las hembras.
Porque uno sabe que andan alzadas y hacen todo por demostrarlo. Además, despiden ese olor fuertón y andan locas por un poco de sexo pero, después, hay que seguirlas como mil kilómetros para conseguir algo. Y arriba te muerden, las desgraciadas. Y todos en patota, en montón, corriendo como pelotudos detrás de ella que nos llevaba a la rastra, adonde se le cantaba el orto, como ciego a mear nos llevaba. Siempre me ha avergonzado muchísimo eso. Y eso que yo he sido siempre medio travieso, especialmente antes de que me mandaran a la escuela. Pero siempre me dio por el forro esa cosa babosa, infame, de andar hecho un imbécil detrás de una hembra, como una banda de desesperados como uno, la lengua afuera, las patas y los pelos de la panza embarrados, dando un espectáculo lamentable. Porque aquello parecía el juego de “siguiendo al líder” ¿te acordás? La Flaca cruzaba un baldío y nosotros cruzábamos el baldío; La Flaca se metía en un charco y nosotros nos metíamos en el charco; a ella se le antojaba atravesar un basural y nosotros atravesábamos el basural. Y lo que es peor, yo veía, con el poco resto de lucidez que me quedaba, que ella nos iba llevando para la avenida Alberdi, a meterse como una boluda en medio de las cuatro manos de coches que vienen y van echando putas de un lado para otro y que más de una vez ¡qué digo una vez! ¡miles! Han hecho cagar a uno de nosotros. Aparte, te confieso, la preocupación de saber que me estaba alejando de la casa. Saber que se pasaba la hora de comer y que iban a empezar a preocuparse por averiguar adónde carajo estaba yo. Incluso, la responsabilidad. La custodia de esa casa está a mi cargo, el abogado ha depositado la confianza en mí, para que yo me la pase firme ahí detrás de la reja y no para que ande corriendo detrás de una loca que ya más de una vez me hizo lo mismo, y al final, ni cinco de pelota. Porque ésa es otra. Uno puede correr, trotar, trepar, largar los bofes detrás de cualquier histérica para que después la muy hija de puta no le dé ni la hora. Pero te juro que, en esta ocasión, yo estaba dispuesto a revertir la historia. No iba a permitir otro desprecio. Iba a ir hasta las últimas consecuencias aunque tuviera que seguirla hasta la recalcada concha de la lora, como una vez, hace años, que detrás de una dálmata fui a parar a Capitán Bermúdez. Esta vez no iba a pasar lo mismo. Sentía las patas… ¿sabés cómo tenía las patas? ¡Así tenía las patas! Parecían cuatro hornallas. La boca pastosa, por la calentura. ¡Y me picaba todo el cuerpo! Por el sudor ¿sabés cómo sudaba? Pero no iba a dar el brazo a torcer. Ella se había parado sólo dos veces, en dos esquinas justamente, en plena zona comercial y nosotros nos habíamos arremolinado alrededor suyo como tiburones. Porque a esa altura de la persecución ya éramos como veinte ¡qué sé yo! Treinta. Siempre me pone mal esa multitud, esa falta de medida en la ambición, esa actitud ramplona de unirse a la patota, a veces, por el solo hecho de molestar o de joder un poco. Admito que La Flaca le gusta a cualquiera de la misma manera que me gusta a mí. Pero había algunos pelotudos que se unían al grupo sin ninguna chance, como quien puede unirse a una murga, a una comparsa, a una procesión, al reverendo pedo.
Había un pekinés, por ejemplo, no te miento, que no medía más de quince centímetros de altura, que no le llegaba a la Flaca ni al garrón, y venía tercero o cuarto, ladrando de vez en cuando, alborotando como si fuera un astro de cine, metiéndose entre las patas de los demás, al pedo, al grandísimo pedo, por hacer número, porque lo importante es competir o porque se creía que era una carrera, el pelotudo.
O porque se pensaba que era una joda y no una ceremonia de preservación de la especie. Había otro cuzco color naranja, ordinario como papel de cuete, cruza de vaya a saber cuántos bastardos desconocidos, al que le faltaba un ojo para colmo, y que pretendía avanzarse a la Flaca cuadra por medio y trepársele en las ancas. Decí que la Flaca le encajó un par de tarascones en el cogote y el idiota se mandó a mudar por allá atrás y se quedó en el molde. Pero no aflojó ¿podés creer? A las dos cuadras ya lo tenía de nuevo al lado mío, jadeando, empecinado, dale y dale el tuerto hacia las cuatro manos de la Avenida, candidato fijo al despanzurre, a que lo agarrara un Scania Babis y lo dejara planchado en el pavimento. Y además, el escándalo. Éramos ya una piara de vándalos enceguecidos, irracionales, trotando como zombis entre la gente. Por suerte la Flaca tuvo el buen tino de no parar frente a una iglesia ni frente a un colegio, cuando salen los pibes. Yo pensaba, dentro de la calentura, en Marquitos y Maite, que estarían preguntando por mí en la casa, buscándome para darme de comer.
Yo jamás les daría ese tipo de espectáculos por mi voluntad, ahí tenés. Creo que desistiría incluso de servirla a una hembra como la Flaca aun viniendo ella a tentarme en el jardín de la casa, mirá lo que te digo. Por no mostrar frente a ellos lo indecoroso del sexo. Para algo me mandaron a la escuela, supongo. Pero en aquella jauría valía todo. Era como si el mundo exterior hubiese desaparecido para nosotros.
La gente nos miraba pasar con un cierto dejo de temor y asco, o se corría contra la pared por miedo a que los atropelláramos ¡cómo sería el embale que llevábamos! Ya, más de una vez, al cruzar alguna calle, yo había escuchado frenadas, bocinazos, el chirrido de las gomas sobre el asfalto, pero no me había dado vuelta ni para mirar. La verdad es que no quería mirar a nadie. Ni a la gente. Es que sufría pensando en que pudiese verme algún amigo en ese trance, babeándome detrás de aquella perra. Que me viera algún amigo del abogado, o de doña Lucía. El arquitecto Constantini, por ejemplo, que diseñó el salón de juegos de los chicos y la pileta, que siempre que va a la casa elogia lo cuidado y terso de mi pelaje. Que me viera así, mezclado entre esa banda de descastados, mordiéndome con los demás, atravesando charcos podridos, pisando mierda. Que me viera el primo de Mauricio, sin ir más lejos, el que le llevó al abogado a la Duquesa para cruzarla conmigo.
Dos noches enteras me dejaron con esa histérica encerrado en el patiecito del fondo para ver si pasaba algo. Pero yo sabía que me estaban espiando, Florencia, Máxima y la hija de Máxima, ahí, cuchicheando, meta chusmear, cagándose de risa de mí. Con esa falta de privacidad, con tanto público, nadie puede tener una relación satisfactoria. Pero hubiese sido terrible que el primo de Mauricio me viera por la calle y le contara al abogado “Vi a su perro corriendo tras una hembra en celo por calle Agrelo. Iba acompañado por un grupo de otros quince miserables”. Aunque no creo que le hubiese sido muy fácil reconocerme. Ya te hablé de la mugre que me cubría, del agua sucia que se me había hecho barro entre las verijas, y las patas, todo, era un asco eso. O los ojos de loco, la expresión, digamos, demencial porque en un momento me miré reflejado en una vidriera y me asusté de mi cara de extravío, de enajenación. Las pupilas dilatadas, la lengua colgándome afuera con una longitud que yo nunca hubiese imaginado que pudiese llegar a tener. Y allí yo estaba regalando mi ventaja. Yo sabía que la Flaca era difícil, pero viva. Ella podía elegir, no mendigaba. Ella era consciente de que tenía atrás a un montón de pelotudos sin dignidad ni orgullo que obedecían al más mínimo de sus caprichos. Podía echar una mirada y decir “Aquel dálmata sí. El cuzco no. Ese terrier también. El rengo no”.
Y sabía elegir, no era boluda. Podía entonces diferenciar un perro bien cuidado de otro muy choto. Podía darse cuenta de aquel que estaba bien cuidado, rollizo, fuerte, sano, del otro que no valía un carajo, el perro de la calle, imbécil, subalimentado, que no sabe obedecer ni una voz de mando, que no ha ido a la escuela, que no sabe que “sit” es “sit” ni que “down” es “down”, y que no puede trotar dos pasos acomodándose al ritmo del caminar del amo. Por otro lado, ella ya me conocía de vista, no hay que olvidar que el año pasado hice la misma peregrinación tras la Flaca sin ningún éxito. Y ella sabía que yo tengo mi buena alzada y que podía servirla sin hacer más grande el escándalo ni el ridículo que representa pirobar en plena calle. Ya lo había demostrado con el Negrito, un cuzco infecto de color indefinido, no más alto que una gallina, vecino de mi casa, que intentó trepársele en la primera parada que hizo la Flaca cerca de la pinturería de don Aldo. Aquella imagen de ese perro ínfimo, viejo para colmo, abrazado a una pata trasera de la Flaca, realizando movimientos pélvicos espasmódicos, la lengua de un rojo, digamos, obsceno, colgándole como una tripa afuera de la boca, era peripatética. Mi competidor era otro. Un símil manto negro que venía tercero, seguramente producto de cien polvos diferentes, con algún gen de dogo argentino por ahí dando vueltas, a juzgar por los ojos colorados de infradotado que tenía, pero despierto, vivo, perspicaz. Un típico espécimen de la calle, que no se ha embrutecido aún del todo con la dieta de la basura diferenciada y que tenía el olfato intuitivo del perro hecho a la intemperie, piola para eludir patadas y saber adónde puede uno meterse en un lío y adónde no. Ese era el rival a vencer. Tenía buen tamaño y se lo veía fibroso y ágil. Trotaba a muy buen ritmo y su respiración no parecía agitada. Se le veía buen morro y mostraba ese algo canallesco y perverso que suelen adorar las hembras en los perros atorrantes. Y la Flaca lo había visto. En cada una de sus sentadas de descanso, ella se hacía la desentendida pero miraba. Pienso que sus escalas eran más de control, que de descanso. Entrecerraba los ojos, preparaba los dientes para mantenernos a raya, y de paso cañazo repasaba al plantel que venía detrás suyo. Yo no sé. Habría hecho una apuesta, tal vez. Tal vez le había apostado a alguna amiga del barrio que reuniría una cifra de más de dos dígitos siguiéndola. Se sentiría, digo yo, una diva de la TV. O un líder de la política. Una hembra predestinada. Yo casi no descartaba que, en algún momento, se detuviera, se trepara a un montículo y nos saliera con un discurso sobre los derechos del animal, algún fragmento de Indira Gandhi, algunos slogans del feminismo, alguna cita de la Madre Teresa de Calcuta, algo de eso. Sin embargo, te digo, salvo el símil manto negro, el resto no era mensurable. Cuarto o quinto venía el bóxer de los Zamorano. Lo vi recién como a las veinte cuadras y se hizo bien el boludo. En verdad, los dos nos hicimos bien los boludos, como si estuviéramos allí por otra cosa, buscando el diario o haciendo aeróbic. El hizo un movimiento así, con la cabeza, como un saludo, pero la fue de desentendido para no demostrar interés, como diciendo: “¿Adónde van todos, che?”. Sexto o séptimo venía el engendro de la familia Mendoza Barrios, al que conozco porque es también del Kennel. Un sorete mínimo, buen perro, que suele mear en los mismos lugares donde yo lo hago en la plaza, cuando nos sacan a pasear. Esa conducta obsecuente y copiona me revienta. Aunque no puedo decir que lo odie. Lo desprecio, apenas. Por atrás, alejado del lote, pude ver también al caniche de los Ochoa, el Rulo, que casi se muere de moquillo el año pasado. Nos peina el mismo peinador y es insufrible. Andaba a los saltos entre la patota, convencido seguramente, el pelotudo, de que era una caza de zorro. Los demás no contaban. Había una sarta de roñosos, con sarna algunos, llenos de moscas y mataduras. Otros que parecía mentira que creyeran que podían tocarle un pelo tan siquiera a esa diosa de la Flaca. Pero uno nunca sabe, te garanto. El gusto de las hembras es inexplicable. El año pasado, ella terminó revolcándose con un misturado mugriento, impresentable, de una raza absolutamente indefinida, que no la largó como por media hora. Y ella tan pancha. Un asco. Un verdadero asco.
Pero yo no estaba dispuesto a aflojar, esta vuelta. Ya llevábamos como cincuenta cuadras y no paraba. Habían aparecido edificios nuevos, olores desconocidos, veredas extrañar y la Flaca no parecía dispuesta a detenerse. Yo escuchaba, dentro de mi barullo mental, el zumbido amenazador y cada vez más cercano, del tráfico de la avenida. Pero no estaba dispuesto a renunciar, como otras veces. Es más, esa combinación de sexo y peligro me enervaba. Jamás, de otra forma, me hubiese juntado con esa pandilla de pordioseros que corrían, jadeaban y ladraban en torno mío. Por un momento pensé, mirá qué cosa, si aquello no sería una nueva trampa de la perrera. Mirá la persecuta. Dudé si la Flaca, esa Flaca esquiva e inalcanzable no estaría trabajando para esos hijos de puta y no nos estaría llevando a todos a una encerrona. Había allí ya casi una veintena de vagos repugnantes que serían un bocado más que apetitoso para los guardias del lazo. Y admito que no me hubiese disgustado verlos a todos rumbo a la cámara de gas. Por mi parte, podía correr ese riesgo. El concejal Ribera Collovini, amigo del abogado, ya había rescatado de la muerte al gran danés de los García Jurado cuando esa bestia se escapó de la casa. Bien podía hacer lo mismo por mí, llegado el caso. Máxime que yo no estaba dispuesto a ceder. Ganaría por obsecación. Por prepotencia de trabajo, como dijera Arlt. Por emperrado, justamente. Mi único temor era que no apareciera el siberiano del negocio de venta de kayaks. Las perras morían por esos ojos azules. Pero al siberiano lo cuidaban como a una joya y lo tenían siempre atado a un tilo, en el jardincito del negocio. En ese momento perdí la cuenta de cuánto éramos. Y no miraba hacia atrás, pero por el rumor de pasos sobre el asfalto, por el vaho caliente y fétido del aliento que nos cubría como una nube atómica, calculo que no seríamos menos de cuarenta. ¡Hasta recuerdo a un gato! No dentro del grupo, por supuesto. Un testigo. Una visión fugaz, que nos miró al pasar, sentado, sin inmutarse, desde el umbral de una puerta, cerca del cruce Alberdi. Nadie le dio bola, nadie lo miró siquiera. ¡Una jauría que en otras circunstancias lo hubiera destrozado en una fracción de segundos si lo descubría! Sólo un terrier chiquito, de esos peludos, se detuvo frente a él como para atacarlo. Era pura parada, yo lo sabía. Jamás se hubiese atrevido a hacerlo por sí solo, sin nuestra ayuda. Pero se paró un instante como diciendo: “¡Hey, acá hay un gato!”. Y nos miraba a nosotros que nos alejábamos, y al gato, como esperando refuerzos. Ninguno le dio pelota. Había que ser un fundamentalista muy recalcitrante para abandonar el seguimiento de la Flaca por un gato. Pero no me extrañó esa actitud del terrier. Se decía que era puto. Ya alguna vez lo había visto yo en actitud muy sospechosa con un dálmata en la plaza Alberdi y, al parecer, el dálmata le estaba dando cuerda. Además, cuando íbamos detrás de la Flaca, un par de veces que ella se detuvo, un galgo de montón, de esos que no reconocen una liebre de una perdiz, se lo quiso montar al terrier y éste lo dejaba.
Al final, después de amagarle un par de veces al gato, se vino cagando con nosotros. Y el gato ni se inmutó. Hay que reconocerle eso a los gatos. Los huevos que tienen. Y algo más. Son más discretos para la relación sexual. Nada de correr en tropilla detrás de una hembra. Nada de andar dando ese espectáculo violento de coger en las esquinas, ante la mirada horrorizada de las viejas o el fingir que no te han visto de los hombres. Ellos hacen lo suyo de noche y en los tejados. Lejos de la vista humana. Se cagan a arañazos, eso si, y vuelven hechos flecos con sus patrones, pero mantienen un decoro. Me han dicho –y las he oído también- que las gatas gritan como marranas cuando se las cojen, pero ésas son cosas de la pasión.
También dicen que los gatos tienen el pito en forma de flecha. Que lo meten y después no lo pueden sacar, y de allí los gritos. Pero nunca le escuché decir eso a ningún veterinario. Admito que los gatos son un error de la naturaleza, pero de allí a tener el pito en forma de flecha ya me parece una exageración. Gritarán las gatas porque les gusta y en ese aspecto no son demasiado rescatadas. Uno tampoco puede afirmar que ha estado siempre lejos del escándalo. Me acuerdo años atrás con una doberman, que quedamos abotonados más de una hora frente a un colegio de monjas. Eso es feo, lo admito. Es una experiencia jodida que no deseo ni al peor de mis enemigos.
Eso de tener que esperar tanto tiempo, cada uno mirando hacia latitudes diferentes, dando a entender que no ocurre nada extraño, escuchando, cagado de vergüenza, las preguntas improcedentes de los pibes a sus padres, o temiendo que se acerque alguna vecina caritativa, o airada, con un balde de agua o, lo que es peor, con un palo de escoba para terminar con ese escarnio.
Quien ha pasado por eso, ya ha pasado por todo. Pero yo no estaba dispuesto a ceder. Cuando vi que llegábamos a la Escuela República de Méjico, me di cuenta de que la Flaca enfilaba directamente hacia la Avenida y no parecía dispuesta a detenerse. Se olía gasolina en el aire, y el humo de los escapes. Sin duda quería someternos a una última prueba de valor y destreza. Quería saber hasta dónde estábamos dispuestos a arriesgar el cuero por ella y procuraba hacer una selección rigurosa que en nada podía envidiar a la que se hace para elegir astronautas. Era el momento de actuar. Era el momento de demostrar personalidad y tomar la iniciativa. Apuré el trote y puse mi hocico a la altura de su anca derecha. Con sólo inclinar un poco la cabeza podía morderla. Sentí el perfume enloquecedor de su cuerpo. Reconozco que perdí la razón. Ella estaba allí, al alcance de mi tacto y de mi olfato. Su pelaje amarillento vibraba de tanto en tanto, como fuera de control, en un temblequeo nervioso producto del movimiento del andar y el desenfrenado frenesí del deseo. Supe que podía ser mía. Giró la cabeza y me miró, me miró a los ojos. Y ahí no vi nada más. Ni vi ni escuché ni sentí nada más. Sólo sé que hubo como una explosión y todo se me puso negro. Dicen que volé más de quince metros. Esa es la cagada de los trolebuses, son silenciosos. Uno no los escucha venir. Los que los defienden argumentan que no hacen ruido y no polucionan. Por mí que se vayan todos a la puta madre que los remil parió. Ni sé quién me trajo de vuelta a la casa. No me puedo mover. Tengo un vendaje que pica una barbaridad y que me agarra las dos patas de atrás y hasta la cintura. Cada tres horas viene el veterinario y me pone una inyección que duele más que la mierda. Para colmo el abogado se la pasa preguntando, muy caliente, para qué me habrán mandado a la escuela. Casi no tengo ganas de comer, y como diría Hernández, por doler me duele hasta el aliento. Escucho decir a la señora que será mejor insistir con la dálmata. Pero que, al menos, ya ha pasado el peligro de tener que sacrificarme.


De "Uno nunca sabe y otros cuentos"

martes, 15 de abril de 2008

Inspiración

Desde el momento en que Nacha entró al Dory se supo que llegaba con una noticia importante. Ya desde la puerta se acercó a la mesa agitando en el aire la regordeta mano libre (la otra la tenía ocupada con unas carpetas) anunciando así al Negro, Manuel, Coca. Cacho y una flaquita de rulitos recién integrada al grupo, que no veía el momento de aproximarse para lanzar la primicia.
—Armando vendió su obra de teatro —anunció, radiante, aún antes de sentarse—. Acabo de hablar con él por teléfono.
—No jodás —apartó el Negro la vista del menú, que ya se sabía de memoria, para prestarle atención.
—¿Qué obra? —se extrañó Manuel.
—La obra —casi se escandalizó Nacha por la pregunta.—Una de sus obras de teatro.
—¿Hace teatro también? —lo de Manuel fue algo agresivo.
—Pero eso no es todo —desestimó la indirecta, Nacha.— ¡Escuchen bien a quién se la vendió!
—¿A quién se la vendió? —se entusiasmó Coca.
—Escuchen... Escuchá Cacho, vos... —dijo la gorda. Cacho había retornado a su aparte privado en la punta de la mesa con la flaquita de rulos. —¡Se la vendió a Gerardo Postiglione!
Esta vez sí la expresión de sorpresa fue general, incluso Cacho miró por un instante a Nacha.
—¡A la puta! ¿Y cómo hizo? —El Negro se rascó la barba.
—Mirá —informó Nacha— ¡Qué sé yo cómo hizo! Pero vos viste cómo es Armando... ¡Ahora viene, ahora viene, me dijo que se venía para acá! ¡Si yo tampoco sé nada, lo único que me dijo por teléfono fue eso!
—¡Ay, cómo debe estar! —se tocó la mejilla Coca.
—¡Mirá —supuso Nacha— debe estar más delirado que nunca!
Y era así, nomás. Apenas 10 minutos más tarde, cuando ya el Dory estaba bastante lleno, Armando abrió la puerta enérgicamente, la cerró, se paró dando el frente al salón y con una sonrisa de oreja a oreja, los brazos en alto al estilo de los triunfadores boxísticos, agradeció el aplauso que rompió desde la mesa de la barra, una de las del fondo, a la cual se había unido también el Buchi, llegado después.
Así, con los brazos en alto, a pasos largos y acompasados, sin clausurar su sonrisa majestuosa, fue sorteando las mesas desde donde lo miraban de reojo comensales entre divertidos y acostumbrados a esa fauna algo extraña del boliche. Tuvo que eludir también a Chichín que medio encorvado cruzó su camino con una napolitana con fritas, y que le dijo al pasar:
—¿Qué haces, Chichín? Te pareces a Perón. Chichín le decía a todos "Chichín", por eso le decían Chichín.
Otros diez minutos después Armando estaba sentado ya a la mesa, había pedido un conejito a la cazadora que según Pepe, otro de los dueños, estaba "una cosa de locos" y magnetizaba la atención de la mesa.
—El asunto vino por el viejo —explicó—. El miércoles me llamó desde Buenos Aires a donde había ido a vender unos novillos. Vos sabés que el viejo es muy amigote de este Postiglione, el Gerardo...
—¿Y de dónde lo conoce? —preguntó Manuel.
—Qué sé yo. Pero vos viste que el viejo conoce a Dios y María Santísima. Seguro que son amigotes de algún boliche. El viejo cuando baja a Buenos Aires, como él dice, se flagela ahí en Le Privé, del negro Molinari, y ahí lo debe haber conocido a este otro, el Gerardo...
—Gente de la noche —subrayó Buchi.
—Lógico —aprobó Armando. —Mi viejo: baqueano de la noche porteña. Baqueano de las estrellas. Guía espiritual del reviente cosmopolita.
—¡Ay qué hermoso! —festejó la definición Nacha apoyándose en el brazo de Armando y mirando a los demás como refrendando el acierto.
—La cosa es que el Viejo me llama y me dice: "Armandito, he estado hablando con Postiglione y yo le dije que vos (por mí), estabas muy pero muy interesado en hablar seriamente con él" cosa que es una flagrante mentira porque yo en la puta vida le he dispensado dos minutos de mi pensamiento a ese caballero Postiglione, ni lo conozco... pero, en fin. No te la hago larga, el viejo le habló al Gerardo y le contó maravillas sobre su hijito mayor, debían estar bastante en pedo ya a esa altura me imagino, y le dijo que yo escribiendo obras de teatro, revista o vodevil era algo así como una mezcla de Bertolt Brecht y Neil Simon.
—¡Qué es verdad! —afirmó Nacha.
—Y lo que son las casualidades —siguió Armando, ya algo impermeable a los elogios de la gorda— el Gerardo Postiglione tenía que venir para Rosario.
—¡No me digas! —dijeron varios.
—Tenía que venir para Rosario. El importante empresario y productor de nuestra farándula artística debía venir a la Capital de los Cereales a ver si contrataba la sala del Astengo para un recital de no sé quién, no sé qué pajería tenía que traer... no importa... qué sé yo.
—¿Y lo viste? —no aguantó la ansiedad Coca.
—Esta misma tarde —el curvado dedo índice de Armando golpeteó sobre la mesa.
—¿Esta tarde?
—Vengo de estar con ese sujeto.
Hubo exclamaciones, grandes alaridos de aprobación, salvo en la punta más distante donde Cacho continuaba su diálogo privado con la de rulos.
—¡Contá, contá!
—Che... ¿Y cómo es el tipo?
—Por partes —controló Armando la conmoción. —Bueno, la pinta... la pinta es, bueno... la que se ve en las revistas... Bastante de cuarta el pobre Gerardo... y él... Bueno, él: un chanta. Un chanta de categoría, nivel Buenos Aires, pero esperá que les cuento...
—Sí, dale —urgió Manuel— Contá primero la charla.
—Lo voy a ver al hotel. En el Majestic el tipo. Y me recibe en el bar, abajo. Canchero, hombre canchero, hecho al mundillo de las estrellas. Y me dice que un par de autores —no me quiso decir los nombres, los preservó del escarnio-, lo habían colgado con una pieza. Y que él necesitaba dentro de cinco días, a más tardar, arrancar con los ensayos y la preparación y la escenografía y las pelotas, de un espectáculo musical, que le tenía prometido y contratado al Ópera.
—¿Cinco días?
—Cinco días. Y yo le dije que muy bien, ningún problema. Que yo tenía escrita una pieza sensacional, formidable, prácticamente lista, que no me había preocupado en terminar hasta ahora porque había estado tratando de terminar mi serie de pinturas y además porque no veía a nadie con mayores posibilidades de ponerla en escena. Pero que él era indudablemente un tipo solvente y que yo no tenía inconveniente, dentro de cuatro días, en presentarle la pieza terminada.
—¿Y vos la tenés terminada? —preguntó Buchi. Armando hizo un gesto como restando importancia al asunto.
—Me preguntó si yo antes había escrito alguna otra cosa —siguió Armando— y yo le conté que con Luppi habíamos estado charlando de una puesta...— giró hacia Nacha buscando un testigo— ¿Te acordás cuando vino Federico a casa y estuvimos charlando de...?—. Nacha aprobó enérgicamente con la cabeza, la boca llena de milanesa de pollo, feliz de la complicidad del recuerdo—... bueno... Y que después...
—Luppi estaba encantado —logró decir Nacha.
—Enloquecido —sumó Armando.—Y que después Federico me llamó desde Buenos Aires para decirme que largaba con "Convivencia" y bueh... El Gerardo me dijo que la palabra del viejo, para él era suficiente, mirá vos y quedamos en que en cuatro días él vuelve a Rosario y yo le entrego la pieza...
—¿Él vuelve para hablar con vos? —se asombró Coca.
—Sí m'hijita, vuelve a hablar conmigo. De paso viene a cerrar el contrato con el Astengo pero viene a hablar conmigo... Porque me dice, che, me dice —Armando estiró el brazo y palmeó el centro de la mesa reclamando una atención que ya tenía salvo en el flanco dominado por Cacho y la rulienta —me dice...: "Yo tengo que tener lo antes posible el libreto para largar con la escenografía. Tengo que, ya, comprometer al escenógrafo". Y ahí lo cagué pero lo cagué lo cagué... le digo: "No se preocupe por la escenografía porque yo ya le doy solucionada toda la escenografía y no tiene que andar preocupándose por eso"... ¡Se quedó!
—¡No me digas que le dijiste eso! —lo reprendió amistosamente Nacha.
—Y sobre el pucho lo remacho: "Y las letras de las canciones también se las paso yo"... Si vieran los ojos del Gerardo, una lechuza parecía.
Hubo una serie de comentarios entre golpetear de vasos, movimiento de platos y un cierto retorno de la atención sobre la comida, algo dejada de lado ante lo especial de la noche.
—¡Pero mirá si yo voy a permitir meter tantas manos ajenas en una obra mía! —se ofuscó Armando, herido.


Una hora después estaban en el bar del Riviera. Armando había dictaminado que aquello había que festejarlo y que la ocasión bien valía unos whiskies en algún lugar elegante, mundano. Después de todo, caminando eran apenas unas siete cuadras. Algunos no se anotaron. Cacho porque partió con la rulienta con rumbo desconocido. Manuel porque se negó a compartir una celebración con la clase social que frecuentaba el bar del Riviera, y Roberto porque al día siguiente se tenía que levantar temprano y sabía que las sobremesas de Armando solían estirarse hasta la madrugada.
Nacha, tras catalogar de amargados y aburridos a los desertores se colgó del brazo de Armando todo el trayecto, en tanto Buchi, junto a Coca, caminaba del lado de la pared, los cuatro a buen paso porque hacía un frío considerable.
—Che, Armando —dijo Buchi— ¿Y tenés que hacerle muchas correcciones a la obra?
Armando hizo girar el hielo dentro del vaso de whisky y adelantó el torso sobre la mesa ratona que estaba entre los sillones. La excitación inicial había pasado y Armando se hallaba más reconcentrado y reflexivo.
—Mirá —dijo— La verdad que no la tengo ni escrita.
Los ojos de la gorda Nacha se hicieron más redondos. Buchi también sintió el impacto. Armando hizo girar su mano derecha frente a sus ojos como disipando una niebla.
—Tengo una idea... Más o menos... Algo vaga...
—Pero... —se alarmó Nacha— ¡Tenés cuatro días nada más!
— ¿Y...? ¿Y...? —se encogió de hombros Armando—. Si esto es... ¿sabés?... —hizo chasquear los dedos pulgar y grande de su mano derecha junto a su oreja— Así. Un segundo... Un segundo...
—Bueno... no sé... Vos sabrás —pareció conformarse Nacha.
—Por favor —restó importancia a la cosa Armando. —¿Querés otro whisky? —preguntó a Buchi. Buchi aprobó con la cabeza. Estaba entrando en su silencio alcohólico.


Cuando salieron a la calle eran casi las dos de la mañana y hacía un frío cortante. Hubo saltitos en la vereda de calle San Lorenzo, castañeteo de dientes y puteadas graciosas. Armando en cambio, terminó de pagar la mesa, e impulsado por el envión etílico salió a la calle tras el grupo, a los gritos, aspirando hondamente el aire helado, ampliando el pecho, cerrando los puños.
—¡Esto es bueno, vivificante! —gritó. Coca se había apretujado con el Buchi y la gorda buscaba meterse bajo un brazo de Armando.
—Esperá Gorda, largá —la apartó éste. —Esperá que me saco esto —y comenzó a quitarse el saco ante las carcajadas asombradas de las mujeres y la mirada ya bovina de Buchi.—¡Hay que llenarse de este aire marino y salobre de Rosario! ¡Esto es salud! ¡Y los pantalones también! —subrayó el anuncio comenzando a desabrocharse el cinturón.
—¡Ah qué loco! —Aulló Nacha.
—¡No che...! —se alarmó entre risas Coca. El frío hizo recapacitar a Armando. Se abrochó de nuevo, se calzó el saco y se lanzó sobre Nacha y Coca cobijando a ambas bajo sus brazos. Empezaron a caminar hacia Corrientes.
—Es así, Coquita, es así —exclamó de inmediato. El whisky le había devuelto su habitual euforia. —¡La inspiración es una cosa divina, celestial, una cosa... un rayo que ilumina al artista, en un instante, lo transforma! ¡Yo tengo una musa inspiradora, Coquita, una musa!
—¡Ay! ¿Quién es? —interrogó Nacha, desde abajo del brazo izquierdo de Armando.
—¡Mi musa inspiradora, simplemente! ¡Una especie de ángel de la guardia de mi talento creador! ¡La musa que viene en mi ayuda cuando yo la necesito!
—Una especie de bombera voluntaria... -arriesgó Coca.
—¡Eso mismo Coca! Una especie de bombera voluntaria... —aprobó Armando y ahí comenzaron las carcajadas. Ya estaban tentados. —Una especie de bombera voluntaria con la diferencia de que no se la puede llamar. Ella viene sola ¿Me entendés?
—¿No figura en "Llamadas de Urgencia"? —preguntó Coca.
A ese punto de la divagación, se reían tanto que tuvieron que pararse antes de llegar a la esquina de Corrientes. Sólo Buchi insistía en seguir un tanto sonámbulo.
Un policía, las manos en los bolsillos del sobretodo, golpeteando con sus tacos sobre la vereda, desde la esquina en cruz, frente a la ochava del "Sibarita", los miraba.


La noche siguiente, en la mesa del Dory, el único que faltaba era el Cacho quien, según el resto, "estaba en otra cosa".
El clima de la mesa era confuso y preocupado porque Armando ni bien se hubo sentado confesó que no había tocado un solo papel, que no había escrito una sola línea. Nacha estaba desolada. El Negro fue un poco más duro.
—Armando —le dijo— ¿cuántos años tenés?
—38 —dijo Armando, medio asombrado ante la pregunta.
—Bueno, ya no sos un pendejo. Me parece...
—Mirá la novedad —lo cortó Armando.
—¡Qué simpático! —catalogó Nacha al Negro.
—No. Te digo en serio. Te digo en serio —llamó a la reflexión éste antes que los comensales entrasen en las digresiones habituales.—Ya no sos un pendejo. Esta oportunidad que se te da ahora no es una cosa como para desperdiciar. Que te dé bola, que te diga un tipo como el Postiglione, que será un chanta pero mueve la guita loca, que te va a montar una obra tuya... oíme... No es como para desperdiciar...
—Escuchame... —Armando no borraba la amplia sonrisa, algo endurecida, en su cara— ¿Y quién habla de desperdiciarla?
—Me decís que no tenés un carajo escrito, que tenés una idea pero no la has desarrollado, que... No sé...
—¿Ya vos te parece que yo la voy a desperdiciar? —se inclinó hacia el Negro, Armando, por sobre la mesa.— A mí el Postiglione podrá parecerme un chanta y un tipo que no sabe un carajo de teatro, pero eso no quita que sea un habilísimo productor y un tipo que hace cosas.
—Yo te digo, yo te digo— insistió el Negro en un tono de advertencia que sólo él se daba el lujo de esgrimir frente a Armando en el grupo, quizás usufructuando el derecho de sus 43 años recién cumplidos.— Porque si no aprovechás esta oportunidad, no sé cuándo podés tener otra igual. Acá podés pasar al frente. Y aparte del éxito, ojo que estos tipos se mueven a gran nivel ¿eh? y hoy no te conoce nadie y mañana aparecés en todos los diarios si las cosas te van bien con él. Aparte del éxito podés agarrar la mosca loca. Ojo.
— ¿Y por qué te pensás que me llamó mi viejo? —volvió a inclinarse Armando hacia el Negro, incluso al punto de acercar peligrosamente el cuello de su pullover al guiso de mondongo.— Porque el viejo ya está hinchado las pelotas de pasarme guita.
La ruda aceptación del hecho por parte de Armando lo enalteció ante los ojos de los demás, que aprobaron con sus cabezas.
—Por eso te digo, por eso te digo —contemporizó el Negro, quizás arrepentido de haber llevado la conversación a plano tan íntimo.
—El viejo —remarcó Armando— ya está hinchado las pelotas de que su hijito dilecto no tenga guita para mantenerse solo. Y yo también. Yo también estoy cansado de eso. ¿O te parece que a los 38 años me gusta tener que llamarlo cada tanto al campo para decirle: Viejo, mandame unos mangos que no me alcanza para la comida? A mí tampoco me gusta. Porque oíme, todo muy lindo, yo he sido siempre el geniecito, el Shirley Temple de la familia, que yo era un genio dibujando, una maravilla con la pintura, Manucho Mujica Láinez le decía al viejo que por qué yo no escribía, oíme, en poesía, también, escúchame... pero yo al viejo con eso no lo convenzo más... Yo no puedo hablarle al viejo y decirle que se venga que hago una muestra en Krass de mis cosas cinéticas porque al Telmo vos le hablás de cinética y es como si le hablaras de los agujeros negros, oíme...
Las risas aflojaron un poco la tensión.
—Yo sé lo que significa esto para mí —puntualizó Armando, ya para todos.
—Bueno. ¿Y por qué no te ponés a laburar? —. El Negro había adoptado su papel de abogado del diablo.
—Mirá, la cuestión de la creación es muy particular —dijo Armando.— Es una cosa... como te diría... mágica. A mí me pasa así. Yo estoy caminando, andando por la calle, y de repente, tlac, me ilumino, es una luz, una cosa celestial... —Frunció la boca, frotó los dedos de sus manos unos contra otros. —No sé.., es difícil de explicar. Siempre ha sido así para mí. Cuando dibujo, por ejemplo. Estoy vacío, hueco, sin motivación... y de pronto es como una luz, algo que me dice: tenés que hacer esto. Es así.
Coca aprobó con la cabeza.
—Sí. Me imagino que para el que no está en la creación... —dijo.
—Es difícil —la apoyó Nacha. —¡Muy difícil!
—Yo digo que tengo una musa —prosiguió Armando.— Y es verdad. Tengo una musa. Que no me va a abandonar en un momento así. Estate tranquilo.
—Yo estoy tranquilo—. El Negro se señaló con el cuchillo.— Vos...
—¡El vino, el vino! —Armando ya había pasado a otro tema. Había atrapado su vaso, bien abierto el codo de su brazo derecho—. ¡El vino que alimenta mi inspiración natural, sangre vegetal que... —se puso de pie corriendo la silla con estruendo—... alimenta la bestia primigenia...
—¡Qué loco! —Nacha controlaba la repercusión en los demás. Los demás se reían. Cuando Armando se sentó había iniciado ya una polémica sobre el último film de Fassbinder (lo había visto en Buenos Aires) que le había provocado una erección.
Pero lo que sucedió diez minutos después es algo difícil de explicar.
Incluso pasado el tiempo fue algo siempre muy complejo de razonar para los que compartían aquella mesa esa noche y los otros parroquianos del Dory.
Armando estaba prácticamente con el mentón apoyado sobre el centro de la mesa, sólo separando su tórax del mantel por el brazo derecho doblado bajo la tetilla, los ojos muy fijos en la cara de Manuel que estaba definiendo a Fassbinder como "un jeropa mental del carajo".
Armando permaneció así, hipnotizado, y de repente tuvo como un estremecimiento, tan notorio que todos se dieron cuenta y cesaron la discusión.
—¿Te pasa algo? —alcanzó a preguntarle Nacha. Fue cuando sucedió: un chorro de luz intensísimo pareció perforar el humedecido techo del Dory iluminando a Armando. Al mismo tiempo atronó el aire un coro celestial. Armando, lívido, en éxtasis, más que ponerse de pie pareció levitar como succionado por el mismo rayo ambarino. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos pero no reflejaban temor. Las voces angelicales del coral celeste aturdían y un viento arrachado despeinó el rubio cabello de Armando. De los bolsillos de su pantalón, de los bolsillos de su saco, aparecieron palomas que volaron por el interior del Dory, enloquecidas. Una suerte de microclima extraño se generaba dentro de ese cilindro dorado en el cuál flotaba, casi a 50 centímetros del suelo, Armando. De pronto, así como se había producido, el encanto cesó. Se retiró la luz replegándose hacia lo alto, callaron las voces infantiles del coro y todo volvió a la rutinaria normalidad del Dory. El fenómeno no había durado más de un minuto, tanto que muchos, después, negaron que hubiese existido.
—¡Un papel! —pidió a los gritos Armando apenas sintió sus pies nuevamente sobre el piso. —¡Un papel!
—¡La inspiración, la inspiración! —gritaba, demudada, la gorda Nacha.
—La Luz... la luz del genio... —susurraba Coca, inaudible.
La primera en reaccionar fue Nacha; de una de sus misteriosas carpetas arrancó una hoja y se la alcanzó a Armando que aún no se había sentado.
—¿Qué te dijo? ¿Qué te dijo? —lo tomó de un brazo Manuel, de paso para comprobar si estaba sano. Armando recibió el papel que le alcanzaba Nacha, lo arrugó un poco y con él limpió uno de sus hombros, donde había sido alcanzado por un resto de postre Balcarce, volatilizado ante el viento divino. Armando se sentó.
—Era tu musa —le dijo Coca.
—Tu musa, Armando... ¿Qué te dijo? —exigió Nacha.
—Ahora sí... un papel... una birome... —pidió Armando, todavía lento, como quien sale de un sueño profundo. Nacha volvió a manotear y casi destrozar una de sus carpetas. Con gestos violentos apartó vasos, platos y botellas.
—¡Saquen todo, saquen todo! —gritó— ¡Tiene que escribir, tiene que escribir!
—¿Qué te dijo la musa, Armando? —apuró Manuel. Armando tenía la birome frente al papel blanco con su mano derecha mientras los dedos de la izquierda oprimían y arrugaban su frente.
—¿Qué te dijo, Armando? —insistió Coca.
—¿Podés creer que me olvidé? —dijo Armando.


Al día siguiente, a eso de las siete, fueron llegando a "El Cairo"' como todos los días. Nadie se atrevió a tocar el tema con Armando dado que éste llegó considerablemente más opaco que de costumbre, casi malhumorado y denotando un atisbo de preocupación. Incluso le pidió a Coca que se sentase al lado suyo, cosa de ocupar la silla que había quedado vacía ofreciendo el riesgo de que fuese ocupada por Nacha (aún no había llegado) y que ésta empezase con sus cargoseos y efusividades. El otro flanco de Armando ya estaba ocupado por Cacho, quien había aparecido con la rulienta y ahora los dos charlaban en su cosmos particular, en voz baja, muy seriamente. Sin embargo, fue el propio Armando el que sacó la conversación aprovechando que Manuel le preguntó, por formalidad, cómo andaba.
—Hoy me llamó —dijo Armando.
—¿Quién? —preguntó Manuel.
—El Gerardo.
—¿Qué Gerardo?
—¡El Gerardito Postiglione! —pareció recuperar su humor Armando.— Mi productor.
—¡Ahh!
—¿Te llamó? —se asombró Coca.
—Sí, señor —afirmó Armando.— Ya somos como chanchos con el Gerardo.
—¿Y? —preguntó Manuel.— ¿Cómo va la cosa?
Armando se encogió de hombros, despreocupado.
—Magnífico —calificó, despachándose en cuatro tragos la copa del vino blanco dulce que le habían servido momentos antes. En eso llegaba Nacha, acercó una silla, desparramó sus carpetas y el bolsón tejido enorme en otra más y tiró besos a todos con la punta de los dedos.
—Lo habló Postiglione —se apuró a informarla el Negro.
—¿Te habló Postiglione? —no lo podía creer la gorda. Armando asintió con la cabeza. —¿Para qué?
—Está desesperado el Gerardo —comunicó Armando, a todos.— Me recordó la fecha en que tengo que entregarle la obra.
—Dentro de tres días —contabilizó Manuel, alertando.
—"Ningún problema, Gerardo" le dije yo —continuó Armando, sin acusar la acotación de Manuel. —"Ya está todo cocinado, mi querido".
—¿"Gerardo" le decís vos? —se escandalizó Coca.
—"Gerardo". Y él me dice "Armandito". Íntimos, íntimos somos con el Postiglione. Dos amantes a través del auricular.
—Che —Buchi, que había permanecido callado leyendo "La Tribuna", reclamó la atención de Armando.— ¿Y ya tenés lista la cosa?
Armando osciló su mano derecha, lentamente, frente a sus ojos.
—Está todo... acá... fluctuante... vago... —dramatizó. Los ojos de Nacha se llenaron de pavor.
Media hora después arrancaron en patota hacia la galería de Gilberto.
Pedro Omar Minervino exponía acuarelas, y aunque algunos no tenían la más remota idea de quién era Minervino y otros apenas si informaban que era un flaco que había solido frecuentar las sábanas de una amiga de una ex-novia de Buchi, la perspectiva de encontrarse con gran parte de la fauna y tomarse unos vinos gratuitamente los encaminó sin dilaciones hacia la sala de arte.


Armando, posiblemente gracias a los efectos de un par de vinos blancos, había abandonado su rostro preocupado y se mostró más que jovial y comunicativo en la inauguración de las acuarelas de Minervino, a las cuales llegó a calificar como "emparentadas con la escuela holandesa, pero con la escuela diferencial holandesa".
Salieron de allí una hora más tarde, al frío de la noche, rumbo a la cita obligada del Dory. El Negro y Cacho se habían ido hacia allí un poco antes, Coca y Manuel estaban a mitad de camino y como siempre la verborragia de Armando lo había hecho quedar último, sólo flanqueado por Nacha y Buchi que hasta último momento había insistido en levantarse una rubia interesante y algo bizca que luego resultó ser la novia de Minervino.
Fue llegando a la esquina de Santa Fe que ocurrió de nuevo: Armando quedó como clavado en el piso, cosa de la que se percataron Nacha y Buchi tres pasos más adelante, apurados como iban en procura de la calidez del boliche.
Se dieron vuelta pensando que a Armando se le había caído algo, o había olvidado alguna cosa en lo de Gilberto. Pero no, Armando estaba quieto, mirando fijamente al frente, como aterido y de pronto el dorado rayo de luz lo atrapó levitándolo unos centímetros. Rompió el coral de ángeles a cantar y de nuevo el viento casi huracanado que se generaba dentro de ese baño de luz ambarina, despeinó el cabello del autor. Esta vez fueron pequeños pájaros de pecho rojo los que escaparon de bajo su saco de cuero y hasta pareció escucharse un rumor de mar entre las voces de los niños celestiales.
—¡La musa, la musa! —alcanzó a decir, paralizada, Nacha. Cuando terminó de decirlo, el fenómeno había cesado. Corrieron hacia Armando quien ya estaba de nuevo apoyado con ambos pies sobre la vereda, alborotado el pelo, confuso, meneando la cabeza, tocándose los labios. La calle parecía más vacía, más silenciosa y más oscura que nunca tras la retirada del cilindro de luz.
Entre Nacha y Buchi, prácticamente alzado por los codos llevaron a Armando hasta el Dory.
—¡Lo agarró, lo agarró de nuevo! —comunicó Nacha, a los gritos, a los demás, en tanto sentaban a Armando en una silla.
—¡La inspiración! —certificó Buchi.
—¡El rayo ése de luz, la musa, lo agarró de nuevo! —prosiguió Nacha.
—¡Armando, Armando... —lo tomó del brazo Manuel.— ¿Qué te dijo? ¿Qué te dijo?
Armando miraba fijamente una botella estacionada frente a él. Su mano derecha se abría y cerraba, nerviosa.
—¿Qué te dijo? ¿Querés papel? —insistió Nacha. Armando recorrió los rostros anhelantes de todos, con lentitud.
—¿Podes creer... —comenzó, con broma— ...podés creer que no le escuché nada?
—¿¡Cómo!? —saltaron todos.
—¿Y qué voy a escuchar —golpeó con su puño derecho sobre la mesa, Armando— con ese coro de mierda que te aturde? ¿Qué voy a escuchar?


Al otro día Armando no apareció ni por el Cairo primero, ni luego por el Dory lo que desató el espanto en Nacha. Desoyendo el paternal consejo del Negro quien le sugirió "no romper las pelotas" a Armando, la gorda amontonó sus carpetas y partió rumbo al departamento de éste.
Armando le contestó pero, cosa extraña, no le abrió la puerta mediante el portero eléctrico sino que él mismo bajó hasta la planta baja.
—¿Estás trabajando? —preguntó Nacha.
—No. No. —respondió Armando, siempre sin soltar la puerta de calle, como dando a entender que estaba pronto a cerrarla.
—Pero —se agitó Nacha— Hoy... ¿no trabajaste... en la obra?
Armando negó con la cabeza. Nacha hundió algunos de sus dedos en su fofo moflete derecho, consternada.
—¿Y? —preguntó. —Tenés dos días, nada más.
—Dos días, así es —aceptó Armando.
—Y... ¿qué vas a hacer?
—Mirá... yo sé que la inspiración no me va a abandonar. Mi musa no me va a abandonar, justamente ahora.
—Y... ¿qué estabas haciendo? —apuró Nacha, algo incómoda en el frío de la calle. —Estaba por comer.
—¿Vas a comer solo? Te acompaño.
—No, gracias.
—Es feo comer solo.
—¿Sabés qué pasa, Nacha? —Armando abandonó su tono frío y procuró ser convincente.— Pienso que a la inspiración hay que ayudarla. Hay que crear un clima especial. Una cierta predisposición de ánimo, un ámbito... un continente...
—¿Y querés estar solo?
—Sí. Estoy seguro que en las otras dos veces que me asaltó la inspiración, el rapto... eh... creativo, yo no estaba predispuesto. Estaba distraído, en otra cosa. Y no se puede jugar así con una musa inspiradora. No se puede jugar así.
—Por supuesto. Por supuesto —corroboró Nacha.— Me voy entonces.
—Chau.
—Pero prometeme que si necesitás algo me llamás. Vamos a estar hasta tarde en el Dory y después seguro que vamos a ir a lo de Coca.
—¿Al departamento nuevo?
—Sí. Dice que quedó regio.
—Bueno —se interesó Armando. —Más tarde, si ya se me ha ocurrido algo, me voy para allá.
—Si no, mañana. Acordate que mañana a la noche, Coca inaugura oficialmente su bulín. No podes faltar.
—Voy a ir. Voy a ir —cortó Armando. Nacha se fue.
Armando subió a su departamento y cerró con llave. Había terminado su frugal cena y llevó la escasa vajilla sucia a la cocina. Luego fue hasta el living, tomó buen cuidado en cerrar la puerta que daba a la cocina para evitar el paso de aromas grasos, y apagó la lámpara del techo, dejando sólo encendido el spot que iluminaba la mesa pequeña en un ángulo de la habitación y el sillón. Fue hasta el tocadiscos y puso el concierto en mi menor para violín de Mendelssohn. Después se dio una ducha prolongada con agua bien caliente. Se secó, se perfumó y se cubrió con una salida de baño de seda. Volvió al living llevando en sus manos una botella de whisky, un vaso y un baldecito con hielo. Los cigarrillos ya estaban sobre la mesita ratona. Puso todo al alcance de sus manos, elevó discretamente el volumen de la música y se recostó en el sillón. Estuvo así cerca de diez minutos, pensando. Luego se durmió.
Lo despertó una mano femenina, sacudiéndolo por el hombro.
Algo asustado, Armando se quedó un par de minutos contemplando a esa mujer ya no tan joven, algo desgreñada, con un inquietante parecido a la imagen de la República, pero más flaca.
—¿Quién... —atinó a balbucear Armando en tanto se incorporaba, arreglándose un poco el cabello revuelto— quién sos?
La mujer, cumplido el hecho de despertarlo parecía haberse desentendido de él y hurgueteaba entre los discos diseminados sobre el Audinac.
El suelto vestido blanco que le llegaba hasta los tobillos y la melena larga y rubia que le caía desordenada y desaliñada sobre los hombros, además del no muy resplandeciente pero sí notorio halo ambarino que la recubría, le daban un aspecto etéreo que hubiese sido completo a no ser por el cigarrillo que apretaba entre sus dedos largos, amarillentos de nicotina.
—¿Quién sos? —repitió Armando, adivinando la respuesta.
La mujer se sentó, cruzándose con soltura de piernas; miraba la cubierta de un long-play.
—Tu musa —respondió, seca.
—¿Y... cómo...?
—Oíme —cortó la musa, tirando a un lado el disco.— Creo que las preguntas las tengo que hacer yo.
Armando, dócil, volvió a sentarse.
—¿Dónde estabas las dos veces que intenté tomar contacto con vos? —preguntó ella.
—Bueno... —vaciló Armando.— La primera vez estaba...
—En el Dory, ya sé. Y la segunda, por la calle.
—Sí —corroboró Armando.— Creo que fue por eso que no...
—Déjalo así. —cortó la musa. Se puso de pie y se dirigió a contemplar unos cuadros que colgaban de una de las paredes. —¿Cuándo tenés que presentar la obra?
—Pasado mañana.
—¿Y tenés algo escrito?
—La verdad...
—No.
—No. —admitió Armando.
—Bueno, bueno... —la musa continuó su recorrido en torno a la mesa redonda observando los detalles del living, golpeando sobre la mesa con su encendedor.— Te puedo ayudar.
La cara de Armando resplandeció. Era la primer frase cordial que escuchaba de su musa.
—Pienso que me vendría bien —reconoció. —Ya estaba algo preocupado. Estoy medio atascado. Empantanado.
La musa volvió a sentarse en el sillón frente a Armando.
—Bueno —dijo.— Yo te puedo ayudar. Puedo pasarte las cosas a máquina.
Armando la miró con fijeza.
—¿Cómo "a máquina"? —se inquietó.
—Claro, vos me dictás y yo te voy pasando las cosas a máquina. Así haces más rápido.
—¡No! —se puso de pie Armando. —¿Cómo "pasarte las cosas a máquina", "pasarte las cosas a máquina"? Con pasarme las cosas a máquina no arreglamos nada. ¡Lo que yo necesito son ideas! ¡Para pasarme las cosas a máquina llamo a Manpower, las llevo a la Pitman, mirá qué joda!
—Yo escribo rápido.
—Pero... —se envalentonó Armando. —¡Qué carajo me interesa que escribas rápido? ¿Sos una musa o una secretaria?
—Mirá —recuperó su tono duro la musa.— Este no es el primer trabajo que hago. Fui durante mucho tiempo la inspiración de un músico francés que es uno de los que mejor anda en Europa. Fui ayudante de musa de Antonioni. Y estuve propuesta para musa de Woody Allen antes de venir acá... Así que...
Armando dio unos pasos nerviosos por la habitación.
—Lo que yo necesito son ideas. Ideas, —dijo, golpeándose la frente con la punta del dedo índice.
—Muy bien... muy bien...
—Si querés —propuso Armando. —Me tirás una idea y te vas. Después sigo yo solo, no tenés por qué quedarte.
—Bueno, cómo no —el tono de la musa era casi burlón.— Te agradezco, pero acostumbro a terminar mis trabajos. Los empiezo y los termino.
—Me parece bien.
La musa se levantó del sillón, fue hasta la mesa, corrió una silla y se sentó allí.
—Tráete papel, unos lápices, fibra mejor, la máquina de escribir...
—¿Para qué?
—Para trabajar ¿Para qué te parece? Si tenés café, traé. Mucho, que...
—Pero oíme... —vaciló Armando.— Yo lo que necesito es una idea básica, una armazón, una columna vertebral... un...
—Y bueno... —lo miró la musa.
—Y bueno ¿qué? Decímela. Decime la idea...
—Escúchame... —resopló la musa—... si yo la tuviera te la diría. Pero no la tengo. Por eso te digo que traigas las cosas, nos ponemos acá, y empezamos a trabajar.
Armando la miró largamente.
—¿O cómo te creés que salen estas cosas? —siguió ella.— Nos sentamos acá, empezamos a charlar de qué puede tratar la pieza, anotamos cosas, tiramos ideas...
Armando se acercó y se sentó junto a ella.
—Por eso te digo que traigas mucho café —explicó la musa.— Porque nos vamos a pasar toda la noche acá, mañana y hasta el momento en que entregues la obra no nos levantamos...
—Pero... ¡escuchame! —Armando se puso de pie nuevamente.— ¿Qué clase de inspiración sos... qué...?
—Hay formas de trabajo... —sonrió por primera vez ella— y formas de trabajo. Hay musas distintas, es cierto. Si no te gusta, me voy.
Armando volvió a mirarla, apretando los labios.
—No. Qué te vas a ir. —dijo. Y se sentó. —Pero... oíme... yo mañana a la noche tengo una reunión en lo de una amiga y...
—Entonces olvidate... —la musa corrió hacia atrás su silla y se puso de pie— ... Andá a lo de tu amiga, hace tu vida y yo...
—No, pará, pará... —se asustó Armando— No es obligación... Mañana la llamo por teléfono y le digo, digo...
La musa se sentó nuevamente.
—Olvidate del teléfono —le advirtió.— Trae el papel, lo que te dije...
Armando fue hasta su pieza, sin embargo pudo escuchar que la musa decía a sus espaldas, como para sí: "A mí me dan cada trabajo".
Armando volvió con una pila de papel oficio, varios lápices de fibra, gomas, reglas y otro montón de cosas innecesarias. Las puso sobre la mesa y se quedó mirando por un instante a la musa.
—¿Qué pasa... —preguntó— qué pasa si no se nos ocurre nada?
—¿Si no se nos ocurre nada? Copiaremos algo —sonrió ella, y él no supo si estaba bromeando.


De "El mundo ha vivido equivocado y otros cuentos"

miércoles, 9 de abril de 2008

Cielo de los argentinos

-¿Conseguiste?
-Conseguí-dijo el Sordo, mostrando las hojas de lechuga que se asomaban del paquete de papel de diario.
-¿Buena?
-De primera. Mirá. La voy a lavar.
-O dásela a Dora –dijo Telmo-. Está en la cocina.
-¿Cómo anda esto? –de paso, el Sordo se acercó a la parrilla y miró adentro.
-Lo llevo despacio –informó Telmo, mientras acomodaba las brasas, frunciendo la cara ante un estallido de chispas-. Total...
-¿Qué apuro hay? –acordó el Sordo, mientras seguía rumbo a la cocina.
-Qué apuro hay... –Telmo dejó el cigarrillo cuidadosamente con el fuego hacia afuera, sobre la mesada donde tenía la carne. Después tomó el vaso de vino blanco y bebió un par de tragos. En ese momento llegaba Hernán.
-Traje el vino, campeón –dijo, poniendo un par de botellas sobre la mesa del patio-. El mismo blanco de la otra noche.
-¿Había? –preguntó Telmo, atisbando como un mecánico especializado entre los carbones.
-Sí. Iba a cambiar pero... ¿Para qué? Este es buenísimo... ¿Te acordás?
-Sí, el torrontés de la otra noche...
-Liviano, fresco...
-Podés tomar cualquier cantidad, al otro día te levantás como si nada.
-Son vinos buenos... –se ufanó Hernán-. No como aquéllos que tomábamos...
-Uhhh... Pensar... Las cosas que nos hemos tomado... Y nos parecían buenos...
Hernán se sentó y prendió un cigarrillo, exhaló la primera pitada, relajado.
Miró hacia el televisor, encendido, sin sonido, ubicado sobre la mesita con ruedas, en la puerta de uno de los dormitorios, corrido hasta allí para que se viera desde el patio.
-¿Ya conectaron? –preguntó.
-Sí –dijo Telmo, sin mirarlo-. Le saqué el sonido. Así no jode.
Se quedaron un instante callados. Desde la cocina llegó una risa compartida.
-Esta es la mejor hora –dijo Hernán, casi solemne.
-Esta hora es una gloria –aprobó Telmo, golpeando con el atizador una brasa rebelde-. ¿Sabés qué pasa, además, con el vino? Cuando vos andás bien de acá –se señaló la frente con un dedo- nada te cae mal... Cuando vos estás tranquilo despreocupado...
-Eso es verdad... Eso es verdad...
-Te cae todo bien hermano. Podés comer como una bestia, que después...
-Lo asimilás...
Volvieron a quedarse en silencio.
-No estaría mal un salame ¿no? –aventuró Hernán, aburrido.
-Decile al Sordo que traiga –Telmo miraba bajo la parrilla con la nariz arrugada, atisbando-. ¡Sordo! –gritó, sin dejar que Hernán se levantara-. ¡Traete un salamín, querés!
-Voy –se oyó desde adentro. Y el revuelo de las voces de las mujeres, que se reían.
-Y algo de queso –agregó Hernán, gritando.
-Ya trae, ya trae –Telmo tomó un par de tragos de vino y se secó la transpiración con el brazo.
-¿Pan hay? –preguntó Hernán, precavido.
-Pero... ¡Cómo no va a haber, mi querido! –fingió enojarse Telmo-. No... no sé si hay pan... Fue a buscar Roque... El Roque fue a buscar...
Hernán se puso de pie y tomó las botellas de la mesa.
-Las voy a meter en la heladera –anunció.
-Mejor metelas en el congelador. Y abrite una de las que quedaron de la otra noche.
Hernán partió hacia adentro.
-Oíme... –lo detuvo Telmo-. ¿Te parece que ponga el resto de la nerca?
Hernán frunció los labios, pensativo.
-¿Cuántos somos? –consultó-. Yo creo que con eso está bien....
-Tengo todo este vacío –señaló Telmo hacia la mesada.
-Yo creo que con esto está bien, Telmo... Es una barbaridad...
-¿Y viste lo que es este jamón redondo? Es merca de primera.
-No pongás el vacío. Si va a sobrar... Las mujeres comen poco...
-Pero ellas van a comer adentro, Hernán... Así no rompen las bolas durante el partido.
-Ah... Eso es bueno.
-No sé qué carajo van a ver en el otro televisor... Creo que sacaron una porno.
-No lo pongás, Telmo. Con eso hay de sobra.
-Por ahí lo pongo... Según como venga la mano... Mirá que el Roque morfa. ¿Eh? A ése no lo arreglás así nomás.
-Bueno, como vos quieras...
-Total, si sobra... –dijo Telmo- al vacío lo podés comer al día siguiente, frío, es riquísimo. Yo no sé si no es más rico frío, mirá lo que te digo...
-¡Eh! –asintió Hernán, yéndose-. Le sacás la grasa –hizo un gesto con la mano, horizontal, rebanando algo-. Y lo comés con pan...
-Mayonesa...
-Acá está el pan, acá está el pan, mi viejo... ¿qué andan protestando? –los dos se dieron vuelta ante el vozarrón de Roque, que tiró un paquete de pan sobre la mesa-. ¿Qué le pasa a ese televisor? –preguntó después, inquieto-. No me digás que se le fue el sonido...
-No lo toqués, no lo toqués que vos lo que tocás lo hacés cagar –dijo el Sordo, llegando con la picada-. Telmo le sacó el sonido para que no rompa las bolas...
-¿Y a vos no te podría sacar un poco el sonido, digo yo? –preguntó el Roque-. Un rato, para que no hablés tanto al pedo. Una idea ¿no?... ¿Preparaste el salame? ¿Trajiste el vermouth?
-Acá tenés, querido...
-Hace media hora que tendría que estar todo listo esto, hermano. ¿Y el vermouth? ¿No ves que no servís ni para tirar flit, vos, sordo puto?
-Te lo traigo ahora pero después no me vengás a romper las bolas durante el partido porque...
-¡Ah! –dijo el Roque de repente, desinteresándose de su amable diálogo con el Sordo-. Hay que poner un plato más en la mesa...
Telmo, Hernán que volvía y el Sordo lo miraron.
-¿Quién viene?
-El Pepe.
-¿El Pepe? –exclamaron todos al unísono.
-El Pepe, en persona...
-El Pepe... ¡Que raro! –se ensombreció la cara de Telmo.
-Pero... Si estaba bien.
Roque se encogió de hombros y se metió en la boca un pedazo enorme de pan con salame.
-¿No lo habías visto vos, antes de venirte, y estaba bien? –le preguntó Telmo a Hernán.
-Sí. Pero hace ya como tres meses, no te olvidés...
-Sí, pero...
-¿Algún accidente? –preguntó el Sordo.
El Roque se volvió a encoger de hombros.
-No sé, Sordo... Yo te digo lo que me dijeron...
-¿Quién te dijo?
-En la puerta de entrada... Ya debe estar viniendo para acá...
-Mirá vos... –Hernán se rascó una mejilla, pensativo-. Pero... ¿El Pepe andaba mal del bobo o una cosa de ésas? Nunca me...
-¡Qué sé yo, Hernán! –casi se enojó el Roque, con la boca llena-. No es necesario andar mal del bobo ¿no? Mirá yo... Estaba fantástico también... ¿Y?
-Bué... –suspiró Telmo, volviendo su atención a la parrilla-. Será bienvenido.
-¡Nooo! ¡Por favor! –se ofendió Hernán-. Encantado de Dios que venga Pepe. ¿Cómo no voy a tener ganas de verlo? Por favor, me cago de gusto... No me interpretés mal, Roque... Te digo, nomás...
-Por eso.
-¿Sabés qué? Hacemos la fiesta completa con Pepe...
-Además, es futbolero –agregó Telmo, enjugándose una gota de sudor que le irritaba el ojo-. No va a venir a rompernos las bolas con que quiere ver ballet... o un concierto.
-Como nos pasó con Parola.
-¿Qué Parola?
-El guitarrista del negro Acuña, que lo invitamos una vez a comer un asado y rompió las bolas porque no le gustaba el fútbol.
-Y... –abrió los brazos, el Sordo-. Yo lo conocí de allá y no sabía.
-Con el Pepe, no.
Sonó el timbre.
-¡Ahí estás! –saltaron los tres, al unísono.
En efecto, era Pepe. Entró un poco cortado, tímido quizá, pese a la confianza. Como confundido. Hubo abrazos, palmadas, hasta alguna lágrima. Le acercaron una silla, le pusieron un vaso de vino en la mano, le ofrecieron salame, queso, pan y hasta unos pimientos en vinagre que había traído Angelita.
-Llegás justo Pepín –le dijo Telmo, volviendo a su reducto junto al fuego.
-¿Agregaste el vacío? –se preocupó Hernán.
-Llegaste justo porque... –Telmo miró a Hernán-. Sí, lo agregué –tranquilizó-. Porque ahora tenemos Peñarol y River.
-¿Peñarol y River? –preguntó Pepe, aún un poco ido, como absorto, mirando hacia todas partes, ubicándose.
-Claro, papá –dijo Roque, sin dejar de comer-. Y mañana tenemos Bayern y Manchester United... Y pasado... ¿Pasado que teníamos?
-Box –gritó el Sordo desde adentro-. La pelea por el título.
-La pelea por el título –sonrió Roque, ufano-. Los medianos welters.
-El negro que ganó las otras noches y... No sé qué otro... Un nigeriano...
-Y así todas las noches. Todas –informó Roque-. No hay una sola en que no tengas nada para ver.
-Y... Acá se agarra todo –dijo Hernán, que también se había sentado y estaba descorchando el blanco.
-Che Pepe, Pepín... –sonrió Telmo-. Y de pedo no te encontraste con el Charro...
-¿Qué Charro?
-El Charro Moreno. Le habíamos dicho que viniera a comer, y a ver el partido.
-¿El Charro Moreno? –se asombró Pepe-. ¿El de River?
-Y claro, papá... El otro día vino Angelito.
-¿Qué Angelito? ¿Labruna?
-Sí. Vino a ver... vino a ver... –dudó Telmo-. No sé qué partido vino a ver.
-Con el que nos cagamos de risa fue con Fidel –dijo Hernán-. Con Fidel Pintos.
-¿Fidel Pintos? ¿Estuvo acá? –el Pepe no lo podía creer.
-Sentado ahí mismo donde estás sentado vos –aportó el Sordo-. Un fenómeno...
-¿Sabés a quién quiero traer yo? –dijo Hernán-. Digo... algún día...
-¿A quién?
-A Carlitos...
-¡Ah! –se golpeó las palmas de las manos, Roque-. Mirá que joda.
-Y que cante –siguió Hernán.
-¡Yo también quiero que venga, boludo! –dijo el Roque. Telmo se reía-. Mirá que piola que sos. Todos. Pero no tiene ni una fecha libre el quía. Si todo el mundo lo invita.
-¿Carlitos? –los miró Pepe-. ¿Está acá?
-Todos están acá, querido –dijo Roque-. Acá te los podés encontrar a todos. A todos. El otro día vino un sobrino de Irigoyen.
-No... Pero yo a Carlitos lo quiero traer... –insistió Hernán, como atrapado por una ensoñación.
-Ya va a venir. Ya va a venir. –consoló Telmo-. Hay que agarrarlo con tiempo. Si acá, lo que sobra es tiempo.
-Por otra parte, no es de hacerse el estrecho.
-¡Para nada! ¡Le gustan estas cosas! Y el fútbol le cabe...
-Hincha de Racing, además.
-Y los burros. Los burros más todavía.
-Por él soy capaz hasta de ver una carrera, te digo.
-A la que me gustaría traer es a la rubia... –dijo el Sordo-. La Marilyn...
-¿Está acá? –preguntó Pepe.
-Y sigue buena –asintió el Sordo, con la cabeza-. Aunque sea para mirarla...
-Con esa mina te caga el idioma, Sordo –dijo Roque-. Como cuando vino Fred Astaire...
-Para mirarla nomás, te digo, Roque.
-Después se arma quilombo con las mujeres.
-¿Vino Fred Astaire? –el Pepe los miraba procurando detectar una broma colectiva.
-Pero a pedir una escoba. Pasa siempre –dijo Hernán.
-Baila con la escoba, Hernán –puntualizó Roque-. No te creas que es para barrer.
-Che Pepe... –Telmo se acercó hasta la mesa, se secó la transpiración con un repasador y empezó a pelar minuciosamente un pedazo de salame-. ¿Llegaste bien?
-Sí.
-No sé... un pelado, de barba...
-¡Pedro! ¡Pedrito, viejo nomás!
-¡Grande Pedro! –apretó un puño, Roque-. “Costita”, le decimos...
-¿”Costita”? –Pepe lo miró. No podía abandonar su tono melancólico.
-“Costita” –dijo el Sordo-. ¿Te acordás de Costa, ése que controlaba la entrada en “Mombasa”, que decía “éste sí, éste no”? ¡”Mombasa”, el boliche bailable!
-¡Ah sí! –esbozó Pepe una sonrisa triste-. Sí...
-“Costita” –se rió Hernán.
-Pepe... –requirió su atención Telmo-. Pedrito... –y le hizo un gesto de comer algo, con la punta de los dedos, unidos, hacia la boca.
-¿Medio manyún el pelado? –sonrió Pepe.
-Trolo. Dicen... –no se comprometió el Sordo.
-Estos hijos de puta... –Roque se reía-. Lo ven educado al hombre...
-Reputo, Pepe –afirmó Telmo, desde la parrilla. Se rieron.
-Che... –dijo el Sordo-. Pero... ¿te trató bien?
-Muy bien. Muy bien.
-¿No te manoteó el bulto? –preguntó Roque levantándose y caminando hacia el televisor.
-A los tipos los trata bien, querido –acotó Hernán-. A las minas, ni bola.
-No. Muy bien, muy bien –insistió Pepe, respetuoso.
-No –dijo Telmo-. Nosotros jodemos, pero es macanudo el pelado.
-Macanudo.
-Y además –se puso serio, Roque-. Incorruptible.
-Eso sí.
-Che –alertó Roque, que había elevado un poco el sonido del televisor- ¡Ya empezó!
Telmo se dio vuelta hacia el aparato.
-No, gil –dijo-. Esos son los goles del otro día. Los están repitiendo.
-Todavía falta como media hora –calculó Hernán mirando su reloj.
-¿Este es el partido por la Copa? –Pepe señalaba el televisor.
-Y claro, querido...
-Ah claro... Yo leí allá, antes de venir...
-Por supuesto. Lo pasan en simultáneo.
-¡Si no vas a extrañar ni un carajo! –Roque palmeó a Pepe en la espalda, volviendo a sentarse.
-Che –Pepe perdió su vista en un punto lejano-. Y a los otros, a los capos... ¿no ven a ninguno?
-¿Vos decís, además de Pedro?
-Sí.
-No. A nadie. Al menos desde que estoy por acá no apareció ninguno –dijo el Sordo.
-No rompen las bolas para nada –agregó Hernán-.
Telmo se puso de pie y caminó hasta la parrilla, elevando la voz-. Y mirá que yo hace ya diez años que estoy acá, pero... para nada.
-¿Ni siquiera el...? –Pepe se pasó la mano izquierda por el mentón, hacia abajo, como quien estuviera alisando una larga barba. Hernán y el sordo negaron con la cabeza, pero ahora serios, como si les pesara el tema.
-Siempre tranquilo, Pepe –dijo Hernán.
-Sale Peñarol –anunció el Roque, que no perdía de vista el televisor.
-Che –Telmo reclamó la atención-. Ya tengo los chorizos.
Hernán se paró y corrió algunas cosas de la mesa, haciendo lugar.
-Le digo a Tere que traiga los platos –propuso.
-No... –desestimó Telmo-. Poné un plato, nomás. Lo ponemos cortadito y picamos...
-Eso. Mientras vemos el primer tiempo.
-¿Está Tere también? –preguntó Pepe, algo demudado.
-Eso... No se puede mirar el partido y comer al mismo tiempo –dictaminó Hernán, muy serio.
-Y a la tira la voy llevando despacito, así la comemos en el entretiempo –dijo Telmo.
-Che Hernán... –Pepe procuró que alguien le hiciera caso-. ¿Está Tere acá?
-Claro. Y Dora también.
Distribuyeron algún plato, los vasos, el Sordo trajo los cubiertos y no se dieron cuenta de que Pepe estaba lagrimeando.
-Ehhh –se percató, de pronto, el Sordo-. ¿Qué pasa, varón? –Hernán miró a Pepe y se acercó a apoyarle una mano en el hombro.
-Nada –suspiró Pepe, aspirando hondo.
-¡Te acostumbrás enseguida! –Telmo, que se había dado cuenta de lo que pasaba, gritó desde la parrilla.
-A lo bueno uno se acostumbra rápido, Pepe. Ya vas a ver –lo palmeó Hernán.
-Sale River –anunció Roque.
-Es que... –un tanto avergonzado, Pepe trataba de recomponerse-. Me acuerdo de la Gallega... de los chicos...
-¿Cómo quedó la Gallega? ¿Bien? –dijo el Sordo. Pepe aprobó con la cabeza aún confuso.
-No te calentés, Pepe –le sirvió otro vaso de vino, Hernán-. Por ahí, en un par de meses la tenés por acá –el Sordo y el Roque lo miraron como para matarlo-. Digo… -vaciló Hernán-… tarde o temprano la vas a tener por acá. Y después, para siempre…
-Mirá yo –dijo Roque-. Yo vine antes que Clarita.
-Pero… qué se yo… -Pepe meneaba la cabeza, con los ojos enrojecidos-. Los chicos… Vos no sabés cómo están las cosas allá…
-Ni nos contés como están las cosas allá –se rió, tratando de distender el momento, Roque-. No me quiero ni enterar. Otro día nos decís.
-Además tus pibes ya deben tener como 35 años ¿no?
-Ya era hora de que les dejaras de romper las pelotas –se rió Telmo. Pepe también se sonrió. Esto animó al Sordo.
-Tomá Pepe. Abrite la botella –le alcanzó. Pepe tomó el destapador y ese mínimo gesto pareció iniciar su real integración al grupo y al lugar.
-Acá están los sorchoris –anunció, llegando casi al trote, Telmo.
-Vení Telmo, sentate –pidió Hernán.
-Hacete amigo.
-Che –dijo Pepe, girando el destapador-. ¿Salchichitas criollas no tenemos?
Hernán se rió y lo palmeó fuerte en la espalda.
-¡Ya le gustó! –gritaba-. ¡Ya le gustó al cabezón! ¡Recién estaba hecho mierda y ahora ya está pidiendo salchichita criolla!
-Cabezón hijo de puta… ¡Recién llegás y ya empezás con las exigencias! –se reía Telmo-. No. No tenemos... A estos boludos no les gusta.
-Además –reconsideró Pepe, poniendo la botella sobre la mesa-. Me había olvidado de que a mí me cae para la mierda.
-Olvidate de eso, Pepe –aconsejó Roque-. Ya pasaste por ésa. Acá es distinto, cabezón.
-Pero… Oíme Pepe –el Sordo se acodó en la mesa en tanto, de reojo, comprobaba si la iniciación del partido le daba tiempo para iniciar un tema-. ¿Yo me equivoco o vos estabas bien? De salud, digo… Vos estabas de puta madre, -Pepe osciló la cabeza de un lado al otro mientras masticaba, dando a entender que no podía hablar con la boca llena. Lo esperaron en silencio.
-Estaba –alcanzó a decir, con los labios entrecerrados. Después chasqueó un par de veces los labios y manoteó una servilletita de papel-. Estaba… -repitió, ya liberado del bocado-. Pero… Vos no sabés lo que me pasó con el Emilio…
-¿Qué Emilio? ¿Tu socio?
-¡Emilio! –recordó, jubiloso, el Sordo.
-Sí –lo abarajó en el aire, Pepe-. No sabés cómo me cagó ese hijo de puta…
-¡No me digás?
-Me recagó…
-¿Emilio?
-Siempre fue medio cagador el Emilio –acotó Roque.
-Cagador y la fuga –completó Hernán.
-¿Sí? –se asombró el Sordo.
-¿No te acordás del quilombo que tuvo con el primo… -preguntó Roque- que le puso la chatita a su nombre y y…?
-Es que yo lo conozco nada más de jugar al fútbol –se disculpó el Sordo-. Y…
-Ah… -reconoció Hernán-. Para la joda, macanudo… Pero no pongás un sope de por medio porque…
-Y… ¿qué paso? –Telmo apuró a Pepe.
-Me hizo meter guita para comprar unas chapas. Mucha guita… Me hizo endeudar hasta la manija. Me dijo que era un negocio redondo. Que él había tocado a un par de puntos en la Gobernación…
-Siempre con esos negocios el Emilio…
-Y después resultó que no había comprado un carajo. Que todo estaba firmado por mí… El se hizo humo, desapareció de la casa… Tuve que vender el negocio, el Citröen… -Pepe parpadeó varias veces, como si estuviera por volver a llorar-. ¿Para qué te voy a contar? Hasta último momento me bicicletó de que todo estaba controlado, que había adornado a un oficial de justicia… Bueno… -todos escuchaban en silencio-. Llegó un momento en que el bobo no me aguantó más…
-¿Podés creer vos?
-¿Fue eso, entonces?
-Porque vos estabas bien –irrumpió, enérgico, Hernán-. ¿Habías tenido algún anuncio, algo?
-Nada. Diez puntos estaba…
-Pero mirá qué hijo de puta el Emilio –dijo Roque.
-Nunca me gustó ese tipo –agregó Telmo.
-Pero ¡te cuento! –se animó de improviso, Pepe-. Cuando salía para acá me enteré de que había tenido un accidente…
-¿Un accidente?
-Con el auto… En Concordia, por ahí… Se estroló con el auto y se hizo mierda.
-¿Se mató?
-Decían que sí –Pepe se encogió de hombros-. Pero no me preocupé mucho en averiguarlo. Además, yo ya estaba viniéndome para acá. A mí ya me había cagado.
-Poné otro cubierto –musitó Roque.
-¡No! –Telmo se reía-. ¡Tené la seguridad que ése por aquí no aparece! ¡Ese tiene otro destino, no acá!
-¡No! –el Sordo, sarcástico, acompañó la risa-. Empecemos a comer tranquilos que ése no viene. No lo vayamos a andar esperando.
-¡Che! –simuló enojarse Telmo, mirando el televisor-. ¡Cuándo carajo empieza ese partido?
-Están controlando los arcos –asesoró Roque, que nunca había dejado de vigilar la pantalla-. Hay gente adentro de la cancha. El referí no quiere empezar el partido. Quiere que la policía saque a la gente…
-¡Lo que hay que sacar es a la policía! –tronó Hernán-. ¡Para ganar ahí en el Centenario lo que hay que sacar es a la policía! ¡Sabés qué?
-Pero… Ya larga. Ya larga…
Sonó el timbre. Se miraron entre ellos.
-¿Quién carajo puede ser ahora?
-¡Justo que empieza el partido!
-¡Emilio! –abrió mucho los ojos, Hernán, tratando de adivinar.
-El Charro… ¿No iba a venir el Charro? –se ilusionó el Sordo.
-No… Dijo que no podía –Telmo caminó decidido hacia la puerta. Hernán había acertado. Era Emilio. Ante el silencio general entró, tímido, con una sonrisa helada y triste.
-¡Muchachos! –se alegró, casi infantilmente. Pero pocos le respondieron. Hubo alguna palmada amistosa, un “Qué hacés, Emilio” nada enfático. Todos miraron a Pepe, que permanecía sentado, un gesto un tanto duro en la cara. Emilio vio a Pepe y se acercó a saludarlo, pero se paró en medio del patio antes de llegar, frente a la actitud fría de su ex socio.
-Tenemos que hablar, Pepe –se disculpó-. Te juro que vos me interpretaste mal… -los demás miraban en silencio-. Vos no sabés lo que me jodió enterarme de lo tuyo… Me hizo mierda… Te digo más… Cómo tendría la cabeza con tu noticia que me hice bolsa con el auto ¿te enteraste? –miró a todos-. ¿Se enteraron?
-Nos dijo Pepe…
-Mirá cómo me habrá hecho de mal. No sabés cuántas noches hacía que no dormía porque yo te metí en esto… De total buena voluntad, Pepe…
Roque pegó una ojeada hacia el televisor. El árbitro se acercaba, balón entre las manos, prometedoramente, hacia el centro del campo.
-Che –pidió Roque- . ¿Por qué no lo hablan a esto después? Entre ustedes.
-No… Lo que pasa… -Emilio, con cara compungida, se puso una mano sobre el pecho-. Es que yo le quiero explicar, porque…
-Está bien, está bien –dijo Telmo-. Tenés razón…Pero acá ya pasó todo, querido… Discutir es al pedo. Otro día, más tranquilos, lo conversan entre ustedes y se explican todo… ¿no es así, Pepe?
Pepe despidió por la boca un torrente de humo de cigarrillo. No parecía muy convencido.
-Total –se anotó el Sordo-. Acá ya no van a resolver nada. Lo que pasó, pasó.
-Está bien –Emilio se acercó una silla-. Si ustedes lo…
-Tomate un vino –le sirvió Hernán.
-Ahora… eso sí… -el Roque, ya ubicado de frente al televisor, las manos en la nuca, dando espaldas a la mesa, le habló a Emilio-. Algún día nos explicás cómo mierda hiciste para que te dejaran entrar acá. Porque… después de lo que hiciste…
-Con el pedigré tuyo, querido –lo del Sordo tampoco sonó demasiado agresivo.
-¿Viste el flaco, el de la entrada? –preguntó Emilio.
-¿Pedro?
-Ese… Le puse unos mangos.
Todos se dieron vuelta para mirarlo.
-Le tiré unas rupias –Emilio se encogió de hombros, disculpándose por la picardía-. Si no, acá, no pasa nada… ¡Si lo hacen todos! No voy a ser el único gil que...
-¡Ya estamos! ¡Ya estamos! –se revolvió, nervioso, acomodándose en la silla el Roque, observando al referí que levantaba su mano consultando a los lejanos arqueros.
-Ya estamos –dijo Telmo, sentándose también.



De "Uno nunca sabe y otros cuentos"