viernes, 25 de enero de 2008

Un hombre de carácter

Siempre me asombró que a tío Julio no lo hubieran cagado a trompadas muchas mas veces. Lo digo porque, si bien yo nunca vi que lo fajaran, él me contó que de joven le habían pegado en varias oportunidades. Posiblemente, el hecho de que le perdonaran la vida y no le rompieran la cara durante el tiempo en que nos tocó estar más tiempo juntos, respondía a que ya tío Julio era un hombre grande, de unos setenta años: técnicamente viejo. Y eso lo salvaba, quizás, de que no lo cagaran a puñetes.
Lo cierto es que las veces que lo vi calentarse podía decirse que tenía razón, se calentaba con fundamento, pero era algo desmesurado y, si se quiere, injusto.
-Tiene el termostato alterado –me explicó una vez mi Viejo, refiriéndose a su hermano mayor-, tiene el termostato alterado y levanta temperatura con facilidad.
Sin embargo, viéndolo a Julio, era difícil suponer que pudiera pasarle eso. Era un tipo más que agradable, ameno, divertido, conversador, culto: lo que solían definir las mujeres como “un encanto”. Muy activo, además, siempre dinámico, culoinquieto, aunque ya estaba jubilado. Sin cantar, sin bailar arriba de las mesas, sin contar chistes verdes, yo lo había visto siempre constituirse en el animador de las fiestas familiares. Un poco por eso creo que mi Viejo no lo soportaba demasiado. Por envidia. Mi Viejo era más callado, más seco, menos sociable y siempre quedaba opacado por la figura del tío Julio.
A mí, debo reconocerlo, Julio me parecía algo pelotudo, meloso, un tanto sensiblero.
-¿Es medio bobalicón, no es cierto? –me lo definía mi Vieja en secreto, incómoda a veces por la excesiva facilidad con que Julio se emocionaba por cualquier cosa. Aparecía una prima con un bebito nuevo y a Julio se le llenaban los ojos de lágrimas, hablaba del hambre en algunas naciones africanas y se le cortaba la voz, veía pasar una bandada de pájaros volando hacia la isla y corría a llamarnos a nosotros para que la admiráramos.
Yo había intuido ya, sin embargo, que en algún pliegue de su personalidad palpitaba un verdadero monstruo.
-Cuando no le agarra la viaraza es un buen tipo... –le escuché decir alguna vez a tía Adelfa, haciendo un giro con los dedos de su mano derecha junto a la sien.
-Ahora... cuando se saca... –había aportado en otra ocasión mi prima Dora dejando entrever el costado oscuro de tío Julio.
Además Julio hablaba, era una máquina de hablar que no paraba nunca. Flaco, alto, de bigotito ya cano, andaba siempre de camisa y corbata y con unos pantalones bastante por encima de la línea de la cintura.
-Dejalo que venga conmigo, Enrique –le propuso a mi Viejo una mañana en que había venido a casa a buscar una aspiradora. Mi Viejo se encogió de hombros. Yo tenía dieciséis años, había dejado la escuela secundaria, y estaba completamente al pedo. Tío Julio no sé que trámites hacía con el auto, trayendo y llevando papeles del negocio de artefactos eléctricos que ahora manejaba casi íntegramente Ricardo, su hijo mayor, mi primo.
-Me lo llevo y por ahí aprende lo del negocio –agregó tío Julio-. Además, así tengo con quien conversar, che.
Y había que estar allí, en el auto, escuchándolo por horas al tío Julio. Era un hombre torrencial, incontenible, que cuando no tenía algo para decir leía los carteles de publicidad en voz alta.
-La Catalana, La Virginia, San Ignacio –recitaba, como si yo no supiera leer. Pero, en ese lapso durante el cual fui su acompañante, aprendí a quererlo. Era enormemente generoso conmigo, cálido, respetuoso, y cuando nos bajábamos a hablar con los clientes todos lo recibían con enorme afecto. Julio transmitía una franca cordialidad y bonhomía. Se reía, fácil, además, con las bromas y comentarios de los demás.
La primera vez que tuvo una reacción extemporánea, sobre las que tanto me habían alertado, fue en la calle, mientras yo lo acompañaba en el auto una mañana de sol de verano, en el centro de Rosario. Nos habíamos detenido en un semáforo y Julio me estaba contando, apasionado, cómo el deporte es vital para los jóvenes y recordaba que una vez había acompañado a una delegación de Gimnasia y Esgrima para una competencia de atletismo en Mendoza.
Justo cuando el semáforo nos dio el verde, a una vieja pelotuda que había estado dudando durante toda la luz roja si cruzar o no cruzar, se le ocurrió hacerlo. Iba con dos pibitos que debían ser sus nietos y nos hacía señas con las manos como pidiendo disculpas. Fue entonces cuando sonaron dos bocinazos imperativos desde atrás. Julio clavó la mirada en el espejito retrovisor y se aferró con las manos al volante como si quisiera partirlo. Vi claramente que se le hinchaba una vena del cuello y otra en la sien. Para colmo, de inmediato, otro bocinazo.
Julio salió disparado del auto, saltó como lanzado por un asiento eyector de ésos que tienen los aviones de combate.
-¿Qué querés que haga, pelotudo? ¿No la ves? ¿Qué mierda tenés en los ojos, boludazo?
El otro optó por quedarse en el molde. A su lado estaba una mujer que, sin duda, desaprobaba los bocinazos de su marido tanto como tío Julio.
-No la vi, no la vi –admitió por fin el tipo de atrás.
-¿No la viste? Claro, vas hablando al pedo con la turra que tenés al lado y no ves nada, pelotudo...
Ahí el conductor amagó bajarse y yo comencé a barajar la posibilidad de hacerlo también antes de que el quilombo pasara a mayores.
-Dejalo Héctor, dejalo –oí que decía la mina. Tío Julio resoplaba, los puños cerrados. Se quedó un instante perforando al tipo con la mirada, como desafiándolo a bajar. Ya se había juntado bastante gente en la esquina y se había formado un matete de autos detenidos. Por fin, tío Julio, lavado su honor al menos, decidió volver a nuestro auto, que había quedado con la puerta abierta. Pero dio apenas dos pasos y volvió casi saltando a clavarse frente al coche de atrás como atacado de nuevo por otro repentino e incontrolable impulso criminal.
-¡Y bajate infeliz, bajate! –desafió, iniciando el antiguo y ridículo gesto de arremangarse los puños de la camisa y ponerse en guardia-. ¡Bajate, hijo de mil putas, y vas a ver cómo te recontracago a trompadas, basura! ¡Teneme el reloj, Alfredito! –me llamó, pero el tipo de atrás ya maniobraba su coche como para zafar del bloqueo al que lo sometía el coche nuestro y seguir su marcha. Pero los paragolpes estaban demasiado cercanos y se le hacía difícil.
-¡Cagón, cagoneta! –aullaba Julio-. ¡Para atropellar mujeres y niños sí sos valiente, basura, pero no te bancás bajarte a pelear, marica!
-Andá, andá, sacá el auto –pidió, contenido y con cara de culo, el tipo de atrás. Cuando Julio advirtió que no habría pelea, bajo la guardia, pero se quedó junto a la ventanilla del otro, como para que todos esos curiosos supiesen de la humillación que había sufrido el imprudente. Fue cuando se oyó la otra voz, áspera.
-¡Vamos, viejo, que tenemos que laburar!
Y ahí lo vi: detrás del coche del tipo que le tocaba la bocina a Julio había un taxi y, adentro del taxi, un chofer descomunal al punto que no parecía caber dentro del auto. Yo alcanzaba a verle, encuadrado por la ventanilla, un mentón inmenso con sombra de barba, un escarbadientes en la boca, y unas patillas peludas y enruladas. Pero lo que más me impactó fue el brazo izquierdo que el taxista sacaba por la ventanilla apoyándolo sobre la puerta amarilla. Un segmento de boa constrictor, un cacho de cilindro oscuro y tenso, lleno de protuberancias y músculos que se adivinaban bajo una piel del color de los caballos alazanes.
Fue como si a Julio le pegaran una cachetada. Se volvió hacia el nuevo enemigo.
-¿Y vos qué te metés, tachero hijo de puta? –aulló-. ¿Quién carajo te dio vela en este entierro, sorete, tachero sucio, villero?
Temí lo peor. Supe que si el taxista se bajaba, yo, al menos simbólicamente, también iba a tener que bajarme a respaldar a mi tío. Por suerte, todos los otros autos –ya eran como mil- empezaron a tocar sus bocinas reclamando paso. Y por otra parte el taxista había considerado sin duda poco deportiva una pelea con tío Julio, a quien podía partir en cuatro pedazos tan sólo con un revés de una de sus manos que parecían dos tortugas de las Galápagos.
-¡Tachero tenías que ser para ser sorete! –siguió Julio, mientras el público ya lo abucheaba-. ¡Ladrón, tachero choro, que tocás el reloj para robarle a las viejas, delincuente!
Se vino para el auto y se metió adentro dando un portazo. Puso el motor en marcha.
-Delincuente –siguió diciendo- delincuente de mierda. Te meten un cómplice en el auto y te despluman estos hijos de puta... Disculpá, disculpá, Alfredito. Me caliento. Al pedo me caliento. Pero me enfurecen las injusticias, che, me pongo loco. Me saco, me saco... ¿Adónde teníamos que ir? Leeme el próximo remito.
Cinco minutos después yo seguía con taquicardia y tío Julio canturreaba, feliz, un trozo de “Violetas imperiales”.


La segunda oportunidad fue en un ambiente más recoleto, más circunspecto, que no hacía pensar que podía convertirse en el entorno adecuado para originar un despelote. Por la circunstancia, además.
-Acompañame al médico, Alfredito –me pidió tío Julio unos veinte días después del episodio del semáforo.
-¿Andás jodido? –atiné a preguntar.
-No. Es por Ana. No sé bien qué tiene. Quiero hablar con el médico para que me cuente, sin estar Ana presente. Le pedí turno.
Se lo veía preocupado. El tiempo le iba a dar la razón para estarlo.
El médico nos atendió tras media hora de espera.
-El es mi sobrino –me presentó Julio-. Una maravillosa persona, de mi más plena confianza. Por eso me tomé el atrevimiento de traerlo.
El médico me ignoró. Yo, pese a los conceptos de Julio, me sentía un intruso.
-¿Es serio, doctor? –preguntó Julio, luego de que el médico, con una fría cordialidad, le explicara algo referido al mal funcionamiento de los riñones de Ana.
-Es serio. Es serio.
-¿Es curable?
-Es curable. Es curable.
El doctor decía todo dos veces por si no se entendía.
-¿Hay un tratamiento para eso? –preguntó Julio. Ansioso, estaba casi apoyando el pecho contra el escritorio del médico y jugueteaba con su mano derecha con uno de esos entretenimientos plásticos que regalan los laboratorios.
-Hay un tratamiento. Hay un tratamiento.
-¿Y es efectivo?
-A veces sí. A veces no.
Julio se quedó estático, como una víbora observando su presa, y detuvo el jugueteo con el regalo del laboratorio. Intuí que dentro de él estaba creciendo, trepando, subiendo, efervescente e incontenible como la lava a punto de saltar en erupción, una bronca negra y reconcentrada.
-Usted me dice... Usted me dice... –advertí que procuraba calmarse, Julio-, usted me dice que el tratamiento a veces da resultado y a veces no da resultado...
-Es así. No hay enfermedades, hay enfermos.
-Eso es como si yo le preguntara a usted... –Julio no quitaba los ojos de los ojos del médico y podía decirse que sonreía- si un perro es amaestrado y usted me dijera que si. Entonces yo le preguntara si muerde y usted me dijera: “A veces sí y a veces no”.
El médico frunció el ceño, algo confuso.
-Lo que quiere decir, doctor –Julio empezó a levantar gradualmente la voz-, que ese perro, ese perro no está amaestrado un carajo. Porque si a veces se le cantan las pelotas de morder y a veces no se le cantan las pelotas, no está amaestrado un carajo, doctor: ¡ese perro hace lo que se le canta el culo!
-Escúcheme, Rodríguez –intentó apaciguarlo el médico, algo alarmado.
-¡Usted me dice que es una enfermedad controlable –siguió Julio, ya completamente fuera de sí-, pero que el tratamiento a veces es efectivo y que a veces no tiene el más puto dominio de la enfermedad!
-Rodríguez, Rodríguez... La medicina...
-¡La medicina un carajo, mi viejo! ¡Lo que pasa es que ustedes son una banda de hijos de mil putas que no saben un soberano carajo de estas cosas! ¡No saben una mierda y no quieren admitirlo! ¡Terribles hijos de puta que lo único que quieren es afanarle la guita a la gente! ¡Ladrones! ¡Mercachifles de la ciencia!
Se había parado y yo le tironeaba vanamente del saco para que se calmara. El médico también se puso de pie, pálido, tomando prudente distancia.
-¡Soltame, carajo! –me ordenó-. ¡Yo vengo a preguntar sobre lo más sagrado que tengo -clamaba Julio- que es mi señora, y tengo que oír a este hijo de remilputas engañándome con que tienen un tratamiento para curarla pero que a veces da resultado y a veces no, lo que me confirma que no tiene la más puta idea de lo que habla, matarife repugnante!
Se abrió la puerta de golpe y apareció allí otro médico alto, joven y robusto, mirando hacia adentro con gesto torvo e inquisitivo. Había escuchado los gritos de Julio, por supuesto, como debían haberlo oído todos los seres humanos en dos cuadras a la redonda.
-¡Acá los tenés! –Julio, sin achicarse, me señaló al aparecido, triunfante-. ¡Acá los tenés, protegiéndose unos a otros como los mafiosos, apenas se sienten atacados!
¡Chacales, lacras humanas, tapándose las cagadas unos a otros, ocultando las operaciones que hacen al pedo donde le sacan el hígado al tipo que fue por el apéndice y le operan una rodilla al que vino por el oído! ¡Estafadores hijos de mil putas, ladrones!
Tío Julio seguía gritando cuando lo sacaron a la calle entre cuatro enfermeros y dos enfermeras que trataban de calmarlo hablándole dulcemente, bajo la mirada despavorida de los pacientes que aguardaban en la sala de espera. Pude entrever en el tumulto, incluso, a una enfermera mostrándole una jeringa a un médico con mirada interrogante y recibiendo la negativa del médico con la cabeza. Ya afuera, en el auto, tío Julio tardó casi diez minutos en controlarse.
-Perdoname, Alfredito, perdoname –me dijo luego (debió haberme visto demudado)-, pero es la salud de Ana y yo no puedo permitir que me vengan con pavadas, con inventos, con fantasías... Prefiero que me digan: “No sabemos, señor, no tenemos ni la más pálida idea de lo que se trata”. Pero... bueno... hacen lo que pueden... –y agregó, repentinamente tolerante-: Es buen médico este Carranza, serio, estudioso... Es buen médico...


La última vez fue en el aeropuerto de Rosario. Yo ya estaba temeroso de acompañarlo, por los episodios anteriores, pero me divertía salir con él en auto a recorrer la ciudad e incluso los pueblos de los alrededores.
Su esposa Ana se iba a Buenos Aires por unos días a ver a la hermana. Julio no había aceptado que Ana, en ese estado, se fuera en ómnibus, y le sacó un pasaje en avión. Si bien no se trataba de acompañar al tío en sus correrías de trabajo, yo ya me había constituido en un copiloto obligado, su compañero de ruta.
-Le van a venir bien unos días a Anita en Buenos Aires –me comentó Julio-. Se va a despejar un poco. Le trabaja todo el día la cabeza con el asunto de su enfermedad.
No volvió a hablar hasta que pasamos a buscar a Ana. Julio se había emocionado, como si llevara a su mujer a salir de viaje para Europa. En el aeropuerto de Fisherton había muchísima gente. Nos pusimos en la cola del mostrador de Aerolíneas. Julio llevaba en sus manos el pasaje de Anita, tomando el control de la situación, ahorrándole a su mujer las confusiones del embarque.
-La señora está en lista de espera –escuché que decía la empleada, fría y eficiente. Yo estaba algo alejado de la cola, distraído, en otra cosa, pero oí a la empleada y vislumbré el quilombo.
-¿Cómo? –a Julio se le congeló su perenne sonrisa-, ¿Cómo me dijo?
-El vuelo está sobrevendido. La señora está en lista de espera. Yo le hago el check in, ella pasa al embarque y espera a ver si la podemos ubicar... El siguiente, por favor...
-Si la podemos ubicar, la poronga... Si la podemos ubicar, la poronga... –Julio apoyó el pecho sobre el filo de mostrador, dejando en claro que no pensaba moverse de allí y silabeó esa frase masticando odio, en voz baja pero audible. La empleada simuló no haberlo escuchado, pero acusó el golpe.
-Córrase, señor, y déjeme atender a los demás –no tuvo mejor idea que decir.
-¿Qué me corra? ¿Qué me corra? –ahora sí ladró Julio alertando a todo el inmenso salón de embarque-. ¡Vos empezá a correr, turra hija de mil putas, vos empezá a correr porque te voy a romper el culo a patadas, pelotuda!
La asistente comenzó a tocar un timbre oculto bajo el mostrador.
-¡Este pasaje está okey –siguió Julio-, está aprobado, yo y mi señora hemos venido a la hora correcta, una hora antes del embarque como ustedes mismos lo exigieron, y ahora vos, conchuda hija de mil putas, me venís a decir que ella está en lista de espera, vos me lo venís a decir!
-Señor, señor... –otro asistente, pelado y de bigotitos apareció al lado de la empleada, intercediendo, con intención de tomar el mando de la situación-. Escúcheme, déjeme que le explique...
-¡A tu hermana le vas a explicar, sorete! ¡De qué la vas con ese bigotito de puto reventado, sorete! ¿Qué me vas a explicar maricón? ¿Te creés que porque aparecés con ese uniforme aputanado me vas a hacer callar la boca, trolazo?
-Señor... señor... –aparecieron otros asistentes, y un oficial de la policía aeronáutica se había aproximado, cauto.
-¡El pasaje está emitido y aprobado, boludo, acá lo tenés! –enarbolaba el ticket el tío Julio-. ¡Te metés la lista de espera en el orto, caradura! ¿Qué culpa tengo yo si ustedes sobrevenden el vuelo, pelotudo? ¡Así viaja la gente después, apretujada como bosta de cojudo!
Todo era ya un griterío. La gente se amontonaba detrás nuestro.
-¡El hombre tiene razón! –vociferó alguien.
-Sí, pero no puede decirle eso a la chica –terció una señora-, la chica está trabajando.
Fue como si a Julio lo hubieran punzado con un estilete. Se volvió hacia la señora.
-¿Y yo no estoy trabajando, pelotuda? –le gritó en la cara-. ¿Yo no trabajo? ¿Quién me mantiene a mí? ¿Vos, vos y el cornudo de tu marido?
El marido de la señora, hombre grande, amagó abalanzarse, pero dos policías de la Aeronáutica se interpusieron.
-¡Vieja puta mal cogida, acostumbrada a que la mantengan, cree que nadie labura! –siguió Julio-. ¡Resulta que la única que labura ahora es la argolluda de esta azafata de mierda! –se volvió hacia el mostrador, casi encaramado en él, buscando a la empleada que, varios metros atrás, estaba blanca-. ¿Y a quién querés que le proteste, decime? –siguió Julio-. ¿A quién querés que lo putee? ¡Si este negocio puto de las aerolíneas es un negocio de intermediación! ¡Nadie da la cara! ¡Nadie es responsable! ¿A quién voy a ir a protestarle? ¡Al señor Aerolíneas, que me va a decir que él no tiene nada que ver porque es una decisión de Iberia, y si voy a Madrid me van a decir que ellos dependen de una oficina de Nueva York y que no tienen poder de decisión, eso van a decirme? Entonces, entonces... –Julio, desgañitado en el mostrador de Aerolíneas mirando hacia la multitud, arengando, en tanto Anita, estremecida, quería calmarlo abrazándose a sus rodillas-. ¡Entonces yo –siguió Julio- puteo a esta pelotuda que atiende acá, aunque ella no sea la culpable, porque a ella le pagan para eso, para que ponga la cara cuando la recontraputean cuando ocurren estas cosas! ¡No le pagan para que venda pasajes ni para que decida la ubicación de los asientos, le pagan para recibir todas las puteadas que los de más arriba se merecen! ¡Entonces, yo la puteo a ella, que es a la única a la que tengo acceso y que ella a su vez putee a su superior y su superior al otro, y el otro al otro hasta llegar al máximo hijo de remil putas que sobrevende los vuelos!
Ahí fue cuando una mano lo tomó de la nuca a tío Julio y lo hizo desaparecer detrás del mostrador. Lo último que vi fueron sus piernas en el aire y escuché los alaridos de Anita. Hubo algunos aplausos entre la gente y también abucheos.
-El hombre tiene razón –repitió alguien.
Casi una hora después tío Julio llegó al auto, donde yo me había refugiado a esperarlo, resignadamente.
-Perdoname Alfredito –dijo, buscando el ticket de estacionamiento en sus bolsillos-. Pero me enfurecen estas cosas.
-¿Y la tía?
-Ya está en el avión. Le dieron un sedante. Pobre.
-Y a vos... ¿Te pegaron? ¿Te hicieron algo?
-¡Qué me van a pegar, Alfredito! –desechó la posibilidad, Julio, desafiante-. Los cago a patadas a todos... Además... Ellos hacen su trabajo... No hacen más que cumplir con su deber...
Y era así. Nunca lo fajaban.


Pero después de ese quilombo en el Aeropuerto ya no quise acompañarlo más. Había tenido demasiado. Sabía que, en cualquier momento, la iba a ligar yo también. Le dije que empezaba a estudiar Diseño y que no podía seguir siendo su copiloto.
Lo entendió perfectamente. Hasta se ofreció a regalarme una mesa de dibujo, cuando ya habían pasado de moda con el asunto de las computadoras.
Cuando me dijeron que estaba mal, casi un año después, sí fui a verlo. Mi Viejo me explicó que Julio había decaído bastante con la muerte de Anita y que estaba internado, bastante jodido. Me fui hasta el sanatorio pero no pude visitarlo. El médico estaba en su habitación y yo no podía pasar. Sólo lo vi, fugazmente, cuando una de las enfermeras abrió la puerta.
Julio tenía una cánula que le salía de la nariz y un barbijo de plástico le cubría la boca. Pero me vio. Y me hizo una seña rara, como señalando a la enfermera, un par de veces. No le entendí, y luego cerraron la puerta. Afuera me encontré con tía Adelfa.
-Va a mejorar –me contó-. Estuvo mal pero ya pasó lo peor. Sigue internado porque respira con dificultad, pero me dijo el doctor Brebbia que ya en unos días se va...Lo que lo mata es el carácter ese... Anoche tuvo un tole tole bravo y se agita, le sube la presión...
Me fui, me fui con la versión de la tía. Por eso me sorprendió cuando al día siguiente me dijeron que había muerto. Un paro cardíaco, un paro respiratorio, algo así. Amaneció muerto.
-Es raro –dijo mi Viejo, refregándose las cejas con los dedos, y menos consternado de lo que yo hubiera imaginado-. Estaba bien. Es como si alguien le hubiera desconectado el respirador.
-¿Y quién pudo haber hecho algo así? –pregunté.
-No sé. No sé. Digo que pudo haber pasado –dijo mi Viejo-. Se me ocurre. Vos sabés que Julio era bastante jodido cuando se enculaba...Bastante jodido...Aprobé en silencio. Pero no me entraba en la cabeza que fuera para tanto.



De "El Rey de la Milonga y otros cuentos"

1 comentario:

Enigma dijo...

Hola que tal, vengo de Blogueratura.com para checar Tu blog, pero viendo que cumple con todo salvo un requisito, te dejo este msg.

Sucede que en blogueratura.com no se dan de alta blog sino tienen de menos 3 meses de vida y publicando, por ello, guardo tus datos y cuando cumplas este detallito, me avisas para darle de alta, ¿vale?

Saludos y cualquier duda el.enigma@gmail.com o blogueratura@gmail.com