miércoles, 12 de marzo de 2008

La solución de Sotelo

Me dijo eso (“La puta que lo parió. Ya cagamos...”) y se quedó mirando de costado, los brazos cruzados sobre la mesa, sobre las carpetas, frunciendo la cara en una sonrisa que podía confundirse con una mueca. Pensé, en ese momento, que me estaba haciendo una broma. Pero algo también me decía que era en serio. No lo conocía tanto como para darme cuenta. Y de cualquier manera me cayó para la mierda, como una compadrada, como una manera muy pueril de hacerse el canchero. Así, personalmente, a Sotelo lo había conocido esa misma tarde, pocas horas antes del encuentro en la cafetería de Grimaldi.
Personalmente, digo, porque por referencias o contactos telefónicos ya lo conocía desde hacía un par de meses a través de las charlas con Vettori. Y aun así, sin conocerlo (y admito lo prejuicioso de mi actitud) no me gustaba. No sé por qué. Quizás por esa jerarquía de “experto” que se le atribuía. Del tipo que desde Buenos Aires podía hablar y dictaminar sobre “el perfil” de una campaña, elaborar teorías sobre marketing, arriesgar estrategias para definir el target de un cliente. A mí esas cosas nunca me habían interesado un carajo. Lo único que me preocupaba (aun sin confesarlo públicamente) era que los avisos gráficos fueran lindos, que salieran bien impresos, que me gustaran.
-Jamás creí en la publicidad –le comentaría muchos años después a Vettori, justamente, cuando lo llamé para comunicarle el extraño destino de Sotelo. Nunca pensé que alguien por leer un aviso en un diario, podía levantarse de su asiento, vestirse, salir de su casa e ir a comprar el producto. Jamás lo pensé, tal vez porque a mí nunca me sucedió ni me sucede. Lo único que a mí me importaba era que el aviso fuese lindo.
El mismo Vettori lo había contactado a Sotelo, a quien había conocido en un congreso de publicidad, para que lo asesorara sobre el enfoque de las campañas. Sotelo era un licenciado, manejaba el lenguaje de las agencias, llamaba a los grandes capos del cine publicitario por sus apodos y había trabajado en Walter Thompson. Tenía, por lo tanto, la autoridad de bajarle el pulgar a un aviso, por más hermoso que fuera, si no se adecuaba a las exigencias del mercado. Esgrimía asimismo razones y argumentos contundentes como para destruir cualquier intento mío de defender la estética por la estética misma.
Cuando llego a Monte Maíz y lo vi por primera vez, me sorprendió fundamentalmente su juventud. Yo para esa época tendría veintiún años y Sotelo no más de veintiocho, veintinueve. Pero parecía menor, porque era flaco, enjuto, y no muy alto. No más alto que yo, al menos.
Y, por supuesto, de traje, corbata y attaché. Le quedaba chica la imagen del ómnibus que lo dejó en Monte Maíz. Por la soltura, por el desparpajo con que hablaba torciendo la boca para que no se le cayera el cigarrillo, hubiese necesitado llegar en avión. En un vuelo de Aerolíneas o, digo más, en un Jet Lear particular. Pero vino en ómnibus.
Y al poco tiempo estaba en las oficinas de Grimaldi, saludándome. Cordial y preciso en el vocabulario, profesionalmente simpático, me preguntó sobre el material que yo había llevado desde Rosario. Los carpetones con los bocetos de los avisos y los afiches, y las cajas con las diapositivas del audiovisual. Hubiese preferido que fuese más cortante, menos cordial, como para refrendar la imagen previa que yo tenía de él. Pero era amable.
Me trataba de “usted”, eso sí, algo medianamente común en esos años, aun entre gente joven. De cualquier forma, el hecho de que se vistiera de traje ya marcaba la diferencia. Siempre hubo una brecha filosófica entre la gente del Departamento Arte y los del Departamento Ventas en las agencias de publicidad. Incluso en las revistas. Nosotros –los de Arte- éramos los prolijamente desarrapados, los de barba, los que vestíamos vaqueros y no respetábamos demasiado los horarios. Ellos eran los atildados, los que vivían para figurar, los de Relaciones Públicas. Nosotros éramos los bohemios puros que desechábamos el dinero, la ambición económica y los ambientes formales. Ellos eran los chacales ávidos de poder, dinero, coches lujosos y hoteles cinco estrellas.
-Estoy reventado –me confesó, sin embargo, Sotelo mientras sacábamos una infinidad de fotocopias en la oficina que el señor Guajardo (mano derecha de Gloover, capo de Grimaldi) había puesto a nuestra disposición.
-El viaje –arriesgué yo.
-Y anoche –acotó él, con una economía de lenguaje que luego se revelaría permanente-. Muy tarde, yo. Muy tarde.
Hasta ese momento no había notado ninguna actitud en Sotelo que sirviera de apoyatura a lo que me iba a confesar después (en el encuentro en la mesa de la cafetería) con esa sonrisa símil mueca. Y si bien es cierto que hacía muy poco que estábamos juntos, podría haberse manifestado de entrada más explícitamente en aquellas oficinas pobladas de mujeres.
Recién al final, cuando terminamos con las fotocopias de los cuadros estadísticos y las tendencias de venta y pasó a nuestro lado Rosita, la secretaria que el señor Guajardo nos había asignado como enlace, Sotelo me miró y levantó en forma cómplice las cejas.
Yo no le di bola. Había comprendido, obviamente, su intención –Rosita estaba muy fuerte-, pero no quería compartir sobreentendidos con Sotelo. Yo ya estaba bastante caliente por haber tenido que viajar a Monte Maíz, cuando por lógica correspondía que viajara Vettori, o de última Acuña.
-Vettori tuvo que irse a Chile –le expliqué luego a Sotelo, ya en la mesa de la cafetería. Serían las siete de la tarde-. Y Acuña está enfermo. Creo que con gripe.
-Anda mucho la gripe en estos días –murmuró Sotelo hojeando las carpetas, ya desentendido de mi respuesta-. Es una lástima que no haya venido Vettori. Hubiese sido importante que estuviera.
-Seguro... No sé por qué no esperaron que él volviera de Chile para hacer la presentación. Es el director de la agencia, después de todo.
-Lo que pasa es que Gloover solamente puede mañana por la mañana, ¿me entiende?
El discurso de Sotelo tenía una cierta condescendencia para conmigo, como entendiendo que el movimiento en los altos círculos de las empresas no estaba al alcance de mi comprensión.
-Y él viene una vez cada cuatro o cinco meses. Llega con su avión particular a la pista que está acá atrás –se torció sobre la silla para señalarme a sus espaldas- y se va a los pedos. No se olvide que él también maneja Incofer, Saborido y Laminados Schbab. A estos tipos hay que agarrarlos cuando ellos pueden: sino, es imposible. Gloover verá nuestra campaña mañana y supongo que dará una media palabra de aprobación o rechazo inmediatamente. Después se las toma. Son tipos así, ejecutivos, drásticos. Por eso han llegado adónde han llegado.
-Si. Pero Vettori hubiese sido necesario.
Sotelo no levantó la vista de una carpeta.
-Yo los puedo manejar –resopló, largando el humo de su cigarrillo-. Yo los puedo manejar. Hay que comprimir el informe. Comprimirlo al nivel de shock. Tipo golpe de mano. Robo al banco. No irse por las ramas. Estar concentrado. Muy lúcido. Por eso esta noche voy a comer alguna cosita rápida y después me voy al hotel. A estudiarme bien esta carpeta –la levantó en el aire-. Quitar lo superfluo. Dejar lo medular... Es sencillo... Lo único que hay que demostrarle a esta gente es que uno está convencido de lo que hace. Que domina la situación. Piense usted...
-Ferraro.
-...Ferraro... –se sonrió-. No crea que me olvidé de su apellido, lo que estaba tratando de recordar era su nombre...
-Leopoldo.
-Sí..., pero le dicen...
-Polo.
-Permítame que le diga Polo... –continuó, canchero-... Piense usted que esta gente, como Gloover, ha llegado a puestos de decisión, a menearse en circuitos internacionales, pero no deja de tener un cierto tono... ¿cómo decirlo?... provinciano... Una actitud provinciana...
-Yo soy provinciano –advertí.
-¡Y yo también, yo también! De Tandil. Lo que pasa es que hace quince años que ando en Buenos Aires, entre gente de publicidad, grandes agencias, modelos publicitarias... y eso le da a uno cierto roce, cierta gimnasia, no digo ni buena ni mala, que suele no tener esta gente de provincia...
Me quedé pensando.
-Gloover... –sonrió Sotelo-... Mecánico. Gloover es mecánico. Ni más ni menos. Con guita, con avión, con auto... pero mecánico, Ferraro, créame. Mecánico. Así fue como empezó, cuando hizo la primera cosechadora. Le falta... ¿cómo decirlo?... Le falta frivolidad, Ferraro, frivolidad.
Hice un gesto despectivo.
-Ya sé, ya sé... –admitió Sotelo-. En general la frivolidad está catalogada como un defecto, una liviandad, un vicio. Pero eso también podría aplicar al camelo, tan caro a nuestra actividad. Nuestra actividad tiene un porcentaje elevadísimo de camelo...
Se quedó en silencio. Elevó su rostro al cielo y despidió el humo de su cigarrillo como si no quisiera contaminar el ambiente. Tuve la sensación de que me hallaba ante un típico chanta porteño.
-Pero el camelo... –sonrió, casi asombrado- hay que saberlo hacer. Es un arte hacer bien el camelo, Polo, oíme...
Allí comprendí que había empezado a tutearme.
-Como tampoco es sencillo ser frívolo –dictaminó-, se necesita cierto refinamiento, cierta información, ciertos puntos de referencia... Y esa rusticidad que tiene Gloover, ese atisbo de ramplonería que tiene Gloover bajo su aureola de poder, es lo que hay que explotar convenientemente mañana, Polo. Convenientemente mañana.
-Usted. Yo no.
-Yo. Por supuesto, yo.
Suspiré, aliviado. Aunque de antemano suponía que Sotelo no iba a permitir que alguien robara su protagonismo, ni siquiera en parte. Nadie iba a impedirle poner en práctica todo lo leído y aprendido y subrayado con rotulador en Cómo ganar amigos, de Dale Carnegie.
-Pero vos me vas a ayudar con el audiovisual –constató, en tanto recogía todas las carpetas cuidando de no voltear los pocillos de café.
-Sí. Aunque está todo sincronizado...
En ese momento dejé de hablarle porque vi que se tomaba la frente con la mano derecha, bajaba la cabeza y se quedaba así, mirando la mesa.
-¿Se olvidó algo? –pregunté, sin suponer que se aprestaba a hacerme la revelación que anuncié al comienzo de este relato. Sotelo negó con la cabeza, sin levantar la vista ni dejar de cubrirse el rostro con la mano. Después, sí, elevó la cabeza, miró casi con disimulo hacia un costado mientras se apretaba las fosas nasales con la mano.
-La puta que lo parió. Ya cagamos... –sonrió tristemente.
Me di cuenta, por lo evasivo de su mirada, que algo de allí adentro, de la cafetería, lo perturbaba.
-No te des vuelta, no te des vuelta –susurró. Luego habló en voz baja, mirando a la mesa-. Detrás tuyo, en una mesa con una amiga, está Rosita...
-Ajá... –asentí-. ¿Y...?
-Me mira.
Lo observé sin entender demasiado.
-Lo mira.
-Me mira.
-¿Y?
Sotelo meneó la cabeza y sonrió casi con tristeza.
-Y... Es una mina... ¿Para qué te va a mirar una mina?
No contesté; tampoco quería pasar por pelotudo.
-¿Seguro que lo mira a usted?
-¿Hay alguien detrás de mí? –Sotelo adelantó el cuerpo hacia mí, bajando la voz. Su curiosidad parecía real-. ¿Hay alguien detrás de mí?
Debí admitir que no. Que en las mesas de atrás no había nadie. Sotelo cruzó sus manos frente a su boca.
-La puta que lo parió –murmuró-. Siempre me pasa lo mismo.
-¿Qué le pasa? –el asunto, francamente, ya me había enardecido. Que aquel sorete, aquel tipo más bien bajito, desgarbado, con cara de nada, asumiera una postura fatalista de seductor implacable, me sacaba de quicio.
-La primera vez –me explicó Sotelo mirando hacia otro lado para disimular- pensé que era casualidad. O la lógica curiosidad de esta gente de los pueblos por alguien de afuera. A la segunda vez que levanté la vista y ella me estaba mirando, ya empecé a sospechar. Y a la tercera ya no me quedan dudas, Polo. Cagué. No hay otra. Tengo muchas situaciones en el lomo como para no darme cuenta.
Nos quedamos en silencio. Yo, enervado en mi asiento, mirándolo sin poder admitirlo. Él resoplando, como admitiendo a regañadientes su difícil destino.
-Para colmo –dijo-. Tendría que leerme todo este informe –levantó la carpeta-. Te dije que esta noche me iba a meter en mi habitación a repasar toda la presentación ¿Te dije o no te dije?
Yo no podía creerlo.
-Usted no tiene por qué ir a hablarle –le recordé.
-¿A quién?
-A la de acá atrás. A esa mina, la Rosita.
-Yo no me voy a levantar para ir a hablarle –me contestó, casi airado u ofendido-. Ni lo pienso. Pero ella va a venir a encararme. Ella.
Resoplé. Conocía petulantes porteños, pero éste los superaba ampliamente.
-¿Y por qué no se levanta y se va? ¿Por qué no nos levantamos y nos vamos ahora?
Sotelo entornó los ojos, derrotado.
-Vos rechazarías a esa mujer? –consultó-. Si la vida te pone enfrente a esa mujer, ¿vos la rechazarías?
Me encogí de hombros.
-No me pareció gran cosa –mentí.
-Ahora vas a ver cuando venga. Mirala bien. Mirá las piernas que tiene.
No soy creyente, pero rogué a Dios que ella no viniera.
-Yo sé que a vos te parece un poco raro –modificó su tono Sotelo, haciéndolo más tolerante, mas didáctico-. Porque yo no soy, digamos, un Robert Redford... un Paul Newman... Para mí también es raro. Tengo espejo en mi casa, sé como soy. Pero me gustan las minas. Trato de brindarles el tiempo que se merecen, aunque mi trabajo no me deja, prácticamente, un minuto libre. A lo que vos es a que me interesan. Creo que llegaría a ridiculeces, de ser necesario, para engancharlas. A teñirme el pelo cuando se me ponga canoso. O a usar peluca. Más aún: me haría una cirugía estética si tuviera una nariz como la de Palmieri, por ejemplo.
Sonreí sin ganas. Palmieri era un empleado de la agencia, muy narigón.
-No le hago asco a la cirugía –continuó Sotelo-. Me saqué un lunar medio dudoso. Me operé de una hernia inguinal apenas me la descubrieron. Hay tipos que se la dejan así nomás y solo van al cuchillo ya cuando se les estrangula. Pero yo me haría la nariz... Me haría, acá... –se tocó las bolsas bajo los ojos, muy poco marcadas, sin embargo-. Pero vos sabés que nada de eso es definitivo... En una de ésas toda tu preocupación estética es al pedo. Hay algo más misterioso en la elección de las mujeres...
-Es difícil acertar por qué les puede llegar a gustar un tipo... –admití, más relajado.
-Tal vez algo de perversidad...
Reímos de nuevo. Me caía mejor esa versión seudo humilde de Sotelo.
-¿Vamos? –intenté, pensando que quizás la anécdota había terminado.
-Esperá, esperá –retornó al tono misterioso Sotelo, encendiendo un nuevo cigarrillo-. Esperá que ya viene... ¿Sos casado?
-No –entendí que buscaba un nuevo tema para ganar tiempo-. ¿Usted?
-Estuve a punto de casarme, dos meses atrás. Y pasó una cosa como ésta. Algo así. Lo de siempre... Se me hace muy difícil, Polo... Muy difícil...
-Sin embargo, me parece... –empecé a decir, pero su cara cortó mi arranque. Levantó la vista hacia alguien que estaba a mis espaldas y sonrió, cordial e inquisitivo. Allí, junto a mí, pero mirándolo a él, estaban Rosita y la amiga.
-Perdone –dijo Rosita, meliflua-, los interrumpí en la charla...
-Por favor –alargó su sonrisa Sotelo-, faltaba más...
Rosita estaba muy bien, fuerte, morocha, bastante alta. No demasiado linda de cara, pero de boca ancha y ojos grandes algo bizcos. Una turca tentadora, digamos. Su amiga era solamente grandota, mucho más rústica. Se había quedado más atrás, un poco tímida, quizás.
-Quería invitarlo a una reunión que hacemos esta noche –dijo Rosita.
-¿Una reunión? ¿Dónde?
-En un boliche que se llama Niarchos, que queda en el centro, cerca del hotel donde está usted.
-Ah... no es una reunión familiar...
Rosita y su amiga rieron exageradamente ante tamaña estupidez.
-No –siguió Rosita-. Es que van algunos muchachos y chicas de la empresa. Pero tampoco es cosa de trabajo. Simplemente, algunos de nosotros vamos los viernes a ese boliche y... bueno... no sé...
-¿Vos vas a ir? –preguntó Sotelo, inútilmente sobreactuado.
-Sí, por supuesto... –volvió a reír Rosita, como si la situación fuese enormemente cómica.
-Ah... entonces voy –dijo Sotelo. Nuevas risas-. Si vas vos, yo voy. Pero, digo yo... ¿Vas sola, o vas con un novio, con tu esposo?
Esta vez sí se había mostrado directo y con experiencia.
-¡Nooo! ¡Que horror! ¿Mi esposo? –se retorció Rosita-. Voy sola, voy sola... Por eso lo invito...
-Ahí estaremos, ahí estaremos –prometió Sotelo-. Acá... –me incluyó con el mentón- con el amigo.
Por primera vez las dos mujeres parecieron reparar en mi presencia. Giraron hacia mí para mirarme.
-Ay, sí –dijo Rosita-. Vaya, vaya usted también, por favor... Hay chicas... –excluyéndose de la lista de posibilidades.
-No sé... no sé... –musité, amargo-. Mañana hay que levantarse muy temprano.
-Como quiera –cortó Rosita, volviéndose hacia Sotelo, sin siquiera fingir la cortesía de insistir.
-Yo voy a estar –afirmó Sotelo-. ¿A qué hora será eso?
-No antes de las doce –dijo Rosita, casi como despedida.
-¿Y vas a llevar esa minifalda? –se puso de pie Sotelo.
Rosita miró hacia abajo como si recién descubriera su pollera.
-¿Le gustan? –río.
-Me encantan. Bah... en realidad me gustan un poco más cortas... –agregó el imbécil, pícaro.
-Tengo, tengo un poco más cortas... Pero no sé... –se puso una mano, candorosa, sobre el pecho-, me da un poco de vergüenza... Me dicen cosas...
-Llevalas... –Sotelo le tomó la otra mano-, llevalas por favor... Prometo no decirte nada... “Lo esencial es invisible a los ojos” –recitó, ridículo-. Antoine de Saint-Exupéry... El Principito –se apresuró a aclarar ante la mirada de extrañeza que advirtió en las mujeres-. Chau –dijo luego, dándole a Rosita un beso en la mejilla.
-A las doce –recordó ella.
-A las doce, a las doce –prometió Sotelo, volviendo a sentarse. Rosita dio unos pasos hacia la salida, y giró lanzándome un beso cortito con la punta de los dedos. Su amiga, algo más cercana, condescendió a inclinarse y rozarme con la mejilla con los labios antes de esbozar un “adiós” de frialdad antártica.
Nos quedamos en silencio. Sotelo rascándose pensativo la nariz. Yo, resoplando de nuevo. Al ver a Rosita alejándose, los tacos resonando en los mosaicos, protuberantes las pantorrillas, marcadas las nalgas duras bajo la pollera ajustada, comprendí que jamás en mi vida había visto una mujer que estuviera tan buena.
-¿Vas a ir? –me preguntó al descuido Sotelo-. Vení –apuntó, como descontando mi respuesta.
-No... Es muy temprano mañana...
-Pero... No es demasiado lo que tenés que hacer... Ubicar los tres proyectores y después controlar que no falle nada... El timer hace todo...
-No... Esas reuniones... esos bailes... Por ahí, si uno no es del ambiente, son un plomo...
-Eso es verdad.
-¿Usted?
Me miró, los ojos grandes, no sé si por asombro o resignación.
-¿Y qué otra cosa puedo hacer? –dijo. Se levantó, tomando las carpetas.
Nos fuimos.


Voy a intentar ser breve para contar lo de la mañana siguiente. Porque a las ocho y media desayuné solo en el hotel, esperando a Sotelo. A eso de las nueve lo hice llamar a la habitación y no estaba. El tipo de la recepción me dijo que no había vuelto en toda la noche.
Esperé hasta las diez menos cuarto, cuando nos vino a buscar el coche que mandaba Guajardo. Ahí tomé todas las cosas, pasé por la pieza de Sotelo y golpeé fuerte un par de veces. Luego salí del hotel y subí al auto.
En el trayecto hacia Grimaldi decidí cuál sería mi actitud: estipularía firmemente mi lejanía con el compromiso. Yo era un mero técnico. Un componente del Departamento de Arte que había viajado únicamente porque no había otro que lo hiciera. Se había borrado primero el principal interesado, Vettori, director de la agencia. Luego Fernando Acuña, jefe de Ventas, por constipación, faringitis o gripe. Y por último, Ezequiel Sotelo Gómez, licenciado en Motivación y Marketing, por desaparición misteriosa en el mismo lugar de los hechos.
No sería yo quien sacara la cara para defender la campaña. No tenía tampoco capacidad para eso. Hasta mi vestimenta (jean y campera) lo denotaba. Si el importante señor Gloover lo comprendía, bien. Si no, mala suerte. Ya escucharía el amigo Sotelo, llegado el momento, alguna reprimenda de parte de Vettori por haberse rajado de joda con una turca en lugar de explicar prolijamente los lineamientos de la campaña. Mi sorpresa fue ver, al llegar, que Sotelo ya estaba allí, en las oficinas de Gloover, esperándome. Se me acercó, de inmediato –cómplice- y me habló al oído.
-Recién llego –confesó. Apestaba a alcohol y de su saco emanaba un tufo a cigarrillo-. Me vine de la casa de la mina para acá. ¿Me trajiste las cosas?
Le di sus carpetas, sin palabras.
-Fenómeno –musitó-. Sos un fenómeno. Me salvaste. Si pasaba por el hotel no llegaba a tiempo.
-¿Todo bien? –atiné a preguntarle, ya resignado ante su éxito. Giró, yéndose hacia las oficinas del directorio y levantó las cejas. Eso fue todo. Tenía unas ojeras impresionantes.
La presentación de Sotelo frente al señor Gloover y el Directorio completo fue un fracaso. La pudo conducir con dignidad los primeros diez minutos, pero después se desbarrancó en una seguidilla de errores y olvidos. Pasó por alto más de la mitad de la exposición, mezcló las explicaciones de los afiches y, cada vez que caminaba para buscar algo, vacilaba sospechosamente. No lucía, para nada, su clásica facilidad de palabra, e incluso, era difícil entenderle. Por último, en un rasgo de lucidez, adelantó en media hora la presentación audiovisual, como para no tener que seguir hablando y soportando preguntas que no atinaba a contestar. Cuando tras el audiovisual se encendieron las luces, Sotelo dormía profundamente en uno de los sillones.


La desgraciada presentación de Grimaldi no fue motivo suficiente para su despido. Pero, sin duda, torpedeó de mala forma su imagen por debajo de la línea de flotación. Cuatro meses más tarde, luego de intervenir en algunos trabajos menores, un manto de silencio cayó sobre su nombre. Al año, una tarde como al pasar, Vettori me comentó que Sotelo no pertenecía más a la empresa.


Veintiséis años después, miren lo que les digo, veintiséis años después, volví a encontrarlo. Yo ya hacía mucho que trabajaba como periodista, pero de vez en cuando aceptaba trabajos de publicidad. No llevan mucho tiempo y se pagan bien. Me propusieron entonces escribir los textos para una campañita corta, de un lubricante. Y me indicaron que fuera a ver a un tal Ezequiel Sotelo, en San Isidro, que manejaba la cuenta. Pensé que debía ser él, que no podía darse tanta casualidad. Y, en efecto era él. Sin embargo, casi no lo reconocí al verlo. Estaba mucho, pero mucho más gordo y usaba lentes. Me atendió en salida de baño y pantuflas, mal afeitado y con un aspecto general de hombre entregado. Confieso que casi me alegró verlo así. Nunca había podido digerir correctamente su exitosa noche de sexo, allá en Monte Maíz. Lo noté, si, más tranquilo, menos acelerado, menos tenso, como en paz consigo mismo.
-Senté cabeza, eso es todo –me remarcó, mientras tomábamos un café.
-¿Se casó? –pregunté, escrutando los rincones del departamento en busca de algún indicio femenino, o infantil.
-Nooo... –sonrió amargamente Sotelo. Se levantó acercando una estufa a querosén que había en la pieza-. Después de aquella vez que nos vimos, allá en Monte Maíz, estuve a punto de casarme un par de veces. Pero a punto de casarme, ¿eh?...
-Y... ¿por qué no se casó?
-Lo de siempre –Sotelo se había servido un vaso grande de leche tibia y lo sorbía a tragos cortos-. Problemas de mujeres... Otras minas... Tentaciones... Sin yo buscarlas, por supuesto...
-Me consta.
-Te consta... Vos ya viste... –se relamía, tratando de quitarse de la comisura de los labios y el bigote ralo, gotas de la leche-. Sin yo buscarlas...
-Pero aceptándolas...
-Eso sí... Uno no es nadie para negarse a los designios de Dios...
-No me diga que se me ha vuelto místico.
Sonrió, frunció la frente.
-Algo de eso hay, algo de eso hay... –le cruzó la cara un gesto de fastidio-. Perdí muchas cosas por las mujeres –se rió, anticipando el chiste-. Otras mujeres, por ejemplo... No, no, fuera de broma. Perdí mujeres valiosas como Isabel, o Charito, a quienes quería realmente y hubiesen sido compañeras para el resto de mi vida. Y perdí trabajos importantes. Como el de Sigma Propaganda, con Vettori, que no era importante lo que digamos importante, pero podía haber llegado a serlo. Como el de Walter Thompson, el de Cícero & Ted Bates... Entonces, cuando me vi en la ruina, prácticamente cuando vi que lo único que me quedaba era este departamento mugriento...
-Mugriento, no –concedí.
-Miserable, acordemos. O mínimo, cuanto menos... Después de haber vivido en dúplex lujosos, en hoteles cinco estrellas... Entonces decidí largar...
-¿Largar qué? ¿Las mujeres...?
-Las mujeres... Y lo hice, lo hice... Y esa decisión me cambió la vida, me modificó todo. Ahora estoy trabajando bien de nuevo, de a poquito, sin distracciones, sin gastos de energía superfluos. Me notarás más calmo, menos tenso...
Asentí con la cabeza.
-¿Y no se le ocurre entonces casarse, por ejemplo? –pregunté-. Como para completar el cuadro, digo yo.
Sotelo tensó los músculos del cuello y aspiró hondo. Me pareció que no sabía si continuar con la conversación.
-Es que... –se decidió al fin-. ¿Sabés cómo terminé con las mujeres?
Un pequeño rayo de estremecimiento me pegó entre los dos ojos. Adiviné algo terrible.
-Me castré, Polo. Me castré. Corté por lo sano.
Sonreí, esperando la carcajada de él, subrayando el chiste. Pero no llegó.
-No tenía otra, Polo.
-No... no me joda.
-No te jodo. Cirugía, Polo. Así de simple. Si no te impresiona mucho, te muestro.
Se había puesto de pie, abriéndose la bata de baño y amagando con bajarse los pantalones. Yo sentía un millón de pinchazos recorriéndome el cuerpo. Extendí la mano sobre la mesa.
-No... no... –balbuceé.
-Te muestro –reafirmó Sotelo, casi exhibicionista. Y se bajó los pantalones junto con el calzoncillo. Aparté un poco la vista, pero alcancé a ver un triángulo de vello oscuro, una especie de costurón grisáceo y un vacío llano y despojado, una carne llena de canutos como la de un pollo congelado. Desvié del todo la mirada, posándola tontamente en una pared. Sotelo se arregló la ropa, veloz y quizás acostumbrado.
-Pero estoy más tranquilo –me dijo, sentándose de nuevo-. No sabés lo tranquilo que estoy.-Me imagino –le dije aún perturbado. Y no hablamos ya del tema. Después me dio unos papeles con indicaciones, arreglamos un precio más o menos decoroso por el texto que le tenía que escribir y me fui. No volví a verlo.


De "Usted no me lo va a creer y otros cuentos"

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